Saint-Exupéry, el último de los románticos

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El éxito de El Principito

El germen de la historia surgió como encargo del editor norteamericano de Saint-Exupéry, que le pidió un relato de Navidad. Actualmente está traducido a cientos de idiomas de todo el mundo y es uno de los libros más leídos y famosos de la historia.

Saint-Exupéry en una foto tomada en 1936

Saint-Exupéry en una foto tomada en 1936

Saint-Exupéry en una foto tomada en 1936

Saint-Exupéry en una foto tomada en 1936.

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Escritor y mucho más

Antoine de Saint-Exupéry ha pasado a la historia como uno de los escritores más leídos de todo el mundo, pero sus gestas en el mundo de la aviación también fueron notables.

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“No estoy muy seguro de haber vivido después de la infancia”, le escribió Saint-Exupéry a su madre. Tenía treinta años y ya había apuntados varios logros en su casillero vital: había acabado el servicio militar, se había enrolado como piloto, había estado en el Sahara, escrito su primera novela y alcanzado el éxito literario con Vuelo nocturno (1930). De ahí que la confesión que hizo a su madre sea hoy tan relevante; a pesar de todas las aventuras, y a pesar de todas las que le quedaban por vivir, todo quedaba desdibujado a la luz de la verdadera aventura de la infancia.

EL PEQUEÑO PRÍNCIPE

Bautizado con cinco nombres, Antoine Jean Baptiste Marie Roger de Saint-Exupéry nació en una familia aristocrática venida a menos, el 29 de junio de 1900. Perdió a su padre cuando tenía solo cuatro años, y desde entonces, fue su madre la que cuidó de él y de sus cuatro hermanos, un niño y tres niñas. Desde que faltó el padre les ayudó una tía, la condesa de Tricaud, quien les alojó bajo su protección en el castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, muy cerca de Lyon.

El pequeño Antoine —siempre con su pelo rubio y alborotado— ya apuntaba maneras y era el centro de un torbellino de juegos y travesuras. Su imaginación era desbordante y el vuelo era uno de sus temas favoritos. Cuando le llamaban para bañarse, siempre contestaba lo mismo: “No puedo —decía con cara seria— estoy en mi aeroplano”.

Renunció a aquel paraíso infantil con la edad de nueve años, cuando junto a su hermano François y su hermana Gabrielle (los tres mayores), dejó la libertad del castillo para conocer la autoridad de un internado en Le Mans.

¡HAY QUE SER UN INCENDIO!

Aquella intensidad infantil le caracterizó también de adulto. No era difícil encontrar a Saint-Exupéry insomne a altas horas de la madrugada, escribiendo absorto, cigarrillo tras cigarrillo hasta que las colillas desbordaban el cenicero. Detestaba las convenciones sociales, el orden y las rutinas. Incluso era habitual que en mitad de la noche despertara a algún amigo para mantener una fluida charla, mientras al otro lado del teléfono, todos aguantaban entre estoicos y adormecidos.

Yvonne Lestrange, una prima lejana de su madre, fue clave en su vocación literaria. Saint-Exupéry, que no era un estudiante aplicado y, en cambio, sí era un asiduo de la bohemia, había llegado a París para estudiar. La combinación de ambas características le condujeron a serias estrecheces económicas que decidió solventar con la invitación de su prima lejana, que lo acogió en una habitación. El apartamento, situado en la orilla izquierda del Sena, albergaba un salón literario al que acudían algunas de las personalidades de la cultura más importantes de la época.

Deslumbrado por aquel mundo al que Yvonnes le abrió las puertas, Antoine, comenzó a escribir algunos poemas. Cierto que la prima los encontró demasiado sentimentales, pero también vió suficiente talento como para animarle a seguir escribiendo.

Como cuenta Montse Morata en Aviones de papel, aquellos años y la influencia de los escritores que conoció en el apartamento fueron decisivos en la publicación de Correo Sur, su primera novela y de la segunda, Vuelo de Noche, con prólogo de André Gide. Algunos años más tarde, en una entrevista publicada el 27 de mayo de 1939, Saint-Exupéry definió su propia poética: “Para mí volar o escribir son la misma cosa”.

A pesar de sus primero éxitos, Antoine no pensaba dedicarse profesionalmente a la escritura, antes creía que tenía que vivir. Además, no se sentía cómodo con la etiqueta de escritor y todo lo que representaba: un despacho, una rutina de trabajo, reuniones, editores, cifras de ventas…

TODA UNA VIDA EN EL CIELO

La escena tenía cierto aire épico: la tarde era lluviosa y las gotas repicaban sobre la chapa de los hangares de la Compañía Latécoère, en Toulouse. Hacía solo dos meses que Saint-Exupéry había sido contratado. Por fin encontraba un oficio afín a su vocación aventurera. Aquella tarde, un 14 de diciembre de 1926, el joven recibió la noticia que tanto ansiaba escuchar: “Mañana volará”.

