Stendhal y los turistas del 1800

Hubo un momento, a inicios del siglo XIX, en el que las guerras napoleónicas cambiaron la forma en la que funcionaba Occidente. De repente, las masas habían quedado atrapadas en el torbellino de la historia y grandes contingentes de personas que nunca habían salido de su hogar empezaron a circular por todo el continente europeo, ya fuera como parte de un ejército o simplemente como turistas, una categoría de viajero que recién entonces comenzaba a hacer su aparición. Todo este proceso quedó asentado por los incontables testimonios de hombres y mujeres de esta época, pero de entre ellos ningún testigo fue más privilegiado ni se detuvo más sobre todo esto que Henri Beyle, más conocido como Stendhal.

Este personaje, recordado por sus novelas pioneras del realismo Rojo y negro (1830) y La cartuja de Parma (1839), fue un escritor poco apreciado en su época y él siempre sospechó que sólo sería leído y entendido de forma póstuma. Sin embargo, mientras vivió logró alcanzar la fama como uno de los viajeros más famosos de su tiempo.

Los relatos de viajes ciertamente no eran ninguna novedad para inicios del siglo XIX, pero lo que sí estaba cambiando era la forma de viajar. El turismo, de repente, se había abierto paso como parte del estilo de vida burgués y había dejado atrás sus asociaciones más aristocráticas. Imbuido por este contexto, no sorprende que, en cuanto a lo personal, Stendhal siempre había buscado escarpar, moverse, irse de su pueblo, Grenoble, un lugar que asociaba con la muerte de su madre y con su padre severo. Apenas pudo, como tantos hombres de su época, circuló por Europa, primero como soldado a partir de 1800, luego como burócrata del gobierno francés y finalmente como turista. En estos roles llegó a recorrer muchísimos países europeos, pero con ninguno estableció una relación tan importante como con Italia, tierra que reconoció definitivamente como propia según dejó asentado en su propio epitafio luego de su muerte en 1842. Italia, en definitiva, fue para él la tierra de las cosas nuevas – el lugar del amor, la ópera, el arte y la literatura – y a ella dedicaría varios libros, como Historia de la pintura en Italia (1817) y algunas proto guías de viaje como Roma, Nápoles y Florencia (1817) y Paseos por Roma (1829).

Quien se acerque a estos relatos hoy descubrirá textos casi confesionales, eclécticos, muy modernos, pero mucho más expresivos que rigurosos. Estos, como otros tratados y textos aparentemente documentales de Stendhal, están llenos de errores, plagios y mentiras, haciendo de ellos más ficción que verdad. Con todo esto, lo que parecía querer dejar en claro el autor es que las explicaciones en sí no importan tanto, ya que, como él mismo señaló , “no se puede hacer tragar el placer como si se tratase de una píldora”. Para Stendhal, como buen romántico, viajar era una forma de exponerse a nuevas situaciones, de disfrutar y, sobre todo, de despertar sentimientos desconocidos – como el famoso mal que llegaría a ser conocido como el “síndrome de Stendhal” producido por una exposición intensa a muchísimas obras de arte. En esta línea de lo sublime, armar un itinerario muy pensado o mostrar su erudición sobre un tema específico, aunque muy demandado en la época, a él le parecía contraintuitivo. Privado de seguir esa ruta, entonces, Stendhal abrazó la anarquía y se esforzó por logar era llevar al lector a través de un camino de sugerencias caprichosas – una “recopilación de sentimientos” – que nos dicen mucho más de él mismo que del lugar que él describe.

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