El cine ha forjado cruentas y dramáticas historias basadas, en muchos casos, en la realidad. Una de las cintas más sobrecogedoras que descubrimos años atrás fue American Psycho, en la que un prestigioso broker de Wall Street torturaba y asesinaba a jovencitas a las que seducía previamente. El éxito de la película se debió a su protagonista, encarnado por Christian Bale, ya que describía parte de la vida de Ted Bundy, el afamado violador y asesino en serie de estudiantes.
En él basaron unos crímenes que aunque tienen parte de invención dejan entrever la enrevesada personalidad del verdadero psicópata. Las cifras oficiales apuntan a treinta y seis víctimas pero los investigadores subrayan que fueron en torno a cien. El desencadenante: una dolorosa ruptura sentimental y su adicción a la pornografía.
El hogar familiar ya predispuso a Bundy a tomar unos derroteros criminales, rasgo crucial para desatar el asesino en serie que llevaba dentro. El especial odio que profesaba hacia su supuesta madre -su infancia fue un cúmulo de mentiras- llevó a un jovencito Ted a reprimir su personalidad y a ir forjando un fuerte poder de seducción. Dicho poder de seducción fue lo único que ocultó sus verdaderas intenciones y su diabólica mente. Podemos decir que nos encontramos ante el “Casanova del crimen”.
La estafa familiar
Ya desde su nacimiento el 24 de noviembre de 1946 en Burlington (Vermont, Estados Unidos), Ted no fue un niño corriente. Después de que su padre, un veterano de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, los abandonara, Louise, su madre, se hizo pasar por la hermana mayor del pequeño y le hizo creer que sus padres eran sus abuelos. Bundy descubrió la verdad durante la adolescencia y aquello lo traumatizó, haciendo que el germen del odio empezara a brotar.
Además, la tensión en el domicilio familiar era insoportable. Antes de que se mudaran a casa de otros parientes en Tacoma (Washington), madre e hijo tuvieron que soportar los maltratos físicos a los que el abuelo sometía a la abuela. La violencia era la tónica habitual, así que Louise decidió marcharse junto con Ted y poner tierra de por medio. Se trasladó a Tacoma y conoció al que sería su marido y con quien tendría cuatro hijos más, Johnnie Culpepper Bundy, cocinero del ejército del que Ted adoptó el apellido (su verdadero nombre era Theodore Robert Cowell, ya que le pusieron el apellido de la madre), pero con quien nunca mantuvo una buena relación.
Sadismo infantil
Las secuelas de su infancia eran cada vez más patentes. Todos los traumas brotaron durante la adolescencia. Ted se mostraba como un chico reservado, extremadamente tímido e introvertido, infantil en algunos momentos, y con tendencia a estar solo. Prefería la soledad a la compañía. Por eso sus compañeros le trataban como un bicho raro. No tenía amigos ni pretendía tenerlos. Entendemos que esa etapa de aislamiento sumada al ferviente rencor hacia su madre, le condujo a encontrar una siniestra válvula de escape. Se dedicaba a mutilar y asesinar a cualquier animal que encontraba en su camino. Ése era su divertido hobby del que nadie supo hasta que los psicólogos analizaron su perfil en la cárcel.
Aunque su carácter introvertido le impedía relacionarse con los demás, cuando empezó sus estudios de derecho, su actitud cambió por completo. Su entorno estudiantil le consideraba un chico afable y con buenos modales. Era muy buen estudiante, activo y seductor con las chicas -aunque fuera de las aulas no mantenía ningún tipo de relación íntima con ellas-.
“Un hombre guapo, elegante, romántico, tierno, encantador…”, decían de él aquellos que le conocieron. Pasó de la timidez a la seguridad, a tener un carácter dominante y de liderazgo.
Si durante la adolescencia ya cometía pequeños delitos como hurtos de objetos de lujo, en esta etapa los actos delictivos pasaron al robo de coches y allanamiento de morada. Jamás le pillaron ni le detuvieron por cometerlos.
