El 30 de abril de 1945 Hitler se suicidó y la contienda llegó a su fin. El trofeo de guerra más preciado, además de las indemnizaciones, fue el pago que se hizo en mano de obra y “materia gris”. Aunque este tema no estaba expresamente escrito en el acuerdo de Potsdam, se encontraba en el espíritu de los Aliados. Muchos de ellos eran admiradores de la cultura germana antes de la guerra y durante la contienda los alemanes habían demostrado su habilidad tecnológica y estratégica.
La Operación Paperclip tenía la misión de reclutar a los científicos que podían servir a los Estados Unidos en caso de una hipotética tercera guerra mundial, que en opinión de muchos era inevitable. Lo que siguió fue un prolongado enfrentamiento espasmódico, de espías, amenazas y contiendas armadas que no tuvieron las dimensiones que habían tenido durante la guerra que acababa de terminar. Nadie podía tolerar otra sangría como la que habían vivido. La Guerra Fría fue una tercera guerra mundial no declarada.
Cuando el 6 de agosto de 1945 cayó la bomba atómica en Hiroshima, diez de los más destacados físicos alemanes estaban alojados en una mansión a pocos kilómetros de Cambridge, Inglaterra. El lugar se llamaba Farm Hall, una hermosa construcción georgiana que aún hoy se puede visitar. La casa, dotada de todas las comodidades, también estaba plagada de micrófonos para escuchar qué es lo que estos físicos realmente sabían de la bomba atómica. Este episodio fue conocido como Operación Epsilon y su organizador era el coronel Boris Pash, quien reportaba al general Leslie Groves con el apoyo científico del doctor Samuel Gouldsmit (1902-1978), un físico alemán de origen judío, quien conocía personalmente a todos los alojados en The Farm.
Los recluidos eran Otto Hahn, Max von Laue -premio Nobel de Física por su trabajo en Rayos X-, Erich Bagge -el más joven de ellos, quien había trabajado en la separación de isótopos-, Kurt Diebner -encargado del Club Uranio-, Walter Gerlach -oficial de la Gestapo a cargo del Programa Atómico-, Paul Harteck, Karl Wirtz, Horst Korschingy las dos personas de más prestigio entre los físicos alemanes: Karl Friedrich von Weizsäckery Werner Heisenberg. Por seis meses vivieron alejados del mundo, leyendo, charlando y escuchando a Heisenberg tocar el piano. Solo Diebner sospechó que estaban siendo grabados. Cuando expresó esta duda, el resto se burló: “no son la Gestapo”, dijeron. A las claras se veía que no se sentían nazis ni culpables de nada, aunque Diebner y Bagge habían pertenecido a la SS.
Ese 6 de agosto, el oficial a cargo de Farm Hall le comunicó a Otto Hahn que acababa de arrojarse una bomba atómica sobre Hiroshima y que esta había ocasionado la muerte de más de 135.000 personas por la fuerza destructiva de 20.000 toneladas de TNT al costo de 1000 millones de dólares. La noticia conmocionó a Hahn, quien abruptamente comprendió las terribles consecuencias del plan nuclear en el que había estado trabajando.
Fue el mismo Hahn el encargado de comunicar a sus colegas la terrible noticia. La primera pregunta de Heisenberg, al enterarse de lo sucedido, fue si habían mencionado la palabra uranio. Como no se había hecho una expresa referencia a este elemento, pensaron que podrían haber usado otro.
Después del informe que escucharon de la BBC, el tema les pareció más claro. Habían usado uranio y se enteraron de que más de 200.000 personas habían trabajado en el proyecto Manhattan. “Cien veces más que nosotros”, reflexionaron. En el apogeo del uso de los V1 y V2, apenas mil personas habían colaborado con el proyecto -vale aclarar que se refieren a alemanes, porque no consideraban personas a las decenas de miles de trabajadores esclavos que montaron las instalaciones y murieron en el intento-.
Heisenberg remarcó que en 1942 no le podían haber sugerido al gobierno nazi que usase 120.000 empleados para trabajar en la bomba. ¿Mil millones de dólares? Para los alemanes esa era una cifra imposible. “Jamás la hubiesen conseguido”, aseguraron todos.
Esa noche nació el mito, propuesto por Weizsäcker, de que si ellos lo hubiesen deseado, podrían haber fabricado la bomba, pero no se hizo porque no deseaban entregar un arma de tal envergadura a Hitler. Esa parecía ser la excusa más plausible: salvaba el honor, salvaba la conciencia y ellos, “la flor y nata” de la ciencia alemana, no eran menos que nadie.
La premisa fue tomada con distintos matices por cada uno de los presentes. Hahn estaba agradecido por no haber logrado fabricar la bomba, mientras que Gerlach lo lamentaba. Todos decían que ellos habían trabajado en un reactor y no en una bomba, lo que parecía una justificación. En un informe escrito sostuvieron haber desarrollado un reactor, pero el bombardeo aliado a la planta de agua pesada de la empresa NorskHydro en Noruega había retrasado su elaboración y después de aquel episodio habían buscado la forma de obviar el uso de agua pesada.
En el marco de colaboración entre los ingleses y los americanos para ganarle la carrera nuclear a los rusos, Heisenberg fue invitado a dar unas charlas sobre los adelantos en materia nuclear. En la conferencia mostró a las claras la falta de comprensión que tenían sobre el tema de la bomba y cuál era la diferencia con un reactor. Ante esta evidencia, la versión que sabían hacerla y no la hicieron para no entregársela al régimen nazi, perdió consistencia.
En 2015 se encontró en Sankt George der Gusen, en Austria, un complejo industrial de 30 hectáreas, con kilómetros de túneles construidos durante la guerra por mano de obra esclava proveniente del vecino campo de concentración, Mauthausen-Gusen. Se calcula que entre 20.000 a 40.000 obreros esclavos trabajaron para hacer estos túneles donde se detectó alta radioactividad. Años atrás ya se había descubierto otro “basurero nuclear” en una mina de sal en Hannover.
A excepción de algunos comentarios de Hahn y von Laue, hubo poca autoincriminación o arrepentimiento de estos científicos. Hacían concesiones aquí y allá para “comprar su tranquilidad de conciencia”, como escribió Lise Meitner (1878-1968), la notable científica alemana que huyó de las garras del nazismo, en una memorable carta divulgada en la posguerra.
Las persecuciones a los colegas judíos, la discriminación, los campos de concentración y el trabajo esclavo para llevar adelante sus proyectos habían pasado por alto para este grupo de científicos porque, como lo dijo magistralmente el reverendo Niemöller, no habían tocado a su puerta.
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