El 24 de enero de 1972 dos pescadores de la isla de Guam encontraron a un extraño revisando las trampas de camarones que habían puesto en el afluente del río Talofofo. Lo redujeron y lo llevaron a la policía local, suponiendo que era un ladronzuelo. En el camino más de una vez pidió que lo mataran allí mismo. En la comisaria, el sargento Shōichi Yokoi, de los ejércitos imperiales del Imperio del Sol Naciente se cuadró y con la vista perdida en el horizonte dió su grado y unidad a la que pertenecía. Los presentes estaban asombrados, la guerra había concluido hacia 28 años y lo largo de ese tiempo el sargento Yokoi había subsistido comiendo lo poco que podía cazar para evitar la deshonra de rendirse. Cuando volvió a pisar tierra japonesa, Shōichi Yokoi se limitó a decir “Le he fallado al Emperador, es vergonzoso, pero he vuelto”. Desde entonces esta se ha convertido en una expresión popular.
Nada hacia pensar que este aprendiz de sastre se convertiría en uno de los últimos soldados del Emperador en deponer las armas. Se alistó en 1941 y llegó a las islas Guam dos años más tarde. Durante la ofensiva americana, Yokoi y un grupo de 10 soldados quedaron desconectado del cuerpo principal del ejército. Para evitar ser capturados, se adentraron en la selva. Siete de los fugitivos respondieron a la convocatoria de rendición que anunciaban los norteamericanos con altoparlante. Lo hicieron de noche, pensando que Yokoi los castigaría como desertores. Él no creía en esos anuncios, eran trampas de los americanos. Además sus órdenes habían sido concluyentes, jamás claudicar … Para él, la mayor deshonra hubiese sido ser capturado por el enemigo. A fin de evitar esta desgracia, Yokoi y su pelotón se aislaron en la jungla, borraron sus huellas y se internaron en la selva donde vivían de cazar sapos y culebras, además de algún ganado que pudiesen encontrar. Para evitar las inclemencias del tiempo, Yokoi cavó un refugio subterráneo que compartió con los pocos hombres que le quedaban. Ocho años antes de ser capturado murió su último compañero, aparentemente de hambre. Mantenerse ocupado le permitió adaptarse al medio. Eso no le sirvió cuando volvió a la civilización, aunque haya sido recibido como un héroe. A los 57 años aun sentía vergüenza por haberse entregado y el mundo que se abría ante sus ojos, era extraño y complicado …no podía entender que el valor de las cosas se haya elevado a esos niveles. Tampoco podía creer que pudiesen imprimirse billetes de diezmil yens, una cifra impensada en su juventud.
Sin embargo, Yokoi no fue el último soldado del Emperador. El teniente Hirō Onoda y el soldado Teruo Nakamura tampoco capitularon, se entregaron en 1974, Nakamura 6 meses después del teniente.
Los tres recibieron las pensiones atrasadas, y tanto Onoda como Yokoi redactaron libros en los que contaban esos años de soledad y honor (Nakamura no era japonés y su condición de soldado raso no excitó la imaginación popular). El Emperador les concedió entrevistas a estos hombres que habían llevado hasta casi las últimas consecuencias las órdenes de no rendirse.
Yokoi volvió a Guam en más de una oportunidad y donó dinero para una escuela local. Finalmente a su muerte, fue enterrado en la cueva donde habían transcurrido casi 30 años, quizás, los mejores de su vida.