Thomas Lainer Williams III nació en Misisipi, pero, por su marcado acento sureño, terminó pasando a la historia con el nombre que le pusieron sus compañeros de la universidad: Tennessee. Para muchos, él es uno de los dramaturgos más celebrados del siglo XX estadounidense y, por qué no, del mundo, pero su vida, aunque inmensamente productiva, se mantiene como un enigma repleto de rincones oscuros. Así es que, en general, cualquiera que piense en las grandes obras de Tennessee Williams pensará en sus obras de la década del cuarenta y del cincuenta, pero no mucho más que eso.
Esto se debe en parte a que su debut y su consagración se produjeron más bien tarde en su carrera, cuando ya tenía más de treinta años. Él había escrito desde muy chico, cuando sufrió difteria o fiebre reumática (diagnóstico dudoso de los doctores del pueblo, según sus recuerdos), y su madre sobreprotectora decidió evitar que saliera a jugar con otros niños y lo alentó para que imaginara sus propias historias. Plantada esta semilla, el contexto crianza también proveyó amplio material de producción y no resulta nada sorprendente, dado el tono posterior de sus obras, que su historia familiar, tan bien retratada en sus controvertidas Memorias (1975), fuera una de necesidades, abusos y locuras.
Williams, sin duda, conoció el sufrimiento de primera mano y le costó llegar a donde lo hizo. Pasó por tres universidades distintas antes de graduarse y, aún habiendo conseguido el título, vivió en distintos lugares de la costa Este estadounidense y se vio obligado a trabajar en todo tipo de tareas paupérrimas para poder sobrevivir. Nada ilustra mejor lo azaroso de su ascenso que la imagen de él teniendo noticia de su primer pequeño triunfo, ganar 100 dólares en concepto de premio por un grupo de obras de un acto llamado American Blues, cuando literalmente estaba desplumando pollos en una granja en 1939.
Este evento lo inspiró a conseguir una agente, la genial Audrey Wood, y gracias a ella dio sus primeros (fallidos) pasos en el teatro con Battle of Angels – una obra por la que ganó un premio de 1000 dólares de la fundación Rockefeller, pero que, por su mezcla de lo religioso y lo profano, no fue bien recibida en su estreno en Boston. No obstante, no todo parecía estar perdido ya que escándalo y el reconocimiento fueron suficientes para que Hollywood llamara a su puerta.
Este drama familiar, el primero en el molde típicamente williamsiano y algo que empezó a gestar a modo de catarsis en 1943 luego de que a su hermana esquizofrénica se le realizara una lobotomía prefrontal, terminaría estrenándose con gran éxito crítico y comercial en Broadway en 1945, cambiando para siempre su vida. Tal fue su triunfo que, tan sólo dos años después, su destino quedó sellado con su segundo gran éxito, Un tranvía llamado deseo (1947).
La carrera de Williams estaba en ascenso y a la vez, como muchos críticos señalarían en el futuro, irónicamente, este espectacular comienzo fue el principio del fin. Hoy esta aseveración puede parecer rara, dado que durante los siguientes 15 años produjo otra docena de obras, que fueron en su mayoría llevadas al cine con gran éxito, ganando dos Pulitzer, un Tony y otros importantes premios. Y es más, algunas de sus producciones de estos años, tanto en el cine como en el teatro, resultaron memorables, como La rosa tatuada (1951), La gata sobre el tejado de zinc caliente (1955) o De repente, el último verano (1958), pero las expectativas de que realizara un nuevo Tranvía, no se cumplieron.
Quizás por esto, se ha dicho una y otra vez que, si Williams se hubiera retirado después de La noche de la iguana (1961) – considerada como la última de sus obras que no dio “lástima” -, o incluso de Tranvía, para aquellos críticos más severos, podría haber dormido en los laureles y disfrutado de su estatus de grandeza en vida. Sin embargo, Williams no era de esos escritores que meramente buscaban agradar a las audiencias y para él la dramaturgia era un trabajo del cual uno no podía retirarse, por más que el público o la crítica así lo prefiriera. El problema dentro de su vasta producción y su posterior fracaso, parece ser, venía inscripto desde antes, desde sus motivaciones. A pocos meses de su muerte, en 1983, el crítico Glenn Loney ensayaba la teoría de que “cuando uno escribe desde una experiencia personal intensa, obsesiva, y desarrolla una detallada observación de la realidad inmediata que te rodea, es perfectamente posible que ese tipo de materiales provean la substancia, la inspiración sólo para uno o dos trabajos de verdadera potencia”.
