El príncipe Louis Charles, segundo hijo varón de Luis XVI de Francia con María Antonieta de Austria, tenía tan solo 4 años cuando una multitud furiosa tomó la Bastilla para liberar a seis presos considerados políticos (pero de innegables antecedentes criminales ya que, de ellos, cuatro eran reconocidos estafadores y los otros dos eran nobles condenados por conductas inmorales). Desde entonces, la cálida vida familiar que caracterizaba los días del buen rey burgués, llegó a su fin. Luis XVI dejó de ser el tranquilo caballero con gusto por la relojería y la carpintería que asistía a las clases de su hijo, cuando una turba exaltada condujo a la familia real hasta París desde su amado Versailles. Louis Charles tenía solo 6 años cuando el rey y los suyos, vestidos como simples burgueses, intentaron escapar de las Tullerías hacia Alemania. Podrían haber llegado a esa ansiada libertad, a pesar del arresto en Varennes por las guardias nacionales. El duque de Choiseul le ofreció a Luis XVI defenderlo con sus húsares, pero el rey se opuso. Esa actitud solo derramaría más sangre de franceses y él no deseaba esa suerte para sus súbditos.
Sería su sangre la que correría bajo la guillotina.
Para evitar otro intento de escape, la familia real quedó detenida en la tétrica prisión del Temple, un antiguo castillo templario.
El rey albergaba la esperanza de que las tropas austríacas de María Teresa (madre de María Antonieta) pudiesen llegar a París para liberarlos. El conde Fersen, reconocido amante sueco de María Antonieta, intentó convencerlos de huir hacia Normandía, pero Luis xvi aún confiaba en la justicia de su país y allí se quedó la familia real a esperar su suerte.
Cuando el Ejército prusiano venció a las tropas revolucionarias en Verdún, una masa enloquecida asesinó a la princesa de Lamballe, dama de compañía de la reina. No solo la asesinaron, sino que arrojaron sus entrañas a los perros y unos fanáticos revolucionarios cocinaron el corazón principesco para comérselo. Finalmente llevaron la cabeza de Lamballe al coiffeur para peinarla antes de presentársela a María Antonieta quien, desde una estrecha ventana de la prisión, contempló el rostro desencajado de su amiga clavado en una pica. Poca clemencia podían esperar los monarcas de su pueblo.
En septiembre de 1792, la Asamblea Nacional Constituyente declaró a Francia una nación republicana. Los carceleros le comunicaron a la familia real que, de ahora en más, se convertían en los ciudadanos Capeto y, como tal, sería el ex rey juzgado por traición. El 20 de Enero de 1793, Luis XVI vio a su hijo por última vez. Le hizo jurar que jamás vengaría su muerte. “Pueda mi sangre cimentar la felicidad de Francia”, gritó el rey antes que el redoble de los tambores ahogara su voz para siempre. Pocos días después, cuando al Delfín le fue permitido ver a su madre María Antonieta, con gran dignidad, esta le comunicó que su padre había fallecido y que él sería de allí en más el nuevo Luis XVII de Francia.
La noche del 3 de julio de 1793, seis guardias se llevaron al nuevo rey del lado de María Antonieta y lo encerraron en el segundo piso de la prisión, en los mismos aposentos que había ocupado su padre. Allí conoció a quien sería su nuevo tutor, Antoine Simon. La idea de la Junta Revolucionaria era borrar del joven toda idea de privilegio aristocrático y, a tal fin, fue puesto bajo las órdenes del tal Simon. Poco podía enseñarle el nuevo tutor al joven ciudadano Capeto más que groserías, ya que era analfabeto. Al poco tiempo, gracias al esfuerzo docente del tutor, Luis XVII conocía todas las canciones revolucionarias -incluida La Marsellesa– que cantaba a viva voz, para espanto de su madre y su hermana.
No terminaba allí el proceso educativo, ya que el joven ex monarca no tardó mucho en insultar como un carrero y ostentar los modales propios de un tabernero (no es que tengamos algo personal contra los taberneros, pero siempre en las películas hacen de maleducados). En resumen, el Delfín se convirtió en un perfecto sans culotte.
Aunque cada tanto Simon castigaba al pequeño, con el tiempo fueron tomándose mutuo afecto y este le concedió a Louis Charles algunas libertades, como la de jugar con los hijos de los carceleros y hasta la de tener un perro. Todo parecía indicar que así continuarían los días, pero el destino le tenía reservado al joven rey una última perfidia: le hicieron firmar una declaración en la que acusaba a su madre de incesto. En un testimonio, presuntamente escrito por el Delfín, bajo los efectos del alcohol, relataba cómo su madre y su tía le enseñaban a masturbarse y otras prácticas reñidas con la moral y las buenas costumbres. Este certificado, agregado a los múltiples cargos que pesaban sobre la reina, terminaron conduciéndola al patíbulo. Mientras caía su cabeza bajo el filo de la Revolución, su hijo jugaba billar con sus captores. Louis jamás volvió a preguntar por su madre.
