Revolución de Mayo: la expulsión del Virrey Cisneros y su intento de contrarrevolución

Hay una estrofa del himno que, cuando sonaba, hacía retirarse a las autoridades españolas de toda reunión. “A sus plantas rendido un león” fue la frase que, por orden del nieto de Vicente López y Planes, el entonces ministro del presidente Roca, Lucio Vicente López, fue suprimida de la célebre composición musical que hoy cantamos en su versión acotada. Que el león ibérico se rinda a los pies de una nueva nación, no era un mensaje que agradara a las autoridades españolas.

A orillas del Plata, tan solo años después que criollos y españoles hubiesen luchado hombro contra hombro para expulsar la invasión británica, ahora unos peleaban contra otros a fin de independizarse, eso es, tener el control de los resortes económicos. A no engañarse, la libertad que exigían unos, era la libertad de comercio. ¿Y con quién querían comerciar? Justamente con quienes tan solo años antes habían echado a sangre y fuego de estas tierras, los ingleses.

El almirante Baltasar Hidalgo de Cisneros y de la Torre, miembro de la orden de Carlos III, condecorado con la Gran Cruz de la Orden de San Hermenegildo, tuvo la ingrata tarea de representar a un rey preso por las intrigas napoleónicas. Su padre, Francisco Hidalgo de Cisneros y Seijas había sido teniente general de la Real Armada, y era descendiente de una familia con una larga tradición de servicios a la corona. Tenía solo quince años cuando Baltasar ingresó a la Academia de Guardiamarinas del Cádiz. Siendo teniente de fragata capturó al bergantín corsario Rodney. De allí en más, Cisneros tuvo una notable carrera, capturó naves corsarias y enfrentó con éxito a varios barcos británicos. Intervino en la expedición contra Argel y participó en el bloqueo de varios puertos franceses después de la revolución de 1789.

Desde 1803 fue comandante de la nave insignia “Santísima Trinidad” la nave más grande de la armada, conocido como “El Escorial de los mares”, formando parte de la alianza franco hispana que enfrentó en Trafalgar a la flota de Nelson. La Santísima Trinidad se batió bravamente, en singular combate con el “Victory”, nave capitana del almirante Nelson. El incesante cañoneo desarboló al barco de Cisneros, dos certeros disparos le arrancaron el timón, impidiéndole a la Santísima Trinidad maniobrar, quedando a merced de los británicos que descargaron sus cañones contra el navío indefenso.

Mientras la Santísima Trinidad se iba a pique, Cisneros, a pesar de sus heridas insistió en que se hundiría con su nave, como señalaba la tradición marinera. Fueron los británicos quienes acudieron a su auxilio, lo pusieron en una de sus naves y lo condujeron como prisionero en Gibraltar, no sin antes ofrecer una guardia de honor mientras se recuperaba de una conmoción cerebral que le dejaría como secuela una fuerte hipoacusia. De allí en más sería el “sordo Cisneros”. Restituido a su país, fue ascendido a teniente general.

Cuando Fernando VII abdicó en favor del José Bonaparte, estalló la guerra contra Francia. Ayer aliados, hoy enemigos mortales. Elegido vicepresidente de la Junta Central de Sevilla, se lo nombró Virrey del Río de la Plata. ¿Porqué a un guerrero, a un héroe nacional se le otorgó un alto cargo pero tan lejos de su patria envuelta en una guerra? Algunos sostienen que el almirante tenía buenos vínculos con Carlota, la princesa casada en mal matrimonio con Juan de Braganza, el regente portugués, hijo de la Reina loca.

Cisneros llegó a una ciudad lleno de intrigas y lo primero que hizo fue entrevistarse con su predecesor, Santiago de Liniers. Después de cierto recelo inicial, el hombre le cayó en gracia y Cisneros escuchó atentamente su consejo de no tocar a las milicias, especialmente las criollas. Lo mejor era no exacerbar los ánimos y así dejó las cosas Cisneros, sin saber que estaba firmando su propia sentencia.

El segundo tema que debió enfrentar fue el dinero. Como siempre, nunca había suficiente. Un clásico de la historia peninsular, que arrastraba deudas desde los gloriosos días de Felipe II. Don Hidalgo no encontró mejor forma de recaudar fondos recurriendo a lo que los ingleses proponían, el libre comercio. Desde noviembre de 1809 no fue necesario que los porteños realizasen sus actividades comerciales escondidos en las sombras del contrabando, la práctica habitual en estas orillas, ya que ahora podían hacer a plena luz del día lo que venían haciendo a escondidas, comprar mercadería británica.

La situación se hizo más complicada cuando llegó la noticia que la Junta de Sevilla, organismo que le había otorgado la potestad de ser el enviado del Rey, cayó en poder de los franceses y solo una pequeña isla frente a Cádiz resistía al invasor. No imaginaba Cisneros que sus súbditos pedirían su sustitución mediante un Cabildo abierto, cuyos votos fueron digitados por los porteños con el apoyo de las milicias criollas que él había permitido subsistir.

Intentó por todos los medios mantenerse en el cargo, figurando como presidente de una “Primerísima” Junta. La gente estaba tan enfurecida por esta iniciativa de Cisneros, que rompieron los volantes impresos. La única copia disponible se halló en Río de Janeiro, años más tarde. Ante el curso de los acontecimientos, Cisneros tomó contacto con Liniers. Sabiendo que contaba con apoyo en Córdoba, instó a su predecesor a iniciar una contrarrevolución.

Destituido de su cargo, don Baltasar quedó a disposición de los revolucionarios, quienes prefirieron enviarlo a su patria en un viaje accidentado y controvertido. En España el mismo Cisneros pidió ser juzgado para que se valorase su actuación. Exonerado de toda culpa, fue nombrado comandante general del departamento de Cádiz donde las autoridades lo convocaron para participar en una expedición punitiva a las colonias americanas. El levantamiento de Riego puso fin a la formación de este ejército y Cisneros fue detenido hasta que jurara su lealtad a la Constitución liberal, como lo había hecho Fernando VII. Por varios meses, el ex Virrey permaneció alejado de la política. La fidelidad de Cisneros a la corona fue compensada con la capitanía general de Cartagena, ciudad en la que murió en 1829 a los 73 años, habiendo servido “con lustre a la patria, al esplendor de la Armada y al brillo de las armas navales de España”.ç

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Este texto también fue publicado en Perfil

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