La tarde en que lo mataron, Jean Jaurès pensaba que la guerra podía evitarse. Lo discutía con sus colegas, mientras cenaba en el Café de Croissant, cuando un cañón de revolver separó los visillos de la ventana y descerrajó dos balas en su cabeza. De eso hoy se cumplen 100 años. Había transcurrido un mes desde el crimen de Sarajevo y Europa entera rodaba hacia el precipicio. Con la oportuna dosis de cinismo que se precisa en ocasiones para absolverse ante la propia conciencia, sus clases rectoras pensaban que la guerra, inevitable ya, necesaria incluso, sería culpa de otros. Pero Jaurès, dispuesto hasta el último minuto a prevenir la debacle, tenía dos bazas que jugar todavía: la unidad del movimiento obrero europeo y el prestigio de su propia figura.
El gran pacifista, el orador insuperable, el unificador del socialismo francés, había denunciado durante años, sin encubrir la rapiña francesa en África, la glotonería imperialista de las potencias europeas. Se había opuesto —sin éxito— a la ampliación del servicio militar a tres años, adoptada por el Gobierno francés para emular al alemán. (Para la encabritada prensa nacionalista ya siempre sería Herr Jaurès). Tampoco había logrado de los demás líderes del movimiento socialista el compromiso explícito de convocar la huelga general de los obreros europeos en caso de guerra. Contaba con poder acordar una estrategia conjunta el 9 de agosto, fecha prevista para una gran reunión de la II Internacional en París. Podía ser tarde. El Zar había firmado el decreto de movilización general. Se precisaba un golpe de efecto y Jaurès tenía a su disposición la tribuna de L’Humanité, el diario que él mismo había fundado en 1904 para divulgar el socialismo democrático.
Aquella noche iba a escribir un largo artículo que sacudiera la opinión pública europea. No pudo. La portada del día siguiente no trajo su firma al pie de un nuevo y martilleante J’accuse, sino la noticia de su muerte a manos de un tal Raoul Villain, seguidor de Acción Francesa, el partido nacionalista de Charles Maurràs. Dijo el verdugo: “Si he cometido este acto es porque el señor Jaurès ha traicionado a su país con su campaña contra la ley de los tres años [de servicio militar]. Juzgo que hay que castigar a los traidores y que es posible entregar la propia vida por esa causa”.
No es preciso ser socialista para llorar hoy la muerte de Jaurès, el tipo de líder político que la historia acaba honrando con la gala de la universalidad. Republicano radical, se convirtió al socialismo al calor de la huelga de los mineros de Carmeaux. De Marx y de Blanc asumió la crítica al capitalismo y el compromiso con la apropiación en común de los grandes medios de producción, pero era demasiado librepensador para comulgar con el autoritarismo que permeaba ya la ortodoxia socialista. No debía ser la vanguardia esclarecida augurada por el archirrevolucionario Lenin —en tantos aspectos, contrafigura de Jaurès— la que trajera el triunfo socialista, sino un mandato democrático claro y una transición tranquila.
Antisectario, poco amigo de la pureza doctrinal, su socialismo, del que gustaba teorizar en grandes y abarcadoras síntesis, era la consecuencia última de su humanismo; una pasión que privilegiaba a la gran mayoría que vivía por sus manos en viles condiciones en la Europa tardodecimonónica; pero que no excluía la empatía por el burgués, cuando era éste quien padecía injusticia. De ahí su implicación en el caso Dreyfus, que el grueso del socialismo no secundó, al tratarse, decían, de una guerra civil entre burgueses. Creía Jaurès, en cambio, que el socialismo no debía desatender el drama de este oficial del ejército, burgués y judío, condenado con pruebas amañadas: una causa en que la dignidad humana estuviera amenazada debía ser también causa del proletariado. Su dreyfusismo fue, por cierto, algo más que un gesto humanitario; como explica Antoni Domènech en El eclipse de la fraternidad, era asimismo un audaz envite táctico para involucrar a la socialdemocracia, recluida en su mundo obrero, en la defensa de una débil III República en la que seguramente los republicanos no eran mayoría y que contaba con la hostilidad manifiesta de clericales, reaccionarios y monárquicos.
