Delgada, alta, esbelta, con ese señorío y ductilidad que sólo exhibe quien ha conseguido seguridad en sí mismo y cuenta con cabal comprensión de por qué hace aquello que se encuentra realizando.
Así recuerdo a Sara Gallardo Drago Mitre; quien firmaba sus artículos y libros sólo con el primer apellido al cual Hugo Guerrero Martineitz pronunciaba con especial ritmo cada vez que ella participaba como invitada en ese programa radial -El show del minuto- que concitaba audiencias de millones de personas en todo el país, hacia la media tarde. Porque, en efecto, Sara Gallardo fue una de las primeras escritoras que aceptó el desafío de la presencia en lo que -ahora- son denominados medios masivos de comunicación.
Lo más probable es que aquellos diálogos entre el controvertido conductor y la joven autora no hayan quedado registrados para la historia de las letras argentinas. Descuido tan habitual en nuestro país. Algunos memoriosos recordamos ciertos momentos, algunas ironías dichas en contrapunto, precisas descripciones de acontecimientos que entonces conmovían.
Contaba 27 años cuando publica su primera novela -Enero- donde ya se destaca su enorme capacidad para transmitir al lector situaciones, estados emocionales y escenarios. La obra será traducida al checo y al alemán. Exactamente diez años después Los galgos, los galgos recibirá el Primer Premio Municipal de Novela. Para entonces hace tiempo que practica el periodismo escribiendo columnas en el diario La Nación y las revistas Primera Plana y Atlántida.
Tal es su popularidad, que la revista semanal Confirmado (del 18 de julio de 1968) le dedica la tapa -constituida sólo por una foto de ella parada en un balcón- titulando “Sara Gallardo, ese bicho.” Algo absolutamente fuera de lo común para una escritora; aunque hubiera sido habitual tratándose de una actriz que estrenaba su nueva película. Esa fue nuestra biografiada. Alguien dispuesto a conseguir -sin perseguirlo en particular- hechos inimaginables en otros.
ENTRAMADO VITAL
En esa entrevista de la revista Confirmado se autodescribió de este modo: “En mi caso escribir -y escribir mucho, aunque sea de manera imperfecta- significa un esfuerzo por desenrollar una especie de madeja interna. Llegar a ser, mediante el trabajo, uno mismo. Es decir, trascenderse a sí mismo para llegar a ser quien uno es y no sabe.” Alcanzaría con estas palabras para comprender el entramado de su vida. Es una mujer, profundamente imbuida de espiritualidad, que ha decido darle un sentido singular a su existencia terrena. Lo cual explica la gran afinidad con Héctor A. Murena tanto como la herida que su muerte ha de provocarle.
En su vida viajar fue piedra angular. Comentaba que eso le servía para entender mejor la condición humana tanto como su propia personalidad. Hizo recorridos -algunos prolongados- por el continente americano, Europa y el Cercano Oriente. En una de las travesías por esas latitudes realizó en Chipre -para la revista Atlántida- una entrevista al arzobispo Makarios III, primado de la Iglesia Ortodoxa Chipriota y primer presidente de la República de Chipre.
Sara Gallardo (nacida el 23 de diciembre de 1931, en Buenos Aires) se casó dos veces. Primero con el escritor y guionista Luis Pico Estrada. Después con Héctor A. Murena. ƒste último, poeta ocupado en temas esotéricos, espirituales y de la Tradición Hermética.
Fue Sara Gallardo quien en 1977 compiló para Editorial Fraterna y realizó el prólogo de El secreto claro páginas en las que se transcriben algunos de los diálogos con David J. Vogelmann (autor de una notable versión al castellano del I Ching) ocurridos entre 1971 y 1972 en el programa que ambos hacían en Radio Municipal (actual Radio Ciudad de Buenos Aires).
Muy afectada por la muerte de Murena (ocurrida en 1975), se radicó -junto con sus hijos- en la residencia cordobesa “El Paraíso”, propiedad de Manuel Mujica Lainez. Ello le favoreció para la necesaria reflexión sobre los momentos que atravesaba, contar con tiempo para la confección de futuras obras así como el diálogo sereno, sin apuros, no sólo con el dueño de casa sino con otras personalidades de las artes y las letras que allí acudían invitados por Manucho.
Recordaba Sara Gallardo que la hospitalidad del autor de Bomarzo le parecía excesiva a punto tal que no le permitía pagar ni siquiera las llamadas telefónicas a larga distancia -que por ese entonces tenían precios elevados- y que cuándo ella le reclamaba abonarlas, Mujica Lainez respondía gesticulando y en alta voz: “Aquí se invita así.” Dando por zanjada la discusión.
Fiel a su necesidad viajera, marchó hacia Europa recorriendo -una vez más- Suiza, Italia y España. País este último donde escribió -1979- el que sería su último libro La rosa en el viento.
Ya en Buenos Aires, el 14 de junio de 1988, debido a un ataque de asma fallecía con sólo 57 años de edad.
De su obra la que siempre me ha resultado más atrayente es una de las menos atendidas. Me refiero a Pantalones azules (1963), texto al que -desde mi juventud- suelo dar una lectura en los meses veraniegos.
Estaba yo con Gallardo en una edición de la feria del libro de Buenos Aires, conversando mientras ella aguardaba para ir al stand donde firmaría libros a lectores y admiradores y le dije que, para mí, Pantalones azules era el libro que más me atraía. Jamás olvidaré su respuesta, espontánea y sincera: “¡Ese es el libro que yo menos quiero!” Nunca estuvo dispuesta a explicarme la causa de tal sentimiento.
Me es imposible concluir estas líneas sin traer el siguiente recuerdo: El escritor, poeta y crítico Juan-Jacobo Bajarlía me había invitado a tomar un chocolate durante cierta soleada pero muy fría tarde porteña. El convite era en el Tortoni, de Avenida de Mayo, y la causa era que estaría Sara Gallardo. Bajarlía conocía bien lo importante que era para mí aprovechar toda ocasión para escuchar de cerca a la autora.
El encuentro fue muy provechoso, intelectualmente hablando. Sara se retiró antes que nosotros. Bajarlía viendo cómo seguía yo con la mirada su partida, puso una de sus manos en mi hombro para decirme: “Imposible no enamorarse de Sara Gallardo, ¿cierto?” Un sabio Juan-Jacobo Bajarlía.