Sin representación no hay impuestos

Hace casi 260 años el Parlamento británico aprobó la “Sugar Act”, una ley que cobraba un impuesto sobre el azúcar que importaban sus colonias americanas. No se trata de una “efeméride” muy convencional ni a primera vista relevante y sin embargo lo es: quienes sancionaron la medida no sospecharon que ella haría visible las tensiones de la relación colonial y daría inicio a un período de cambios profundos en un espacio geográfico muy amplio.

El año anterior, en 1763, había terminado la “Guerra de los siete años”, uno de los conflictos más importantes de la historia, auténtica guerra mundial que enfrentó a la alianza de Gran Bretaña, Portugal y Prusia con la de Francia, Austria, Rusia y España. Siguiendo una tendencia creciente en el siglo XVIII, los imperios europeos pelearon también fuera de su continente: en Norteamérica, el Caribe (los británicos capturaron La Habana, aunque la retornaron más tarde), el Río de la Plata (en Colonia del Sacramento), las Filipinas y la India; más de un millón de soldados murieron. La gran derrotada fue Francia, que perdió muchas de sus colonias a manos de Gran Bretaña, consolidada así como la primera potencia de la época.

Apenas terminó la contienda, los administradores imperiales británicos, portugueses y españoles sacaron conclusiones y consideraron que debían hacer reformas que les permitieran afrontar la cada vez más compleja y costosa competencia inter-imperial (los franceses, por su parte, buscaron nuevos horizontes y, por ejemplo, en 1764 realizaron la primera ocupación europea de las islas Malvinas).

Los británicos decidieron que necesitaban un ejército permanente para la defensa de sus colonias en América del Norte y que los colonos debían participar en el mantenimiento de las tropas. Eso y su deseo de obtener más recursos los llevó a imponerles nuevas cargas, en primer lugar la Sugar Act. La noticia llegó en un momento de depresión económica de postguerra y generó gran indignación entre muchos colonos norteamericanos, que además se molestaron con otras decisiones administrativas de la metrópoli y con la creciente autoridad del rey Jorge III. Las quejas crecieron y pronto apareció la consigna de que el Parlamento británico no tenía derecho a cobrar impuestos si no otorgaba a los colonos representación en él para decidir qué hacer con el dinero recaudado. Esta proclama se convertiría en uno de los principios fundamentales de su resistencia. La escalada de acciones y reacciones entre la Corona y los colonos desde entonces daría lugar, una década más tarde, a la revolución norteamericana y a la independencia de un nuevo país: los Estados Unidos.

En la guerra entre los colonos y los británicos, Francia buscó revancha de éstos apoyando a los primeros y contribuyó a su victoria. Pero el conflicto arruinó financieramente a la monarquía francesa y buscando solucionar la consiguiente crisis el rey Luis XVI se vio obligado a convocar a los Estados Generales, en los cuales aflorarían las grandes tensiones sociales del reino y comenzaría la Revolución Francesa de 1789.

Paralelamente, la experiencia de la Guerra de los siete años también conmovió a los españoles;en particular la caída de La Habana demostró la fragilidad defensiva del imperio. Entre 1764 y 1765 comenzaron a acelerar una serie de reformas que venían impulsando lentamente, organizativas e impositivas, a través de las cuales procuraron mejorar el sistema militar y obtener los recursos para poder competir otra vez como una potencia de primer orden (posición que habían perdido desde el siglo XVII). Las “reformas borbónicas” tuvieron un éxito muy dispar –generaron cambios y algunas resistencias fuertes– pero el intento de volver a los primeros planos internacionales se volvió una tarea demasiado pesada para la monarquía española, conduciéndola a una crisis general que a partir de 1808 dio lugar a una serie de revoluciones que causarían la disolución de la mayor parte del imperio y el surgimiento de una serie de países nuevos en América, entre ellos Argentina.

De este modo, el ciclo de reformas imperiales que cobró impulso en 1764 tuvo consecuencias que quienes las planearon estaban lejos de imaginar: la destrucción parcial de esos mismos imperios (aunque los británicos edificarían más tarde uno nuevo). Pero no solo eso: el ciclo de revoluciones que se desencadenó a partir de entonces –la estadounidense, la tupamarista y katarista en los Andes, la francesa, la haitiana, la española, las iberoamericanas–, con razones, efectos y alcances diferentes, transformó todo el espacio que esos imperios ocupaban. Las viejas jerarquías, los principios por los que se manda y obedece, las forma del poder político, social y económico, los derechos de las personas y las comunidades, la existencia de la esclavitud, todo se puso en discusión.

Si queremos rastrear los orígenes del mundo moderno podemos hacer distintas genealogías, elegir fechas diferentes, ya que aquel no tiene un único inicio sino que fue el producto de un largo proceso. De todos modos, el fin de la Guerra de los siete años es una clave indudable, un momento sin el cual no se entiende ese nacimiento.

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