Amor enfermizo
Pero incluso el más fiero asesino tiene pareja o se ha casado alguna vez. Y Ted no podía ser menos. En la primavera de 1967 se enamoró perdidamente de Stephanie Brooks, una joven estudiante de psicología -por aquel entonces, Bundy había dejado momentáneamente la carrera de derecho- muy guapa, inteligente y de una buena familia de San Francisco. Aquel romance cambió para siempre a este criminal, ya que encontró en Stephanie lo que tanto ansiaba en una mujer. Su utopía se había hecho carne.
Tras dos años de relación, ella decidió ponerle fin. No le convencía la sombría personalidad de Ted ni lo extraño de su comportamiento. Mientras que Stephanie tenía muy claro cuál era su camino, su novio andaba perdido y sin rumbo. Eso hizo que se desencantara del apuesto Bundy, que no superó la ruptura y se obsesionó con ella. No podía soportar que le dejase y empezó a escribirle cartas para que cambiara de opinión.
Regresó a los estudios de derecho haciendo méritos ante los profesores. Parecía un hombre brillante. Se echó incluso una nueva novia, Meg Anders, mujer recién divorciada y con un niño pequeño con la que estuvo varios años. Una vez que Bundy fue arrestado por la policía, ésta publicó un libro bajo el pseudónimo de Elizabeth Kendall, en el que explicaba su relación con el asesino.
A lo largo de sus páginas, narraba cómo en el momento de mantener relaciones sexuales y para llegar al orgasmo, Ted le pedía que se quedase completamente quieta, que fingiese estar muerta. Ésa era la única manera que tenía de alcanzar el clímax.
Peligroso seductor
Durante su graduación en la Facultad de Derecho, Bundy llegó a decir: “Veo en la abogacía una respuesta a la búsqueda del orden”. Como descubriremos ahora, esto sería un sinsentido porque en su vida jamás cumplió ni cumpliría una sola ley. Hasta formó parte de la campaña republicana para reelegir al gobernador de Washington. La tapadera estaba asegurada.
Sin embargo, fue una casualidad lo que despertó el instinto asesino del joven. Durante un viaje a California en 1973 se reencontró con su antigua novia Stephanie. Ella volvió a caer enamorada, pero cuando parecía que todo volvía a la normalidad, Ted decidió poner punto y final a la historia. Acababa de consumar la venganza que tanto tiempo había planificado. Aquel suceso despertó al “asesino de estudiantes” que inicia su delictivo periplo en enero de 1974.
Su primera víctima fue la joven Joni Lenz, de dieciocho años, a quien asaltó en la habitación de su residencia. La golpeó brutalmente con un objeto metálico y la penetró con un trozo de madera que había arrancado de la cama. Logró sobrevivir pero con daños cerebrales irreversibles.
No transcurrió un mes del primer crimen cuando en el mismo campus secuestraron a otra joven. Aunque en la habitación hay signos visibles de sangre, sus restos aparecen descuartizados un año después en un bosque cercano. En su declaración Bundy describe en tercera persona -como si el asunto no fuera con él- qué le habría sucedido presumiblemente a Lynda Ann Healy, de veintiún años, aquella noche.
“Probablemente la colocaría en el asiento trasero del coche y la taparía con algo […]. Le mandaría que se desnudase y con esa parte de sí mismo satisfecha, se vería en una situación en la que se daría cuenta de que no podía dejarla marchar. En ese punto la mataría y dejaría su cuerpo donde lo había cogido”.
Durante los meses siguientes, multitud de chicas continuaron desapareciendo sin dejar rastro. Siempre jóvenes universitarias, de piel blanca, atractivas, de cabello negro y peinadas con raya en medio. Eran un calco de su exnovia.
