Simone de Beauvoir, hoy considerada como la madre del existencialismo y como la abuela del feminismo moderno, llegó al mundo un 9 de enero de 1908. Su entorno en los primeros años de su vida, según sus propios recuerdos, fue uno de incomprensión. Su madre sumamente religiosa, razón por la cual la joven Simone terminaría renegando de la fe, y su padre era un mujeriego opresor que renegaba de no haber tenido hijos varones, pero que la consideraba especial. En esta tensión, la de destacarse y la de seguir un rol tradicionalmente femenino, ella terminó decidiendo seguir una carrera.
Fue allí, en la prestigiosa Escuela Normal Superior, donde cursó sus estudios de filosofía, que encontró su lugar y declaró sentirse cómoda – en ese mundo de intelectuales y académicos – por primera vez en su vida. En 1929 fue la primera mujer en rendir la agrégation, examen para ingresar como profesor al sistema educativo francés, y obtuvo, además, el segundo mejor puntaje de todo el país. El primer puesto se lo había llevado su novio y compañero, Jean Paul Sartre.
En él, insospechadamente, Beauvoir había encontrado al que sería el compañero de toda su vida. Jóvenes, rebeldes, a contramano de todo lo que fuera burgués, y prefigurando muchas de sus propias convicciones, estos jóvenes de 21 y 24 años se embarcaron desde muy temprano en una relación que llegaría a ser muy resonada y que ellos definieron como un “amor esencial”. Escandaloso para muchos aún hoy, se propusieron evitar el matrimonio y los hijos, abrir la pareja y admitir cualquier tipo de romance contingente que ellos eligieran llevar adelante, siempre y cuando fueran honestos al respecto.
Con el tiempo, cada uno tuvo relaciones significativas por su lado y son muy conocidos los romances de Beauvoir con varias mujeres jóvenes -algunas de ellas alumnas suyas y razón por la que se vio obligada a abandonar la docencia- y con personajes como el cineasta Claude Lanzmann y el escritor norteamericano Aldgren. A pesar de todo, Beauvoir y Sartre, que moriría en 1980, jamás se abandonaron del todo y, sintiendo que cada uno había encontrado a su par intelectual en el otro, se terminaron volviendo dependientes entre sí, especialmente en sus temas laborales. Durante toda su carrera se confiaron sus escritos el uno al otro, ejerciendo de editores; se comprometieron como pareja con diversas causas y viajaron por el mundo para visibilizarlas y participaron en conjunto en publicaciones como Les Temps Modernes, revista que fundaron con Maurice Merleau-Ponty en 1945.
Fue en este medio que Beauvoir comenzó a publicar lo que luego se volvería el ejemplo más claro y más famoso del pensamiento beauvoiriano: El segundo sexo (1949). A lo largo de toda su obra previa -narrativa y ensayística- había quedado claro que su propia veta del existencialismo consideraba que el intelecto humano, al no estar atado a un dios ni a ningún otro tipo de determinismo, era necesaria y absolutamente libre. Esta libertad, sin embargo, por existir en una realidad concreta tiende a chocar con limitaciones que la mitigan, como la cultura, la política o el contexto socio-económico. Interesada en entender la forma en la que la estos factores alteraban la libertad de las mujeres, Beauvoir se propuso sumergirse en los pormenores de la condición femenina.
¿Qué es ser mujer? Esa es la pregunta, aparentemente simple, que ella eligió para articular su pensamiento a lo largo de 1000 páginas divididas en dos tomos. Mientras se avanza en el texto los mitos sobre la feminidad van cayendo uno a uno con argumentos biológicos, históricos, antropológicos, psicológicos y hasta literarios, para demostrar que todo lo que define a la identidad femenina como un ser sumiso, delicado, el “otro” del hombre”, no es más que producto de cientos de años de haber mirado al mundo con conceptos que fueron generados por la mirada masculina. La conclusión final indicaba que, en definitiva, “una no nace siendo mujer, sino que con el tiempo se llega a convertir en una”.
El texto terminaría por ser un éxito editorial en Francia, vendiendo decenas de miles de ejemplares en las primeras semanas después de su publicación, y, a pesar de su tímida recepción inicial en los EE. UU., pasaría a inspirar a muchas teóricas de la segunda ola del feminismo. Como todo lo relativo a este tema, por supuesto, el libro también resultó sumamente escandaloso, llegando a ser incluido en el Index papal de libros prohibidos. Beauvoir no sólo cargaba explícitamente contra cuestiones culturales sino que también se metía con tabúes como la virginidad y la menstruación, e iba, incluso, más lejos al asegurar, en un contexto donde el catolicismo todavía era fuerte en Francia, que para alcanzar su libertad las mujeres debían poder decidir sobre su sexualidad usando métodos anticonceptivos y, eventualmente, accediendo a un aborto.
A contramano de lo que le suele suceder a muchos, a medida que fue envejeciendo se fue radicalizando y se introdujo cada vez más en la política. En esta línea, entre 1968 y 1970, el momento más activo de su vida, expresó solidaridad con diferentes movimientos femeninos, luchó por extender y facilitar el acceso a los anticonceptivos y se destacó en el debate por el derecho al aborto en Francia actuando como una de las redactoras del “Manifiesto de las 343” (1971), en el cual varias mujeres famosas admitieron haber abortado. A pesar de su activismo, con el tiempo terminó por considerar que la única forma en la que las mujeres podían producir un cambio en la sociedad era a través de la participación en el gobierno, lo que explicaría su apoyo a François Mitterand en 1981, propulsor del Ministerio de los Derechos de la Mujer, con el que ella trabajaría hasta su muerte.
En abril de 1986, cuando ella falleció, miles de mujeres de todo el mundo se congregaron en las cercanías de su casa para despedirla y acompañarla a su tumba en el cementerio de Montparnasse en París, donde todavía descansa junto a Jean Paul Sartre.