En diferentes intentos, Truman (Plan Baruch en 1946) y Eisenhower (“Átomos para la paz” -a quién se la habrá ocurrido ese nombre- en 1953 y “Cielos Abiertos” en 1957) se toparon con el escepticismo de Moscú y con su propia ambivalencia. Como contrapartida, las demandas y propuestas de prohibición total por parte de Khruschev no convencían a Washington (el bueno de Nikita no era ninguna carmelita descalza, tampoco).
A partir de los sesenta aparecieron los satélites espías, que facilitaron la “inspección mutua” sin necesidad de invadir el espacio aéreo o terrestre de la potencia rival. En ese contexto, la crisis de los misiles de Cuba en 1962 casi termina de la peor manera. En 1963, luego de 17 años de intentos fallidos, la “diplomacia nuclear” logró la firma del Tratado de limitación de ensayos. Cien países (ni China ni Francia entre ellos) firmaron entonces el mencionado Tratado, que prohibía los ensayos aéreos, submarinos y espaciales, pero sí permitía los subterráneos. El pacto, más simbólico que otra cosa, no terminó con la carrera armamentista pero demostró al menos que con Moscú se podía llegar a algún acuerdo, con las dosis necesarias de persistencia y sentido común (estamos hablando de armas nucleares, ejem).
Durante la carrera armamentista, las superpotencias siguieron una política de disuasión nuclear basada en el MAD (“destrucción mutua asegurada”), o sea: mientras una potencia no aventajara a la otra en cuestión de misiles, ninguna los utilizaría. Esta política estratégica resultó una disuasión efectiva mientras pocos países contaban con arsenales nucleares, pero hacia finales de los sesenta China y Francia se habían sumado a Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética como países “nucleares”, y varios países más estaban a punto de hacerlo. Se ve que todos querían jugar al gran juego de las bombas y los cohetes teledirigidos.
A la vez, como patrocinadoras del Tratado de No Proliferación de 1968 (TNP) pensado para detener la proliferacón de armas nucleares, las superpotencias intentaron evitar que la tecnología de las bombas se difundiera a otros países (los juguetitos son para jugar nosotros solos). Entonces EEUU y URSS acordaron guardar los secretos nucleares, y otros 43 países prometieron no aumentar sus arsenales. Nuevamente, Francia y China, que estaban en pleno proceso de fabricación de bombas, se negaron a firmar el tratado.
Así las cosas, considerando tanto EEUU como URSS que habían alcanzado algo así como un equilibrio nuclear estratégico, en el año 1969 ambas potencias decidieron abrir la ronda de negociaciones sobre desarme conocida como “Strategic Arms Limitation Talks” (SALT), que en español sería “Conversaciones para la Limitación de Armas Estratégicas”.
Las sesiones preliminares de las SALT I comenzaron el 17 de noviembre de 1969 en Helsinki. Durante los dos años y medio siguientes, delegaciones norteamericanas y soviéticas se reunieron con regularidad. En total fueron 434 reuniones (se ve que o tenían muchas cosas para contarse o no se ponían fácilmente de acuerdo), hasta que finalmente Leonid Brezhnev y Richard Nixon firmaron el acuerdo SALT I en 1972.
El segundo acuerdo SALT I ponía un límite al número de misiles que podía tener cada país. En otras palabras, congelaban temporalmante el armamento ofensivo nuclear. No se eliminó ningún misil y se redactaron normas que estipulaban cierta valoración del armamento preexistente.
Estas conversaciones llevaron estos temas a una agenda casi diaria, de alguna manera institucionalizaron la “diplomacia nuclear” y crearon un órgano semipermanente para las negociaciones de las superpotencias.
Más adelante, en 1972, ambas potencias acordaron iniciar un programa espacial conjunto, materializado en 1975 con el ensamblaje espacial Apolo – Soyuz.