Cabe preguntarse: ¿Fue Luis XVII rescatado de la prisión? Resulta poco probable. Sustraerlo hubiese requerido una enorme confabulación y el clima revolucionario no estaba para esas fantasías. Además, de haber logrado ese objetivo, ¿por qué ocultarlo? Recuperar al rey de Francia hubiese sido una gran victoria y un estímulo para continuar la lucha promonárquica.
La señora de Simon, una vez que su marido fuera decapitado, había caído en un estado depresivo. Terminó sus días en un hospital, cuyo nombre era de por sí depresivo: Hôpital des incurables. Durante su permanencia en el manicomio, contó cómo ella y su marido habían ayudado a escapar al rey en una bolsa de ropa para lavar. Quizás, de esta forma, la antigua carcelera quería expiar sus culpas revolucionarias. Remataba el cuento aseverando que Luis XVII –disfrazado– había ido a visitarla al mismo hospicio que la albergaba. Interrogada por la policía sobre tan insólita aseveración, se desdijo varias veces pero, cada vez que volvía al hospital, retomaba la versión original.
La misma princesa de Angulema recordaba que, el 19 de enero de 1791, había escuchado ruidos que provenían del piso donde estaba su hermano. Después de esa noche, todo fue silencio. Por años, la princesa sospechó que su hermano no había muerto en la prisión. El silencio del pequeño sans culotte, ex monarca de Francia, era muy sugestivo. Hasta ese día, su hermana lo había escuchado cantar esas marchas ofensivas. ¿Por qué ese abrupto silencio cuando desapareció el carcelero Simon?
En 1801, mientras unos convictos cultivaban un huerto en la prisión del Temple, encontraron el cadáver de un niño. El general d’Andigné, uno de estos prisioneros, pensó que eran los huesos de Luis XVII, el único niño que había estado preso en esa cárcel. Un entierro clandestino, en una prisión de máxima seguridad, se prestaba a muchas suspicacias. ¿Era el rey o un impostor? El cadáver desapareció, pero muchos juraron haberlo visto.
Por años se barajaron distintas hipótesis: testimonios encontrados de los carceleros, versiones contradictorias y no menos de cien impostores que pretendían quedarse con la corona de Francia.
A pesar de haber sido enterrado en el cementerio de Santa Margarita, en una tumba sin nombre, la esposa del enterrador se ofreció a mostrar dónde estaba lo que quedaba del supuesto Delfín, pero Luis XVIII, tío del difunto rey de Francia, se negó a continuar la búsqueda. Era mejor dejar las cosas como estaban, pero el cura párroco de Santa Margarita tenía otras ideas. En 1846, con la excusa de agrandar la capilla, desenterró un ataúd de plomo hecho para un adolescente. Al abrirlo, se encontró con un cráneo que había sido trepanado, tal como había procedido el doctor Pelletan durante la autopsia. Para más señas, las rodillas mostraban signos de haber sufrido un proceso infeccioso. ¿Era este el rey? Nuevas dudas. El esqueleto del joven en cuestión parecía tener más de 16 años y además le faltaban algunos huesos. ¿Pertenecían todos a la misma persona? El párroco, muy expeditivo, cerró el cajón, le puso una placa en la que afirmaba que este era Luis XVII (o lo que quedaba de él) y lo volvió a enterrar en el mismo lugar.
Durante cincuenta años más continuó el misterio del cadáver de Santa Margarita, hasta que en 1894 un grupo de especialistas tuvo oportunidad de examinar el esqueleto. Efectivamente, el joven en cuestión tenía más de 16 años, era más alto que lo que se decía del Delfín y, sobre todo, la trepanación no había sido hecha a la altura de las órbitas, como afirmaba Pelletan, sino al medio del frontal. Al parecer este no era el Delfín, ¿o sí?
Ahora bien, recordemos que el doctor Pelletan se había quedado con el corazón del niño durante la autopsia en la prisión y, a su criterio, no existía duda alguna de que este pertenecía a Luis XVII. Este conservó el corazón en alcohol y solamente se lo mostró a su discípulo, el doctor Tillus. No eran épocas para hacer manifestaciones políticas y prefirió mantenerlo a escondidas. Hacia 1810, Pelletan se percató de que le faltaba el corazón del Delfín. ¿Dónde estaba este corazón real? El único que sabía de él era Tillus. ¡Ese desgraciado! Fue entonces a visitar a su ex discípulo. para enterarse de que había muerto de tuberculosis («¡Qué suerte! —habrá pensado el doctor—. Porque sino lo mataba yo»). Como bien sospechaba, la viuda de Tillus, entre sollozos y excusas, le devolvió el corazón del rey. Pelletan lo reconoció como tal, y feliz volvió a su casa.