La técnica que empleaba era simple: valiéndose de su carisma y atractivo físico, se colocaba el brazo en cabestrillo y se paseaba alrededor de alguna de sus víctimas, sujetando con el otro brazo una pila de libros que intencionadamente dejaba caer. Entonces, las chicas no dudaban en ayudarle a recogerlos e introducirlos en su vehículo. Agradecido, él les pedía que lo acompañasen a tomar algo para “recompensarlas”. La mayoría cayó en su trampa, incluso hubo alguna que condujo su coche; pocas salieron corriendo.
Con el fin de cometer un crimen que no asociaran con sus otros crímenes, explicaban los escritores Stephen Michaud y Hugh Aynesworth en su libro The Only Living Witness: the true story of serial sex killer Ted Bundy, el asesino decidió cambiar los escenarios y viajar a través de Estados Unidos. De esa manera recorrió Washington, Utah, Colorado y Florida, dejando atrás multitud de raptos y asesinatos. El modus operandi empleado por el asesino siempre era el mismo: secuestraba a sus víctimas, las llevaba a un lugar seguro para no correr riesgos, las estrangulaba hasta que fallecían y, una vez muertas, las sodomizaba con algún objeto contundente o incluso con su propio pene mientras mordisqueaba sus cuerpos.
Todo un camaleón
La policía comenzó a relacionar todos los asesinatos. Algunos testigos describieron el físico de Ted, pero se hacía imposible encontrarle, ya que cambiaba de aspecto continuamente. Modificaba su peinado, se dejaba barba o se afeitaba; además, sus rasgos físicos no llamaban demasiado la atención por lo que no levantaba sospecha alguna.
Por otra parte, las investigaciones revelaron que en todos los crímenes se había utilizado el mismo coche, un Volkswagen de color blanco. Pero fue el retrato robot elaborado entre los oficiales de Utah y de Washington lo que puso en el buen camino a la policía. Una amiga de la novia de Ted, Meg Anders, identificó dicha imagen con la del asesino. El parecido del retrato robot con él era asombroso y se comprobó que muchos de los detalles del caso también apuntaban a él.
La novia se percató que tanto el hombre buscado como Ted conducían el mismo coche y que en su casa él tenía muletas y escayola. Así que llamó de forma anónima a la policía contándoles lo sucedido. Sin embargo, a pesar de contrastar toda la información, cuando los testigos vieron su foto, dudaron de que Bundy fuese el verdadero criminal. La policía había estado a un paso de capturarlo, pero prefirió seguir otras pistas.
Curiosamente, su primer arresto ocurre el 16 de agosto de 1974 en Utah, después de que una mujer lo identifique como su posible secuestrador. Le condenan a un año de cárcel en la prisión de Colorado, pero consigue fugarse antes de llegar y desaparece durante varios meses. En este tiempo siguió consumando más crímenes y empezó a cometer errores. Se volvió descuidado porque ya no asaltaba a sus víctimas al caer el sol, sino también durante el día. De hecho, su poder de seducción cayó en picado y muchas de ellas salían corriendo al ver su extraño comportamiento. Algunas sirvieron como testigos relevantes durante el juicio.
Un drástico giro
El 8 de noviembre de 1974 todo cambió para Ted Bundy cuando tras elegir en una tienda de libros a su próxima víctima, Carol DaRonch, se hizo pasar por un oficial de policía. La persuadió para que se subiera al coche con la excusa de que habían intentado robarle y durante el trayecto inició un forcejeo con ella. El asesino intentó esposarla, pero la muchacha logró deshacerse de él y saltó del coche. Bundy bajó del automóvil, pero la joven le propinó una fuerte patada en los genitales y salió corriendo salvando su vida.
Tal era su sed de sangre que unas horas más tarde Ted decidió buscar otra víctima. No encontraron el cadáver, pero sí las llaves de las esposas que previamente había utilizado con Carol. El círculo se estrechaba. La pista del coche y el testimonio de la superviviente resultaron determinantes.
