¿Qué bailó Isadora Duncan para celebrar el estallido de la revolución rusa?

Lo suyo era la revolución. Isadora Duncan no solo rompió con los esquemas clásicos de la danza, también vivió una vida que se alejaba de los convencionalismos de principios del siglo XX. La libertad imperaba en los movimientos rítmicos de su cuerpo y en los de su corazón. La mujer que aprendió a bailar observando las olas y que se inspiró en la Grecia clásica para crear su propio estilo, no pasó de puntillas por los cambios políticos del agitado periodo histórico que le tocó vivir. Intervino. A su manera. Bailando y viviéndolos con intensidad.

No llegó a cumplir los 50 años. Su vida se truncó para siempre en un fatal accidente que todavía recuerda la memoria popular. Mientras conducía su Bugatti por las costas de Niza, su largo foulard rojo, que llevaba envuelto en el cuello y que bailaba al ritmo del viento, se enredó en una de las ruedas del vehículo. No pudo deshacerse de él.

Rojo y etéreo, el velo de su muerte fue el mismo que agitó para celebrar unos años antes sus simpatías por la joven Unión Soviética, donde llegó en 1921 para fundar una escuela de danza. La aventura rusa acabó en matrimonio, a pesar de sus ideales de libertad, con el poeta de la revolución Serguei Esenin. El romance duró poco.

Apoyo a la revolución

Pero antes de todo esto, Isadora, siempre comprometida con la lucha social, quiso mostrar su apoyo a la revolución rusa el mismo día que conoció el inicio de la revuelta contra el régimen zarista. Se encontraba actuando en el Metropolitan Opera House de Nueva York. “La noche aquella de la revolución rusa bailé con júbilo feroz. Mi corazón estallaba dentro de mi pecho al sentir la liberación de todos aquellos que habían padecido, que habían sido torturados y que habían muerto por la causa de la humanidad”, explica en su autobiografía (publicada en español por Memorias Clementine).

Es por este motivo que aquella noche bailó “con el verdadero espíritu revolucionario que la inspiró”, como ella misma apunta, uno de los himnos más célebres de todos los tiempos, La Marsellesa. Ahora bien, no era la primera vez que escogía la melodía creada en 1792 por Claude Joseph Rouget de Lisle para poner el colofón a sus representaciones en Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial antes de que la potencia entrara en el conflicto bélico.

“Como llegaba de la heroica y ensangrentada Francia, me indignaba la aparente indiferencia de América, y una noche, al terminar mi función, me enrollé al cuerpo un chal rojo e improvisé La Marsellesa“, dejó escrito en sus memorias. No obstante, la noche de la revolución rusa, la Duncan ofreció un segundo bis, muy significativo, solo para esa ocasión: la M archa eslava de Chaikovski con su himno al zar. El objetivo era muy claro: reflejar “la humillación de los siervos bajo los chasquidos del látigo”. Y, como no podía ser de otra manera, utilizó para ello su foulard de sangre y muerte.

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