Como suele suceder, para que un fanático despliegue todo su potencial dañino es necesario que reciba el impulso y la venia de los poderosos y que haya un marco político en el que sus instintos “purificadores” y violentos resulten de utilidad para los ostentan el poder. Ese marco político estuvo dado por el matrimonio de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (llamados luego “los reyes católicos”), que unieron el reino de Castilla con el reino de Aragón, constituyendo así el inicio del Reino de España.
Durante la estancia de la reina Isabel I de Castilla en Sevilla entre 1477 y 1478, el dominico sevillano Alonso de Ojeda, prior del convento de San Pablo, la convenció de la existencia “de prácticas judías” entre los “conversos” andaluces. Los reyes católicos querían fortalecer la integración de sus reinos en torno a la fe cristiana como respaldo del Estado, eliminando para eso a los judíos conversos; también hay que decir que querían aumentar la recaudación (una de las medidas que se tomaban con los procesados por la Inquisición era la confiscación de sus bienes).
Para lograr sus objetivos, los reyes católicos decidieron que se introdujera la Inquisición en Castilla, y pidieron al papa Sixto IV su consentimiento. El papa promulgó entonces en noviembre de 1478 una bula “a medida” en la que quedaba constituida la Inquisición para la Corona de Castilla, permitiendo además que los monarcas pudieran nombrar a los inquisidores; dos años después serían nombrados los primeros inquisidores de Castilla, Miguel de Morillo y Juan de San Martín.
La Inquisición en la Corona de Castilla avanzó rápidamente. Establecer la Inquisición en la Corona de Aragón fue más difícil; Fernando no se llevaba bien con el papa, que había promulgado una segunda bula prohibiendo que la Inquisición se extendiese a Aragón (pero no suspendió la de Castilla, se ve que no quería tener problemas con la reina). En esta bula, el papa reprobaba la labor del tribunal inquisitorial (que él mismo había aprobado), afirmando que “muchos verdaderos y fieles cristianos, por culpa del testimonio de enemigos, rivales, esclavos y otras personas de baja calaña, sin prueba alguna, han sido encerradas en prisiones, torturadas y condenadas como herejes, privadas de sus bienes y propiedades, y entregadas para ser ejecutadas, con peligro de sus almas (ups), dando un mal ejemplo (?!?) y causando escándalo a muchos” (no se sabe qué esperaría el papa que ocurriera, pero se ve que no salió como esperaba). A Fernando no le gustó nada esa nueva bula y presionó al papa, que se nota que era permeable a las presiones, ya que no sólo suspendió esa bula sino que promulgó otra (la tercera sobre este asunto) en 1483, nombrando (a pedido de la reina) a Tomás de Torquemada inquisidor de Castilla, Aragón, Valencia y Cataluña. Es decir, Inquisidor General. Con este nombramiento la Inquisición se convertía en la única institución con autoridad en todos los reinos de la monarquía hispánica.
Para entonces, Tomás de Torquemada tenía casi 63 años. Procedía de una influyente familia de judíos establecidos en Castilla que se habían convertido al cristianismo dos generaciones atrás. En aquella época, los hijos de muchos de los conversos acababan ingresando en el clero como demostración del compromiso con su nueva religión. Ese fue el caso del tío del Inquisidor, el judío converso Juan de Torquemada, luego cardenal, teólogo y prior de los dominicos de Valladolid, que se encargó personalmente de la educación de su sobrino Tomás.
Tomás de Torquemada había nacido en el seno de una noble familia castellana en octubre de 1420. Algunas fuentes dicen que nació en Valladolid, otras dicen que nació en Torquemada, Palencia. Ingresó joven en la Iglesia como miembro de la orden de los dominicos, en el convento de San Pablo, en Valladolid. A mediados de la década de los 70 fue nombrado prior del convento de Santa Cruz, en Segovia, en el que impuso la regla dominica “prudencia, rectitud y santidad” en forma estricta. Si bien suele describirse a Torquemada como “un hombre místico, despegado de las contingencias de este mundo, muy estricto tanto consigo como con los demás, e incorruptible”, su nombramiento de prior demostró que había una tentación contra la que no sabía resistirse: la del poder. Un poder que le permitiera llevar a cabo las aspiraciones de su fanatismo religioso.