Por meses vivió el ciudadano Capeto en relativa armonía con sus tutores republicanos. Entonces, su ambición en la vida era ser zapatero como Simon, pero hubo un brusco cambio de planes y este fue alejado del niño. Luis XVII fue encerrado en la antigua habitación donde su padre había pasado sus últimos días, confinado en soledad y absoluta oscuridad. Una vez por día se abría la puerta para entregarle comida, gritándole: “Capeto, ¿estás dormido? Hijo de una raza de monstruos, ¡levántate!”. Un silencio sepulcral lo rodeaba. Su hermana, que aun vivía en el piso de abajo, no lo volvió a escuchar cantar La Marsellesa.
Nuevos tiempos se avecinaban. El terror había finalizado con más terror. Robespierre había sufrido la misma suerte a la que a tantos había condenado. Simon, el antiguo tutor, tan jacobino como su ex jefe, había muerto bajo la misma guillotina. El nuevo hombre fuerte de Francia era el general Barras, que había escuchado los rumores sobre la liberación de los Capeto por parte de los monárquicos. Este en persona fue a cerciorarse de qué pasaba con el joven rey. Al entrar a la habitación no pudo menos que indignarse. Allí estaba Luis xvii, en harapos, casi desnudo, débil, atormentado y acurrucado en una cama de la que no salía por miedo a las ratas que todo lo invadían. El cuarto olía a excrementos acumulados por meses. Barras le preguntó al niño qué le dolía. El Delfín, sin hablar, solo atinó a señalarse las rodillas hinchadas. Ya no podía caminar. Barras dio órdenes para su cuidado y de mejorar inmediatamente sus condiciones de higiene y salud.
El doctor Harmand fue designado médico del joven, que presentaba un estado lamentable. A las preguntas que el médico le formuló, Louis Charles no respondió. Entendía lo que le decían, cumplía las ordenes, pero no hablaba. ¿Había sido reemplazado el rey? En París comenzó a rumoriarse que el nunca ungido rey de Francia no estaba más en esta prisión y había huido con la ayuda de fervientes monárquicos.
Hacia 1795 informaron que el prisionero estaba muy enfermo. Esta vez fue visitado por el doctor Pierre Joseph Desault (médico del célebre Hôtel-Dieu, anatomista de fuste), quién comenzó a tratarlo por un cuadro de tuberculosis. El niño mejoró, pero Desault estaba convencido de que ese no era el Delfín. Había conocido de niño a Louis Charles cuando lo paseaban por los jardines de las Tullerías, para ser admirado por sus súbditos, y ese no podía ser el niño que había conocido. No, definitivamente “eso” no podía ser el Delfín. Sin embargo, le fue imposible profundizar sobre el tema, porque el buen doctor murió envenenado el 1 de julio de 1795. Inmediatamente fue reemplazado por el doctor Philippe Jean Pelletan -cirujano en jefe del Hôpitel d´Humanité y compañero del famoso doctor Dupuytren-. El jovencito que examinó Pelletan tenía hinchado el abdomen y padecía diarreas crónicas. El doctor dio las indicaciones del caso sin mucha esperanza; el pésimo estado de salud del niño hacía esperar un pronto desenlace fatal. Louis Charles, el nunca ungido Luis XVII, murió el 8 de Julio en brazos de sus carceleros.
Las autoridades ordenaron mantener esta muerte en estricto secreto, a punto tal que el mismo doctor Pelletan fue encerrado en la prisión del Temple, para no quebrar el pacto de silencio. Poco después fue liberado bajo juramento de confidencialidad. Volvió con otros tres colegas para hacer la autopsia del cadáver. La mayor parte del trabajo la hizo Pelletan, porque los aires de la habitación se hacían irrespirables y, con esa excusa, sus colegas se ausentaban frecuentemente. En un momento en que nadie lo veía, Pelletan se guardó el corazón del supuesto Luis XVII.
Los médicos llegaron a la conclusión de que el Delfín (o quienquiera que fuera) había muerto de tuberculosis gastrointestinal, con abscesos en las rodillas, alteraciones en la columna vertebral (que le formaba una giba) y una pleuresía. Al día siguiente, el que hubiese sido rey de Francia, fue enterrado sin ceremonias en una fosa común del cementerio de Santa Margarita.