Williams, con sus vaivenes, incluso mientras sobrevivía en la estela de sus primeros dos grandes éxitos, esos con los que históricamente se comparó todo su otro trabajo, comenzó a sufrir lo que él denominó “la catástrofe del éxito” y se empezó a repetir. El drama familiar, los personajes enajenados, el sur de los Estados Unidos, la trama escandalosa… El patrón era el mismo una y otra vez y aunque, sí, se hizo rico, famoso y viajó por el mundo buscando nuevas perspectivas sobre la condición humana, para Loney, Williams no parece haber llegado demasiado lejos en ese sentido. En cambio, el gesto rupturista devino en una obsesión morbosa por lo grotesco. Para inicios de los sesenta, ya era reconocido como el autor de la provocación, el “mercader de pesadillas de Broadway”, según el crítico teatral Ted Kalem, que, aunque lo consideraba aún como uno de los “mejores dramaturgos vivos”, en 1961 resumía su carrera en este sentido señalándolo como “el autor de La caída de Orfeo (asesinato por lanzallamas), Un tranvía llamado deseo (violación, ninfomanía, homosexualidad), Summer and Smoke (frigidez), La gata sobre el tejado de zinc caliente (impotencia, alcoholismo, homosexualidad), Dulce pájaro de juventud (drogadicción, castración, sífilis), De repente, el último verano (homosexualidad, canibalismo), y La noche de la iguana (masturbación, fetichismo por la ropa interior, coprofagia)”.
Para 1963, sumado a sus dramas personales como la muerte de su amante de los últimos 14 años, Frank Merlo, la intensificación de sus adicciones al alcohol y la droga, y el fracaso de su obra The milk train doesn’t stop here any more (1963), comenzaron a llegar los primeros “obituarios” que anunciaban el fin de su carrera. Ante esta exaltación de la idea de una muerte prematura, todo lo que vino después (dos décadas de carrera ininterrumpida que vieron la creación de decenas de nuevas obras, seis de ellas, de hecho, estrenadas en Broadway), no representa más que una nota al pie en la mayoría de las biografías de Williams. Hoy son pocos los que recuerdan, siquiera, obras como In the bar of a Tokyo hotel (1969), Small Craft Warnings (1972), obra en la que actuaba él mismo, o Clothes for a summer hotel (1980), en la que intentó retratar las vidas de Scott y Zelda Fitzgerald. Para él, sin embargo, estas eran obras de gran valor y durante todo este período el no se cansó de señalar que estaba haciendo su trabajo más “audaz”. Aunque fracasaba una y otra vez, le achacaba estas decepciones al estado del teatro en los Estados Unidos y al público y la crítica que no entendían que él estaba haciendo un nuevo tipo de teatro, como indicó en 1975, “algo diferente, que es totalmente mío”.
Por todo esto no sorprende que, para cuando murió el 25 de febrero de 1983 a los 71 años, ahogado con una tapa de plástico que se cree que usó para tragar barbitúricos, se habló de la gran pérdida en referencia al trabajo que había hecho tres décadas atrás. Poco se dijo de sus últimas experiencias, más que designarlas como experimentos fallidos. Lo cierto es que, a décadas de su muerte, Williams tuvo su revancha. Quizás no logró trascender en los últimos años de su vida, pero la llegada del nuevo milenio trajo consigo un redescubrimiento del dramaturgo y su producción (incluso la tan denostada de los setenta y ochenta) que se mantiene aún hoy, exponiendo a nuevos públicos a lo que fue uno de los corpus más provocativos del teatro del siglo XX.