Finalizada la aventura napoleónica de los Cien Días, nuevos vientos monárquicos soplaban sobre Francia. Todo hacía pensar que los Borbones habían vuelto para siempre. Pelletan intentó devolver el corazón del Delfín al nuevo monarca, Luis XVIII, pero este era muy reticente a expedirse sobre cualquier tema relacionado con su sobrino y no quiso saber nada con Pelletan, al que además sus colegas acusaban de bonapartista (¡Ay, estos celos profesionales!).
A Luis xviii lo siguió Carlos x. Una vez más, Pelletan insistió ante el nuevo monarca para devolver el corazón del Delfín. El arzobispo de París, monseñor Quelen, se ofreció como intermediario a fin de gestionar la devolución de la parte del nunca ungido rey a sus parientes, pero se cernía sobre él una impensada desgracia.
Durante la revolución de 1830, una turba enfurecida entró al palacio del obispo, destruyó el edificio y se llevó todo lo que este contenía, incluido el corazón del desdichado Louis Charles. Por suerte, uno de los revoltosos, que se había llevado los papeles de Pelletan, se dio cuenta de la barbaridad que habían hecho. (Bueno, digamos que se percató de una de las barbaridades que habían cometido). Contactó al doctor Pelletan (hijo, ya que el padre había muerto) para que lo asistiera en la búsqueda del corazón de Luis xvii entre las ruinas del lugar. El joven médico y el revoltoso arrepentido fueron al palacio del arzobispado a buscar el músculo cardíaco perdido. Curiosamente lo pudieron reencontrar, ya que debió haber sido, según se dice vulgarmente, como buscar una aguja en un pajar. ¿Era ese el corazón del Delfín? ¿Estaban seguros de que así fuera? Según Pelletan (hijo), no había dudas al respecto. ¿Cómo podía estar tan seguro?
Nuevamente quedó la inquieta víscera en posesión de los Pelletan, hasta que decidieron entregarlo al miembro más cercano de la familia real, don Carlos, duque de Madrid, quien aceptó la reliquia de su pariente al cumplirse cien años de la muerte del Delfín. Este lo guardó en el palacio de los Borbones, en Frohsdorf, junto a otros tesoros de la familia, como el echarpe manchado con la sangre de María Antonieta.
Al final, el corazón del nunca ungido rey de Francia fue entregado por las hijas de don Carlos para ser puesto en el lugar donde hubiese terminado sus días: la basílica de Saint-Denis. Allí fue enterrado cerca de sus padres. ¡Por fin la familia unida! ¿O no?
El siglo XX trajo los recursos técnicos para saber de una vez por todas si ese era el Delfín o un sustituto y si alguno de los pretendientes era quien decía ser. Con la prueba de Adn se «acabaron los piolas», ya no había lugar para embaucadores, delirantes, falsos herederos o hijos ilegítimos, esta prueba sería la solución a todos los problemas… o casi.
El Adn es la sucesión de ácidos nucleicos que encierra nuestro código genético. Hay dos tipos, uno nuclear y otro mitocondrial, la organella que producen la energía de las células. El Adn nuclear proviene mitad del padre y mitad de la madre, mientras que el mitocondrial deriva solo de la madre, porque está en el citoplasma del óvulo, estructura que recibimos exclusivamente de nuestra progenitora. La prueba del Adn mitocondrial es más fácil de realizar y más certera pues, como todos sabemos, madre hay una sola, pero padres…
En 1995, los doctores Petris y Boirg decidieron dilucidar este problema de filiación para siempre (o al menos era lo que ellos creían). Buscaron los cabellos que la reina había cedido a sus admiradores antes de haber sido guillotinada y los restos de dos descendientes del lado materno (no es que tuviesen dudas de que el Delfín fuese hijo de Luis xvi, pero bueno… nunca se sabe).
Ante todo, los descendientes de la familia del autotitulado Luis XVII quisieron saber si el pretendiente Naundorff era quien decía ser. Y no lo era. Sin lugar a dudas, Naundorff era un impostor, como muchos sospechaban. Su único mérito consistió en haber sido perseverante.
En 1998 le tocó el turno al corazón que había reencontrado el hijo del doctor Pelletan ¿Era o no el Delfín? Los resultados demostraron a las claras que el Adn de este corazón era compatible con el de María Antonieta y el de sus hermanas. Luis XVII, después de tantas dudas, había muerto en la prisión del Temple. ¿Era realmente así?
