De la pequeña porción de la superficie terrestre que está disponible la mayor parte es demasiado cálida, demasiado fría, demasiado seca o demasiado empinada como para acomodarnos nosotros los humanos, que somos bastante limitados en cuestiones de adaptabilidad. En el calor extremo transpiraríamos demasiado hasta deshidratarnos, en el frío se nos complicaría porque no tenemos tanto pelo como para retener el calor suficiente, aunque podemos ayudarnos con ropa y abrigo y buscar alternativas para reponer calorías; de hecho, al menos la mitad de las calorías que consumimos son para mantener el cuerpo caliente. Pero en resumen, de toda la superficie terrestre, sólo entre el 12% y el 15% de la tierra firme nos es propicia (menos del 5% del total de la superficie, si contamos los mares).
Sin embargo, eso no es lo más curioso. Lo realmente sorprendente es haber encontrado un planeta utilizable en tiempo y forma (en realidad no es que “lo encontramos”; estaba acá bastante antes que nosotros). Si miramos el resto de nuestro sistema solar, o aún la misma Tierra pero en épocas pasadas (muy muy pasadas), comprobaremos que todos los demás lugares son mucho (pero mucho, eh) más inhóspitos como para instalarse. No somos autoridad, dentro del vasto universo, como para hablar acerca de qué lugares puede haber disponibles y habitables por ahí (me refiero a “más lejos aún”) pero parece que para conseguir un planeta más o menos adecuado como este hay que tener bastante suerte. De hecho, hay ventajas más que afortunadas que nos da la Tierra para poder vivir en ella, y sería bueno repasar las más notables.
La primera que salta a la vista es que la Tierra está bien ubicada. A una distancia exacta de la estrella que nos tocó en suerte, el Sol. Y menos más que nos tocó el Sol, que no es tan grande, porque si nos hubiera tocado una estrella más grande ya se hubiera consumido, y nosotros, out. También es una suerte que estemos justo a esta distancia del Sol, porque si orbitáramos más cerca ya nos hubiéramos evaporado y si estuviéramos más lejos ya nos hubiéramos congelado. Si la Tierra hubiera estado apenas 5% más lejos o 15% más cerca del Sol, sería inhabitable. El mejor ejemplo es Venus, parecido en composición y tamaño a la Tierra pero un poco más cerca del Sol: se evaporó su agua, su hidrógeno voló al espacio, su oxígeno formó CO2 al unirse al carbono, se formó una atmósfera gaseosa que generó un efecto invernadero y el planeta se sofocó. Y eso sin entrar en detalles sobre el calor que hace ahí y su elevadísima presión atmosférica. Eso es lo que pasa cuando uno está demasiado cerca del Sol. Y si estás un poco más lejos te pasa lo de Marte, que no pudo conservar suficiente energía como para retener una atmósfera razonable y se volvió gélido y desolado.
Pero con la buena ubicación no alcanza. Hay otras ventajas. Por ejemplo, el hecho de que en el interior del paneta haya tanta cantidad de mineral fundido. Ese magma debajo de nuestros pies creó emanaciones de gas que ayudaron a formar una atmósfera. Además, los metales fundidos en el interior de la tierra nos proporcionan un campo magnético que nos protege de la radiación cósmica. Y contribuyen a generar la tectónica de placas, sin la cual el planeta sería un océano solitario, ya que nosotros seguramente no estaríamos allí.
La Luna es otro factor que nos ayuda bastante. Nuestra luna es la más grande en relación al tamaño del planeta al que orbita (el nuestro), y sin su influencia la Tierra se bambolearía de aquí para allá, porque la Luna influye en la gravedad de la Tierra y la estabiliza. Eso, sin embargo, no durará para siempre, ya que la Luna se está alejando de la Tierra a un ritmo de 4 centímetros por año, así que dentro de unos 2.000 millones de años la cosa se va a complicar; por suerte no será problema nuestro, pero vayamos avisando a nuestros nietos, por las dudas.
Además de estas cuestiones mencionadas, parece ser bastante claro que la sucesión de acontecimientos que ocurrieron en la Tierra en los últimos 4.000 millones de años, todos en un orden y secuencia determinados, contribuyeron a nuestra existencia. Si los dinosaurios no hubieran desaparecido en el momento en que lo hicieron, por ejemplo, quizá “nosotros” aún tendríamos cola, mucho más pelo, seríamos bastante más altos y pasaríamos las noches en alguna cueva. Es como que para “desembocar” en esta etapa de existencia ha sido necesaria una sucesión de períodos (las glaciaciones, por ejemplo) de cambios y de estabilidad y nosotros caímos en el lugar preciso y en el momento preciso. Esas cosas pasan, pero no es tan fácil coincidir justito justito.
Los elementos con los que nos tocó (y nos toca) convivir son, claro está, de gran ayuda. El oxígeno, qué duda cabe, está de nuestro lado, lo que es una suerte porque es el elemento más abundante y porque nos es realmente útil. Aquí se ven cosas curiosas, como el hecho de que el carbono ocupe el 15to lugar entre los elementos más abundantes en el planeta, a pesar de lo cual no podríamos vivir sin él (hay cien veces más silicio -es el segundo elemento más abundante en el planeta- que carbono y ni nos enteramos). Nuestro cuerpo se compone sobre todo de oxígeno (65%), carbono (18,5%), hidrógeno (9,5%), nitrógeno (3,2%) y calcio (1,5%). Pero el carbono es tanto esencial como especial porque es promiscuo, no tiene problema en unirse a cualquier átomo que ande por ahí. Y una vez que se une, se une, eh. Y forma cadenas larguísimas de moléculas que construyen proteínas y ADN. Sin el carbono nuestra vida sería imposible, y hay otros elementos que ayudan a mantenerla (hierro, potasio, sodio, calcio, magnesio, zinc…). Ocurre además que el margen de aceptación y tolerancia de nuestro organismo respecto de determinados elementos es bastante estrecho. Necesitamos muy pero muy poco selenio o molibdeno, por ejemplo; y si tuviéramos apenas un poquito de más, moriríamos.
Los elementos son caprichosos, además. El oxígeno y el hidrógeno son altamente combustibles, pero si se unen… forman agua, que es incombustible. El sodio es muy inestable y el cloro es muy tóxico, pero si se unen forman sal común. Además, los elementos tienen que encontrar un medio de incorporarse a nuestro organismo; ser solubles en agua es la mejor manera. Si no llegan a nosotros en el vehículo adecuado, no lo toleramos o directamente nos intoxicamos.
Si alguien llegara a la Tierra desde el espacio exterior, le parecería más que extraño que podamos vivir en una atmósfera compuesta por nitrógeno (un gas que no se combina fácilmente con casi nada) y oxígeno (un gas altamente combustible, dispuesto a explotar sin mayor problema). Pero acá estamos, nosotros y millones de especies más.
Así que la Tierra, que parece tan acogedora, vista de manera imparcial, sin ponernos “de su lado”, no lo es tanto. Ha llegado a ser nuestra anfitriona después de una larga evolución y sucesión de acontecimientos que hicieron posible nuestra relación con ella. Como somos bastante solipsistas, solemos creer que todo eso está destinado a crear nuestra existencia, que todo esto se ha adecuado así exclusivamente para que se desarrollara “nuestra” vida.
Es tentador pensar en esta conjunción de hechos como algo único, extraordinario y hasta profético. Pero quizá los acontecimientos y condiciones que se reunireron para que apareciera la vida en la Tierra no sean tan extraordinarios. Por ahora, eso sí, es lo que hay.