Vincente Minnelli

El cineasta norteamericano Vincente Minnelli, autor de famosísimos dramas, comedias y películas musicales, murió un 25 de julio de 1986, mientras dormía, en su casa de Los Ángeles (California), a los 83 años. Era padre de la explosiva estrella Liza Minnelli, fruto de su tormentoso matrimonio con Judy Garland, extraordinaria actriz e infortunada mujer que llegó a formar, junto a su marido, una pareja legendaria del Hollywood de la plenitud.

La muerte sorprendió a Vincente Minnelli mientras dormía. Detectó la agonía del cineasta su cuarta esposa Lee Anderson, que le hizo trasladar urgentemente al hospital; pero todos los intentos de reanimación del cineasta fueron inútiles. Había muerto. Cuando murió Minnelli, su hija Liza, que había pasado con él los dos últimos días, no se encontraba junto a él. Liza Minnelli había partido, unas horas antes, en un vuelo con rumbo a Paris.

Minnelli, uno de los cineastas más personales del Hollywood de los tiempos dorados, casi siempre ligado profesionalmente a los altos presupuestos de los estudios Metro-Goldwyn-Mayer, dirigió un total de 34 filmes, entre los que destacan algunas obras, musicales de extraordinaria originalidad y vigor, como Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon), con Fred Astaire y Cyd Charisse; Un americano en París (1951), con Gene Kelly y Leslie Caron; Brigadoon (1954), con Gene Kelly y Cyd Charysse, y Gigi (1959), con Leslie Caron y Louis Jourdan.

No menos singulares que sus musicales fueron sus elocuentes y refinados melodramas, obras de gran elegancia y empaque estilístico, como Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952), con Kirk Douglas y Lana Turner; Dos semanas en otra ciudad (Two weeks in other town, 1962), con Kirk Douglas y Edward G. Robinson, y Como un torrente (Some carne running, 19 5 8), con Frank Sinatra, Dean Martin y Shirley MacLaine.

Un tercer apartado memorable de la obra de Vincente Minnelli son sus comedias, todas ellas de ritmo alado y algunas con secuencias verdaderamente antológicas. en los anales de este difícil género. Entre sus más célebres comedias; se encuentran Mi desconfiada esposa (Designing woman, 1957), con Gregory Peck y Lauren Bacall; Adiós, Charlie (Goodbye, Charlie, 1964), con Tony Curtís y Walter Matthau; El noviazgo del padre de Eddie (1963), y El padre de la novia (1950).

Tres de sus obras fueron galardonadas con un total de 16 oscars: Gigi, aun siendo uno de sus musicales menos inspirados, ganó en 1959 nueve de las codiciadas estatuillas, entre ellas las de la mejor película y mejor dirección; ocho años antes, Un americano en París obtuvo seis oscars, y en 1957,El loco del pelo rojo (Lust for life), que relata la atormentada vida del pintor holandés Vincent van Gogh, interpretado por Kirk Douglas y con Anthony Quinn en el papel de Paul Gaugín, obtuvo asimismo un oscar.

Minnelli rodó su último filme en 1977: Nina, que obtuvo poca resonancia, fue protagonizada por su hija Liza Minnelli, con Ingrid Bergman y Charles Boyer en otros papeles principales. Fue la muestra de su definitiva decadencia profesional. Desde entonces, el cineasta sobrevivió como una reliquia viviente de la edad dorada del cine norteamericano.

Se casó Minnelli con Judy Ganland en 1945. De ella se divorció en 1961. Volvió a casarse con la italiana Georgette Magnani, con la que tuvo una hija. Más tarde contrajo nuevo matrimonio con la yugoslava Denis Gigante, y, por último, con la periodista Lee Anderson, que fue quien estuvo a su lado en el momento de la muerte.

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El último alquimista

Hollywood echó a patadas de sus nóminas a quienes osaron imprimir, sobre los raseros de uniformidad del estilo de los estudios, un estilo personal, no compatible, propio. Los traseros de Erich von Stroheim, Orson Welles y Nicholas Ray, entre otros, no pueden ya enseñarnos los moretones de aquellas patadas, pero hay memoria de ellos en su obra segada y en su exilio a los basureros del Edén a que ésta les condujo.¿Por qué, en cambio, la bota de los gendarmes Mayer, Zanuck y O”SeIznick se hizo mano acariciadora sobre las costillas de Vincente Minnelli, cuando la pasión de éste por el estilo personal no fue menos aguda que la, de aquéllos?

Atribuir este trato de favor, que le llevó a la consideración de niño mimado, de autor consentido allí donde la autoría era delito profesional, tan sólo a su carácter de virtuoso de la escoba y la levita no basta. Minnelli era un tipo agrio cuando miraba hacia abajo y acaramelado cuando miraba hacia arriba, pero siguen sin bastar estas sus buenas dotes de meloso diplomático de empresa para explicar el enigma de su condición de estilista intocable por las toscas garras del león de la Metro.

Es cierto que estas garras eran, a la hora del reparto, agilísimas contadoras de billetes de 1.000 dólares y que algunas películas de Minnelli produjeron incontables fajos de ellos. Pero también es cierto que otras fueron ruinosas y se le perdonaron. Experto en las artes de la combinación de la cal con la arena, era Minnelli un administrador exquisito de sus exquisiteces, y sabía dar a sus jefes sal gorda a tiempo de que éstos se olvidaran de la sal fina que se pro ponía darles a continuación.

Barro, oro; bazofia, caviar

Pero tampoco esta habilidad de trepador de empresa basta para explicar el porqué de su tan pronunciado estilo. Hay en el fondo de éste una coherencia que conduce a la idea de que Minnelli elaboró siempre sus películas con idéntica óptica mental. Su mirada tenía la peculiaridad, sorprendente en su medio, de una suicida seguridad en sí misma, que no tiene más remedio que ser una clave de ese su enigma.

James Agee, Joseph McBride, Peter Bogdanovich y Andrew Sarris, los más sagaces analistas críticos que ha tenido el cine norteamericano en su propio terreno, coincidieron en que la seguridad en sí mismo de Minnelli procedía de su firme convicción de que lo único que importaba era su mirada, de su idea de que, en frase de Sarris, “el estilo puede trascender la sustancia”. De ahí su obsesión por la idea de que hay un sello del creador, una huella de su pisada que se mantiene intacta incluso sobre los estercoleros: lo que él llamó en Cautivos del mal “el sello de Shields”, la marca formal del genio, indestructible incluso sobre las materias más groseras.

Ésa es la razón por la que Minnelli recibía los guiones de melodramones tan infames como Con él llegó el escándalo, Cómo un torrente, El loco del pelo rojo, o los de las comedias de tan atroz cursilería como El padre de la novia, El padre es abuelo o El noviazgo del padre de Eddie, con el mismo alborozo con que leía los magistrales libretos de, Cautivos del mal o Mi desconfiada esposa. En el fondo, le era igual. Su genio narrativo se sentía por encima de lo narrado por él. Era su mentalidad ególatra la de un ennoblecedor de cosas innobles, la de un alquimista de las leyes de la. imaginación: se creía capaz de: convertir el barro en oro, o de nuevo la sosa cáustica de Sarris- la bazofia en caviar.

Lo pasmoso era que a veces lo conseguía. Y de tan mediocres historias como la de Como un torrente, por poner un solo ejemplo, extrajo escenas de cumbre. De ahí también que la plenitud la alcanzara en películas musicales como The band wagon, un prodigio: el milagro de una mirada genesiaca, capaz de crear belleza de la nada de atestar con cine genial el vacío que ocupaban sus retinas.

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