Bueno, lo que la prueba demostró es que este era el corazón de un joven emparentado con la emperatriz María Teresa de Austria. Esta prolífica reina tuvo diesciséis hijos, entre ellos, once mujeres, que se casaron con varios miembros de la realeza europea. Después de todo, una madre de diesciséis hijos es un signo indiscutible de fertilidad (en realidad, es discutible, pero ese es otro tema). Justamente eso era lo que querían las familias reales: mujeres prolíficas para tener hijos y así asegurar la descendencia, casándolos entre primos para mantener la pureza de la sangre (aunque los descendientes fueran unos idiotas –detalle menor en un gobernante, ¿no es así?–).
El problema se suscitó cuando, en 1830, una turba desenfrenada invadió el palacio arzobispal de París y destruyó todo a su paso. Estudiando los contenidos de la biblioteca del arzobispo, los investigadores descubrieron que este tenía otros corazones reales. Es más, y para hacer todo más complicado, al lado del de Luis XVII, estaba el corazón de su hermano mayor Louis Joseph Xavier François, muerto el 4 de junio de 1789. El destino había querido que los corazones de estos dos hermanos, que casi no se habían conocido en vida, tuviesen este impensado encuentro póstumo.
Después de muerto Louis Joseph, su corazón había sido embalsamado y enviado, como era costumbre, a Val-de-Grâce[1], sitio donde se cultivaba la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y donde muchos miembros de la alta nobleza francesa habían dejado el suyo. Cincuenta y dos de ellos se exhibían en ese templo, siguiendo la tradición iniciada por Ana de Austria en 1666.
El furor de la revolución de 1789 los alcanzó a todos. Según se consigna en varios documentos, el corazón del príncipe fue echado a las llamas en la Place de Grève. En esa oportunidad, un tal Legoy dijo haberlo salvado del fuego y entregado más tarde a Luis XVIII, quien envió el corazón de uno de sus sobrinos a Saint-Denis. Sin embargo, en 1999, no se halló en la basílica registro alguno del ingreso de este corazón del príncipe, supuestamente entregado ciento cincuenta años antes. Otros sostienen que el corazón fue a manos del arzobispado de París y allí se encontraba junto al de su hermano cuando ocurrió la revolución de 1830. ¿Cuál encontró Pelletan? ¿El de Louis Charles o el de su hermano Louis Joseph? Para el doctor (hijo) no había dudas: el corazón que había recogido era el que su padre le había mostrado, aunque no sabía del otro principesco que en mucho se le parecía ¿Se habría confundido el doctor Pelletan? Algunos testimonios sostienen que la turba de 1830 tiró al Sena el corazón de Luis XVII. ¿O era el de su hermano Louis Joseph?
Otra posibilidad para considerar es que, mientras estaba el corazón de Luis xvii junto a la bufanda de su madre, en el castillo de Frohsdorf, se hubiesen confundido y enviado otro de los muchos corazones borbones allí atesorados. Al fin y al cabo, todos los corazones disecados se parecen, ¿no?[2]
Para embrollar un poquito más las cosas, se dice que, en ese castillo, con fecha anterior a la llegada del corazón del prisionero del Temple, existía otro corazón de un Luis xvii de Francia. ¿Era Louis Joseph, mal rotulado? ¿Cómo llegó allí desde el palacio del arzobispado en París? Es algo que nadie puede explicar.
Lo cierto es que tenemos a un niño que calló misteriosamente y murió abruptamente de tuberculosis. Tenemos un joven prisionero que no parecía ser quien era, y muertos que no eran lo que parecían. Tenemos el cadáver de un niño enterrado en una prisión de alta seguridad, donde hubo un solo niño encerrado, que teóricamente fue sepultado en otro lado, sin que se sepa dónde y cómo. Tenemos impostores que reclamaban el reino de Francia, y por fin, tenemos dos corazones de hermanos, que apenas se conocieron y que, por una oscura fuerza del destino, se encontraron cuarenta años después de muertos en un palacio arzobispal saqueado por una turba enfurecida, semejante a la multitud que años antes había presenciado la muerte de sus padres.
La historia no ha terminado. La última versión no se ha escrito. ¿Quién sabe qué nuevas sorpresas nos deparará la historia de este monarca que jamás reinó?
[1]. Actualmente, la iglesia Val-de-Grâce está en un hospital de París, donde se encuentra un museo de Medicina militar. En el lugar donde estuvieron los corazones de la realeza, hoy se encuentra un magnifico órgano.
[2]. Al parecer, el corazón de Luis Joseph está embalsamado y el de Louis Charles –o Luis XVII– conservado en alcohol. El enviado a Saint-Denis estaba en alcohol.