En 1923 el rey Alfonso XIII de Borbón (llamado “el Africano”) había estado a punto de perder su trono entre crisis políticas y militares, pero el general Miguel Primo de Rivera lo preservó, suspendió la vigencia de la constitución y declaró una dictadura. Esto hizo que el rey quedara desligitimado, pero la dictadura duraría varios años.
La izquierda española enfrentó la política represiva del general; los sectores de derecha tampoco lo apañaban, estaban en contra de los intentos de Primo de Rivera (no muy notables, tampoco) de hacer una reforma social. En resumen, ambos sectores lo acusaban de incompetente.
El régimen de Primo de Rivera se fue desmoronando por razones internas sociales y políticas. Desde su proclamación en 1923, la dictadura había tenido que hacer frente a demasiadas asechanzas. Y las más peligrosas para el general no eran las de la izquierda, pues esas había sabido combatirlas, sino las que venían del propio ámbito castrense, fundamentalmente porque de Rivera se había propuesto institucionalizar el régimen dictatorial; de hecho, creó en 1924 la Unión Patriótica como “partido” del sistema, nombró una asamblea nacional afín en 1927, redactó una constitución de corte corporativista y neo-tradicional en 1929… Y la verdad es que los militares querían dejar las cosas tal como estaban desde el principio. Todo eso, además, molestaba sobremanera a las izquierdas, y no molestaba menos a los sectores privilegiados de la derecha. En las elites del país había un intenso clima de inquietud y desazón. España era una de las naciones más pobres de Europa y la Gran Depresión la había golpeado con dureza.
El propio rey Alfonso XIII manifestó a Primo de Rivera la conveniencia de que se marchara. El dictador presentó su dimisión al rey en enero de 1930, y murió unas semanas después. Casi al mismo tiempo comenzaban las agitaciones; los socialistas conspiraban junto a los republicanos para cambiar el régimen.
El rey Alfonso XIII encomienda el gobierno al general Dámaso Berenguer. El filósofo Ortega y Gasset escribe entonces un sonado artículo titulado “El error Berenguer”: “lo que España necesita no es un mero cambio de gobierno, sino un cambio de espíritu: víscera cordial, energía nacional, altura histórica”. Ortega funda con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala la “Agrupación al Servicio de la República”, que será la cobertura intelectual de un comité que, en el plano de la maniobra política, ya está trabajando para derribar a la monarquía: terminaron presos, aunque con penas leves.
El Pacto de San Sebastián, firmado el 17 de agosto de 1930 por los más destacados líderes políticos del momento, rubrica que la república supone una aspiración concreta, dotada de un proyecto político determinado y un plan de actuación definido. En resumen, allí se acuerda convocar unas Cortes Constituyentes Republicanas, garantizar la libertad religiosa, acometer la reforma agraria y reconocer el derecho de autonomía de las regiones que lo soliciten en las Cortes.
Alfonso XIII decide sustituir a Berenguer y busca entre sus amigos, los políticos de la vieja situación, alguien que pudiera presidir el gobierno. Todos le dicen que no; hasta ese punto la monarquía había perdido pie. Finalmente se constituye un nuevo Gobierno encabezado por el almirante Juan Bautista Aznar. Era el 18 de febrero de 1931. Una semana antes se había publicado el manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República. La situación parece irreversible.
El 12 de abril de 1931 se celebran elecciones municipales, ya a esta altura transformadas de hecho en un plebiscito. Los monárquicos vencen en la mayoría de las provincias. Los republicanos han perdido y lo saben. Pero… han ganado en las capitales de la mayoría de las provincias, y eso les da grandes expectativas para las próximas elecciones generales. Ninguno de ellos piensa que pueda hacerse con el poder al día siguiente, pero intuyen que llegarán a él. Los monárquicos, por su parte, han ganado, pero están aterrados al ver que las capitales de provincias están en manos republicanas. La sensación que prevalece es que el ganó, en realidad perdió, y viceversa. “las elecciones al revés”, se comentaba.
A partir de aquí se desata una febril actividad “detrás de las cortinas”. Hay dos fuerzas que empiezan a actuar a la vez. Por un lado, los monárquicos, ya en rendición (pensar que acababan de ganar…). La segunda fuerza se mueve muy rápidamente y comienza a actuar: son los republicanos. Una parte de ellos decide agitar la calle, mientras Miguel Maura, una de las cabezas del movimiento republicano, empieza a maniobrar a toda velocidad.
La Corona está dispuesta a que haya cuanto antes elecciones constituyentes. Maura corre a ver a sus compañeros del comité revolucionario. Sin perder un minuto, se dirige al Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, donde ya está la muchedumbre movilizada. La mayoría de los líderes republicanos teme que en cualquier momento llegue la guardia civil y los meta a todos en la cárcel. Y la guardia civil llega, sí, en la persona de su jefe, el general Sanjurjo, pero no para detener al comité revolucionario, sino para ponerse a las órdenes del “nuevo Gobierno”. Los republicanos no pueden creer lo que ven, y comienzan a sentir que han ganado. Ese mismo día, Alfonso XIII se marcha de España.
Los republicanos tenían el camino expedito. Algún tiempo después, Miguel Maura reconocería: “Nos regalaron el poder”. Había nacido la Segunda República Española.
Éibar, ciudad de Guipúzcoa, en el País Vasco, fue la primera ciudad en alzar la bandera tricolor republicana (de tres franjas horizontales, roja arriba, amarilla en el centro y morado abajo), la madrugada del martes 14 de abril de 1931, a las seis y media de la mañana. La corporación municipal recién elegida en las elecciones del domingo (uno de los municipios en los que perdieron los monárquicos)10 concejales socialistas, 8 republicanos y 1 del PNV) proclamó la Segunda República. La bandera tricolor fue izada por el concejal más joven, Mateo Careaga.