Pero tuvieron que pasar casi nueve meses hasta que el 16 de agosto de 1975 un guarda de seguridad parase a Bundy mientras merodeaba por una zona residencial. Durante el registro del coche encontró unas esposas, una piqueta, una media, un pasamontañas, varios metros de cuerda y trozos de una sábana blanca. La policía acababa de dar con el agresor de Carol.
En los siguientes tres meses las autoridades investigaron en profundidad la vida de Bundy y tomaron declaración a varios de los testigos, incluida su expareja Elizabeth Kendall. Tras su arresto, el 23 de febrero de 1976 comienza el juicio contra Ted por intento de secuestro con agravantes. Él creyó que se iba a librar. Pero cuando Carol DaRonch explicó lo acaecido aquella tarde mientras lo señalaba como el único culpable, Bundy rompió a llorar negando todos los cargos.
El juez lo sentenció a quince años de cárcel con posibilidad de libertad condicional y una vez en prisión pasó una serie de pruebas psicológicas. El resultado de los informes fue que no estaba loco, ni era psicótico, ni un desviado sexual. Su único problema era la fuerte dependencia que tenía de las mujeres y su temor a ser humillado por ellas. Por no mencionar su adicción a la pornografía que confesó en una de sus últimas entrevistas en televisión.
En abril de 1977 Bundy se prepara para un nuevo proceso y lo trasladan al condado de Garfield, donde decide defenderse a sí mismo. Su verdadera estrategia era escapar. Y así lo hizo. Durante varios días estuvo desaparecido, pero lograron capturarlo. Sin embargo, volvió a fugarse, esta vez a Florida. Mientras tanto las autoridades intentaban encontrarlo y relacionar todas las pruebas descubiertas en su vehículo con las pruebas recogidas en las escenas de los crímenes. Podía haber pasado desapercibido, pero su impulso asesino hizo que volviese a las andadas en otro colegio mayor femenino, Chi Omega.
Siete mujeres fueron atacadas y asesinadas en los seis meses que Bundy estuvo desaparecido. Entre ellas una niña de tan sólo doce años, a la que violó vaginal y analmente, estranguló y degolló. Todo el condado de Florida estaba aterrado por la sucesión de crímenes.
La pesadilla acabó la noche del 14 al 15 de febrero de 1978 cuando un policía mandó parar su coche al percatarse de que conducía de forma extraña. Le identificó y fue detenido ipso facto .
Sonriendo hasta el final
Las pruebas que se aportaron durante el primer juicio fueron determinantes. En especial una, el molde que un odontólogo hizo de los mordiscos de las víctimas y que coincidía con la dentadura del presunto criminal. A pesar de que Bundy se defendía a sí mismo, los moldes, las fotografías, los indicios y los testimonios le relacionaban con los casos de asesinatos ocurridos en varios condados.
Tras varias horas de deliberación, el jurado lo encontró culpable de los asesinatos de Lisa Levy y Margaret Bowman el 23 de julio de 1978. El juez sugirió que lo condenaran a la silla eléctrica.
El segundo juicio, esta vez por el asesinato de Kimberly Leach, se celebró el 7 de enero de 1980 en Orlando (Florida). Esta vez Bundy prefirió no autodefenderse y sus abogados intentaron apelar a la incapacidad mental. Sin embargo, nadie les creyó.
El 24 de enero de 1989 fue la fecha elegida para su ejecución. Hasta entonces, Ted lo había intentado todo para salvarse y, tras fracasar, decidió confesar todos sus crímenes. “Nosotros los asesinos en serie somos vuestros hijos, somos vuestros maridos, estamos en todas partes. Y morirán más hijos vuestros mañana”. Su última voluntad fue ir al baño para evitar hacerse sus necesidades encima y ver a un sacerdote. Tras su muerte, los medios de comunicación titularon la noticia: “Murió el Animal”.