Tampoco la lealtad republicana de Jaurès fue universalmente compartida por la izquierda socialista, para cuya ortodoxia el régimen republicano se confundía con el ordenamiento burgués a abatir. (Recuérdese la santa intransigencia que pregonaba Pablo Iglesias en España). Jaurès, que no desconocía los mecanismos corruptores de la vida parlamentaria, se sintió siempre heredero y custodio de la tradición republicana francesa inaugurada en 1792, de la cual el socialismo no era sino ensanchamiento: la constitucionalización definitiva de la vida social en el campo, la fábrica y la mina. En el debate ideológico más importante que se dio en la II Internacional, entre los téoricos de la revolución y de la coriácea negativa a pactar con partidos burgueses, y el sector pragmático y reformista, avisado de la existencia de clases medias y del margen de mejora que permitía el parlamentarismo, se posicionó por la vía de los hechos en este último. De esa labor solidaria con el arco republicano fueron frutos la ley de separación entre Iglesia y Estado, el derecho de reunión y mejoras en el medio laboral. Frente a la tentación, hoy presente, de caer en una izquierda sectaria, maximalista y devota del antagonismo, Jaurès enseñó la vía de una izquierda ilustrada, reformadora, ecuánime y responsable.
Tampoco nos es ajeno el segundo gran debate que incumbió al socialismo de preguerra: el que oponía el internacionalismo, garante de la paz, al socialpatriotismo, de adhesión nacionalista. Como se recordará, Marx había dicho que el obrero no tenía patria. Jaurès podía detestar el chovinismo, pero sabía que las cosas no eran tan sencillas. De nuevo aquí intentó una síntesis: “Un poco de internacionalismo te aleja de la patria, pero un poco más te acerca” (sentencia no por famosa menos oscura). Ni entonces ni ahora la izquierda ha sabido solventar la dicotomía entre clase y nación. En la práctica casi siempre ha optado por el cálido abrigo de la bandera nacional. Así aquel verano, cuando de forma casi unánime la socialdemocracia, que se había llenado la boca de proclamas cosmopolitas la década previa, tomó las aguas bautismales del nacionalismo. ¡Y con qué diligencia! Socialistas de todas las naciones se sumaron obedientes a sus Gobiernos (las excepciones, como Rosa Luxemburg en Alemania, fueron directas a la cárcel).
El asentimiento socialista, que en Francia adoptó el pomposo nombre de Union sacrée, fue el último leño con que se alzó la pira para Europa: sin fábricas funcionando a pleno rendimiento guerrear a gran escala habría sido imposible. ¿Se habría avenido Jaurès a la guerra de no haberla podido evitar? Sus biógrafos no lo descartan. Pero lo más probable es que hubiera buscado un armisticio rápido y rechazado los términos de la paz cartaginesa de 1919. Tampoco sabemos cómo habría encarado Jaurès el nacimiento de la Unión Soviética y sus tempranos desarrollos totalitarios. Es la paradoja de ciertos magnicidios: lanzan al héroe a la inmortalidad, dejándolo inmóvil en el momento decisivo: aquel en que uno ha salvarse o destruirse.
Y no carece de interés entre nosotros rescatar un dato jauresiano poco conocido. De estricta observancia jacobina, Jaurès abogó por el estudio de las lenguas regionales en la escuela francesa. Ahora bien, su propuesta, y esto es lo interesante, no estaba animada por la pulsión particularista o romántica. A la inversa: quería que los escolares del mediodía estudiasen lemosín, occitano y catalán para saberse más unidos a españoles, portugueses e italianos. No para aislarse en la cultura propia, sino para abrirse a una identidad cultural superior: la latinidad.
Al conocer la noticia de la muerte de quien había sido tantos años su mejor abogado, el pueblo de París salió a la calle. ¿Por qué han matado a Jaurès?, repetían afligidos. Eran los rostros cubiertos de ceniza que cantó Jacques Brel en una estremecedora balada que recuerda la muerte del tribuno; los cuerpos macilentos de quienes se habían deslomado desde los 15 años 15 horas en la fábrica y que estaban a punto de mezclar su sangre con el fango en la guerra más estúpida y monstruosa. Pour quoi ont-ils tué Jaurès? Pour quoi ont-ils tué Jaurès?