No lo tuvo fácil desde que en abril de 1921 se incorporara al Segundo Regimiento de Aviación de Estrasburgo, donde hizo su servicio militar. Ahí es donde entró en contacto con el mundo de la aviación que le fascinaba desde niño. Así que, tratando de ahorrarse los dos años de la carrera militar, se decantó por obtener la licencia civil de aviación, a pesar de lo costoso. Para ello, Saint-Exupéry pidió a su madre dos mil francos de la época para poder dar las clases necesarias. La madre, incapaz de negar nada a su hijo, solicitó un préstamo para conseguir la abultada cantidad.

Al fin logró la licencia con 21 años recién cumplidos, lo que le permitía también hacerse con la militar. Para recibir la formación fue destinado a Casablanca. A su vuelta a Francia diría: “He pasado días de melancolía al fondo de una barraca podrida, pero ahora lo recuerdo como si fuese una vida llena de poesía”. Tenía veintitrés años y ya era un joven piloto que quería seguir en el ejército, pero el amor se cruzó en el camino —y no sería el único encontronazo amoroso que le depararía la vida—. Su amada, Louise de Vilmorin, de familia rica, le exigió dejar ese mundo para poder seguir con ella. Saint-Exupéry renunció a su pasión y los jóvenes fijaron la fecha de la boda para finales de 1923.

El caso es que el noviazgo no funcionó. Parece ser que a Louise de Vilmorin, habituada a tratar con ministros, hombres influyentes y escritores de éxito, aquel pobre muchacho le pareció poco partido y decidió romper la relación. También vendió el anillo de prometida, por lo que Saint-Exupéry se vio sin novia y alejado de lo único que le apasionaba: pilotar aviones. Corrían los primeros meses de 1926 y añoraba pilotar, pero desesperado se tenía que contentar con los oficios que encontraba, como el de representante de la compañía de camiones Saurer, que al menos le permitía viajar.

Finalmente, en la compañía Latécoère, Saint-Exupéry conoció a muchos de los pioneros que formaron parte de la época dorada de la aviación. El 15 de diciembre de 1926, el escritor realizó su primer vuelo en solitario en un avión que transportaba el correo entre Toulouse y Perpiñán. Parece poca cosa después de los logros emocionantes que lograría más tarde: volaría por el norte de África, cruzaría el Atlántico, fue de los primeros pilotos que cruzaron el cielo nocturno sólo guiado por las estrellas y trazó una arriesgada línea de correo por los Andes. Ahí, participando de todas aquellas conquistas, se escribe la leyenda de Saint-Exupéry como piloto.

EL PADRE DEL PRINCIPITO

Poco podía imaginar aquel aguerrido piloto, mecánico, aventurero y periodista en la Guerra Civil Española que pasaría a ser recordado más como el padre del Principito. Tampoco pudo llegar a imaginar que aquella historia publicada el 6 de abril de 1943 por la editorial Reynal & Hitchcock en Nueva York se convertiría en uno de los libros más vendidos y traducidos de todos los tiempos.

No es que a su autor le faltara imaginación para ver el futuro éxito de El Principito, si no que lo consideró una obra menor, igual que le pareció a la editorial Gallimard, que no la incluyó en su importante sello hasta 1946, después de la guerra y de la misteriosa desaparición del autor.

El germen de la historia surgió como encargo del editor norteamericano de Saint-Exupéry, que le pidió un relato de Navidad, pero el autor no estaba inspirado, ni interesado, así que dibujos y borradores quedaron guardados en el cajón. Finalmente, escribió el libro en el momento en el que el exilio y los sinsabores de algunas relaciones rotas le abocaron a una excesiva sensación de soledad.

La crisis vital requería recuperar la mirada soñadora de su infancia, escribir el cuento desde los ojos de un niño, pero el autor se desdobló a su vez en el piloto de la historia. Al final, todos los personajes y todos los símbolos —la rosa, el pequeño zorro solitario, los baobabs…-— están relacionados con su propia vida. Había llegado el momento de, por fin, tal como dijo al inicio de su carrera como escritor, plasmar la vida vivida en la escritura: eso sí, tamizada por una poesía enternecedora.

LA DESAPARICIÓN

Saint-Exupéry fue al encuentro de su destino a pecho descubierto, viviendo de la forma más honesta que supo, siempre creyendo en un humanismo por el que luchó, ya fuera con su pluma o con su avión. Precisamente, ese ir al encuentro de su propio destino le llevó a desaparecer misteriosamente, igual que su personaje en El Principito, el aviador, acaba protagonizando su propia desaparición.

Dicen que su comandante en el Segundo Regimiento de Aviación de Estrasburgo le espetó: “Usted jamás se matará en la aviación, porque ya lo habría hecho”. Y es que Saint-Exupéry era tan valiente como despistado y ya en la formación había protagonizado algún que otro accidente. Lamentablemente, aquel comandante se equivocó.

A pesar de que la edad y su maltrecha salud lo desaconsejaba, Saint-Exupéry insistió hasta lograr ser aceptado de nuevo en el ejército. Francia estaba ocupada y él siempre había sido hombre de acción. Era 1944 y le autorizaron a realizar cinco misiones de reconocimiento. La mañana del 31 de julio de 1944, partió en vuelo de reconocimiento desde su base de Córcega, pero al poco se perdió su pista y ya nunca volvió. Tal vez aprovechase para sobrevolar por última vez aquel castillo cercano a Lyon, su refugio infantil.

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