Talleyrand-Périgord: Obispo, diplomático y… ¿traidor?

Descendiente de una aristocrática familia de la más alta nobleza de Francia, Talleyrand estaba destinado a abrazar la carrera de las armas, pero padecía el síndrome de Marfan, que le traía problemas cardio-respiratorios, oculares, y una cojera, minusvalía incompatible con sus aspiraciones guerreras. Por tal razón, a los 15 años ingresó al seminario, sin dejar nunca de lado sus costumbres, frecuentando a una conocida actriz. Después de obtener una licenciatura en teología en la Sorbona, fue nombrado obispo de Autun y administrador de los bienes de la Iglesia frente a Luis XVI. Manejaba la fortuna más grande de Francia en un momento crucial de su historia: la Revolución de 1789. Talleyrand no encontró mejor forma de actuar que cediendo enormes cifras de dinero para evitar el colapso económico de Francia, lo que consideraba el mayor peligro que se cernía sobre la nación por la conflictividad social que se desataría. Algunos lo llamaron apóstata y traidor; otros le decían el “Guardián de Francia”, el hombre que velaba por los intereses del país más allá de quien ostentase el poder.

Fue el “Sacerdote de la Revolución” y, a su vez, proponía la enajenación de los bienes de la Iglesia por considerarla “abusiva y corrupta”. Se anticipó al Terror alejándose de su país, en el que seguramente hubiese perdido la cabeza. En esos cuatro años viajó a Estados Unidos, donde gracias a especulaciones financieras consolidó una fortuna. En 1796, muerto Robespierre, volvió a Francia y al poco tiempo fue nombrado Ministro de Relaciones Exteriores, cargo en el que conoció a un joven general llamado Napoleón Bonaparte. Desde entonces comenzó entre ambos una relación tortuosa y complicada, más aún por la venalidad y codicia del ex obispo. Debió renunciar a su cargo de ministro por la extorsión a la que sometía a comerciantes norteamericanos y por usar información clasificada para especular en la Bolsa. Sin embargo, entonces como ahora, la memoria era corta y los intereses enormes, y los Bonaparte requerían de la habilidad y sutiles nexos de Talleyrand quien asistió a Napoleón a acceder al poder absoluto con el golpe del 18 de brumario, asegurándose una vez más el Ministerio de Relaciones Exteriores. Napoleón necesitaba de Talleyrand para construir su imperio, pero tenía muy en claro los dobleces de su ministro, a quien hizo controlar con la ayuda de otro de sus asistentes, el insondable Joseph Fouché.

En 1802, a instancias de Napoleón, el ex obispo se casó con su amante Catherine Grand, una hermosa joven oriunda de la India, quien antes de la Revolución había sido una conocida cortesana. Por un tiempo moraron en el espléndido castillo de Valençay y, aunque jamás se divorciaron, Catherine vivió espléndidamente en Londres gracias al dinero que generosamente le enviaba su marido. “El matrimonio es una cosa tan bella –afirmaba el ministro con un dejo de sorna– que es preciso pensar en él toda la vida”.

En 1804, ante una serie de sublevaciones realistas, Napoleón recurrió a Talleyrand para dar una sanción ejemplificadora. El mandatario estaba muy ocupado conquistando Europa y lo último que necesitaba eran conflictos internos. Consolidado el Imperio, Talleyrand fue premiado con el título de Príncipe de Benevento. Después de la victoria de Austerlitz, asistió a la creación de la Confederación del Rin, formalizada con el Tratado de Lunéville, uno de sus mayores logros, no sólo diplomático sino crematistico ya que los príncipes alemanes, para congraciarse con el ministro, lo sobornaron aumentando notablemente la ya enorme fortuna de Talleyrand.

Enceguecido por una sucesión de victorias, Napoleón decidió continuar con sus conquistas e invadió casi al mismo tiempo España y Rusia. Talleyrand no estuvo de acuerdo y se resistió a esta política que, según él, solo llevaba al desastre. “Con las bayonetas todo es posible, menos sentarse en ellas”, decía. Sin embargo, el Emperador no lo escuchó y continuó con su proyecto belicoso. Las palabras de Talleyrand resultaron proféticas. Vuelto del desastre en Rusia, en lugar de escuchar a su ministro, sólo lo trató con rencor y desprecio. Talleyrand renunció a su puesto, aunque conservó sus títulos y concesiones.

Meses más tarde, Napoleón no tuvo más remedio que ofrecerle nuevamente la cancillería. Aunque sabía que el imperio tenía los días contados, el ex obispo aceptó el puesto y comenzó las tratativas con quien sería coronado como Luis XVIII mientras Napoleón era encerrado en la isla de Santa Elba. “La oposición es el arte de estar en contra tan hábilmente que después se puede estar a favor”, sostenía.

Talleyrand, una vez más, manejó las relaciones internacionales de la nueva monarquía. En esta condición asistió al Congreso de Viena. Todos piensan que Francia se vería cercenada por sus enemigos, pero el hábil ministro logró que saliera favorecida. Una vez más Fouché y Talleyrand regían los destinos del país ante la inocultable incapacidad de Luis XVIII. Eran, como bien dijo Chateaubriand, “el vicio apoyado en la traición…”. Sin embargo, esta asociación poco virtuosa fue esencial para Francia. Vuelto Napoleón de su encierro y al iniciar los célebres cien días, le ofreció a Talleyrand el Ministerio de Relaciones Exteriores. En lugar de precipitarse a aceptar el cargo, Talleyrand actuó con cautela y demoró su respuesta, atento a los resultados de la batalla que enfrentaba Napoleón con el resto de Europa: Waterloo. Vuelto Luis XVIII al trono, intentó conservar a Talleyrand al frente de su Gobierno, pero el descontento popular lo obligó a dimitir.

Talleyrand se retiró a gozar de sus riquezas hasta que fue convocado, quince años más tarde, a desempeñarse como embajador de Felipe I ante Inglaterra. A pesar del tiempo transcurrido, todos los diplomáticos se inclinaron ante el veterano canciller quien aún pudo mostrar sus habilidades, logrando en 1840 la cuádruple alianza, alineada Francia con sus antiguos enemigos: España, Portugal e Inglaterra. Nada parecía imposible para este príncipe de la diplomacia.

Su último legado sostiene que el arte de la política es encontrar nombres nuevos para instituciones que, bajo sus antiguas denominaciones, se han hecho odiosas al pueblo. Ya retirado, aún le esperaba a este maestro de las palabras un último acto, su reconciliación con la Iglesia. Horas antes de morir, firmó una declaración de arrepentimiento “por los grandes errores cometidos que hayan afligido a la Iglesia”. En su lecho de muerte, pidió ser ungido como un sacerdote, ya que él había tomado los votos in aeternum. El ministro, obispo y diplomático, fue fiel a su consigna hasta el final: “la palabra se ha dado al hombre para que pueda encubrir su pensamiento”.

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