Por entonces, la ciudad de Segovia se había convertido en el bastión político de la reina Isabel, y Torquemada se convirtió en el confesor del secretario y tesorero de la reina. La constante presión que sufría la comunidad judía, que derivó en la “conversión” al cristianismo de casi la mitad de los 400.000 judíos que habitaban en España, espoleó la obsesión de Tomás por lograr la pureza religiosa. Muchos de los judíos se “convertían” más por miedo que por fe y su cristianismo era, digamos, poco ortodoxo, a veces directamente fingido. Además, la envidia y codicia de muchos cristianos buscaba cualquier defecto en los “nuevos cristianos”, además de hostigar a los judíos que aún no se habían convertido.
Luego de la mencionada tercera bula, los judíos pasaron a sufrir una doble presión. Los convertidos corrían el riesgo de caer en manos de la Inquisición y los que seguían siendo judíos sufrían, además de ese riesgo, la violencia de los cristianos. Mientras tanto, Torquemada ya se había convertido en el confesor de la reina y su opinión tenía un peso decisivo sobre ella. Así, terminaron nombrándolo Inquisidor General. Bah, formalmente lo nombró el papa, como vimos, pero a pedido de la reina.
La misión que los reyes encargaron a un hombre tan riguroso como Torquemada era la de definir los objetivos y organizar los métodos de la nueva Inquisición. Torquemada fue implacble y hasta se atrevía a amonestar a los reyes católicos; no tuvo empacho, enterado en una ocasión de las ofertas económicas que hacían los conversos para evitar su persecución, en presentarse ante los reyes con un crucifijo e intimarlos: “Señores, aquí traigo a Jesucristo, a quien Judas vendió por 30 dineros y lo entregó a sus perseguidores; si os parece bien, vendedle vosotros por más precio y entregadle a sus enemigos. En ese caso yo me desligo de este oficio”. Y dejándoles el crucifijo abandonó el palacio. Para evitar la propagación de las herejías, Torquemada, al igual que se hacía en toda Europa, promovió la quema de literatura no católica, en particular bibliotecas judías y árabes; no tenía consideración por nadie ni atendía ningún atenuante.
Inicialmente, la Inquisición se limitó a las diócesis de Sevilla y Córdoba, donde se sospechaba que estaba el foco de judíos conversos. El primer “auto de fe” se produjo en Sevilla en febrero de 1481, donde fueron quemados vivos seis detenidos acusados de judeoconversos. Y a partir de ahí la Inquisición se extendió rápidamente a toda España.
Torquemada declamaba la necesidad de ser estricto y austero. Sin embargo, y a pesar de que rehusó el arzobispado de Sevilla, vivió en lujosos palacios donde fue atendido por numerosos criados. Acumuló asimismo una gran fortuna que procedía en parte de los bienes confiscados a los herejes, bienes que donó a parientes y allegados y a los monasterios de Santa Cruz de Segovia y SantoTomás de Ávila.
En 1484 Torquemada redactó el reglamento común que debía guiar las acciones de los inquisidores, y en 1492 fue el autor intelectual del Edicto de Granada, que ordenó la proscripción de todos los judíos de España.
Durante los diez años en los que Torquemada estuvo al frente del “Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición” hubo más de tres mil ejecuciones y un número varias veces superior de encarcelamientos, confiscaciones, torturas y degradaciones públicas. Las decisiones de Torquemada le acabaron acarreando enemistades de todo tipo, y debido a su temor a posibles atentados, los reyes le concedieron una escolta para que le acompañase durante sus viajes.
Durante sus últimos años Torquemada fue perdiendo paulatinamente el favor real; en la corte corría el rumor de que parecía querer controlarlo todo. Las quejas contra él acabaron llegando a Roma y el papa Alejandro VI nombró a cuatro inquisidores más con atribuciones similares a las de Torquemada, con la excusa de la avanzada edad del mismo (le serrucharon el piso, digamos). En 1493 se retiró al convento de Santo Tomás de Ávila, en el que falleció en 1498.