Cuando en 1914 agonizaba Roque Sáenz Peña, el último presidente electo del régimen oligárquico, el entonces diputado socialista Alfredo Palacios se apresuró a advertir: “Quiero significar mi protesta contra un viejo régimen que se insinúa y revolotea como ave agorera, alrededor del lecho de un enfermo”. Socialistas y radicales observaban entonces con preocupación las maniobras de los dirigentes de viejo cuño tendientes a evitar lo inevitable: que continuara el camino de la reforma política iniciado en 1912, que establecía el voto universal, masculino, secreto y obligatorio, que permitiría el ascenso del líder popular Hipólito Yrigoyen al sillón presidencial. En este contexto, asumió interinamente la dirección del país el vicepresidente Victorino de la Plaza.
De la Plaza había nacido en Salta el 2 de noviembre de 1840. De una familia no precisamente adinerada, viajó de joven a Entre Ríos para tomar instrucción en las escuelas de Urquiza y, con posterioridad, se dirigió a Buenos Aires para estudiar Derecho. Llegó a ser capitán de artillería por su participación en la Guerra del Paraguay y, más tarde, también durante la presidencia de Sarmiento, fue nombrado secretario del ministro de Interior, Dalmasio Vélez Sarsfield. Luego fue Procurador del Tesoro y su carrera política continuó como ministro de Hacienda del presidente Nicolás Avellaneda; como interventor en Corrientes, en 1878; como diputado, en los primeros años de la década de 1880; y luego como ministro de Relaciones Exteriores en el primer gobierno de Julio A. Roca. Al finalizar el siglo XIX, Victorino de la Plaza era un hombre del “régimen”, y, en tal sentido, su nombre empezó a ser mencionado para ocupar la máxima magistratura.
Finalmente, en 1910, proclamado por la Unión Nacional, secundó a Roque Sáenz Peña en la fórmula presidencial. Ejerció la presidencia desde octubre de 1913, cuando Sáenz Peña pidió licencia por enfermedad, y la asumió definitivamente en agosto de 1914. Era un hombre del antipopular régimen que moría, que en términos económicos definió a la Argentina como “el granero del mundo”; sin embargo, aseguró que mantendría el rumbo de la reforma electoral y lo cumplió. Poco después, cuando regresaba de Córdoba por un acto por el 50 aniversario del Código Civil, sufriría una descompensación cardíaca, falleciendo días después, en la madrugada del 2 de octubre 1919.