Pedro el Grande, el creador de la Rusia moderna

Pedro I ha pasado a la historia como el gran reformador de Rusia, el que la sacó del oscurantismo religioso medieval y la llevó a la modernidad incorporándola a Europa. Es cierto, pero la paradoja radica en que lo hizo, como dijo Lenin, empleando unos métodos bárbaros y despóticos que estremecieron a sus súbditos. Hoy, sin embargo, es uno de los personajes más admirados en su país. Al parecer, a Vladimir Putin le gusta decorar sus estancias oficiales con cuadros de Pedro el Grande.

La casual llegada al poder

Nació en 1672, hijo del zar Alexis y su segunda esposa Natalia. Como existía descendencia del primer matrimonio del soberano, Pedro no contaba en la línea sucesoria. Así, al morir su padre cuatro años después, subió al trono su hermanastro Fiódor, y Pedro quedó en el Kremlin recibiendo una instrucción de segunda categoría.

Ello le permitiría rehuir los rigurosos controles de la corte y, de la mano de su madre, hacer escapadas al llamado suburbio alemán, a unos cinco kilómetros de Moscú, donde estaban concentrados la mayor parte de los extranjeros y se podían conocer las novedades occidentales.

En ese mundo Pedro quedó rápidamente fascinado. Lo frecuentó durante toda su adolescencia y entabló allí sus amistades, además de aprender algo de holandés y alemán e interesarse por la mecánica y, sobre todo, por lo relacionado con la madera y la construcción naval.

En 1682 moría el zar Fiódor III, y ante las debilidades físicas y mentales del hermano de este, Iván, los nobles boyardos y la poderosa jerarquía de la Iglesia ortodoxa le eligieron a él como sucesor, aunque su madre Natalia actuaría como regente.

Sin embargo, Sofía, hija del primer matrimonio del difunto Alexis y hermanastra suya, no se resignó a ser apartada del poder. Así, propició una sangrienta revuelta de los streltsi, el cuerpo militar de élite creado siglos atrás por Iván el Terrible . Su objetivo consistía en proclamarse regente en nombre de dos zares que, en su opinión, debían gobernar conjuntamente: su hermano Iván y su hermanastro Pedro. Finalmente lo consiguió.

Siete años después, apoyado por los suyos, Pedro pudo librarse de la regencia de Sofía, a la que recluyó en un monasterio. Sin embargo, no ejerció como zar, sino que devolvió la regencia a su madre.

Mientras tanto, a instancias de esta, se casó con Eudoxia Lupójina, y continuó su particular aprendizaje en el suburbio alemán. Allí trabó amistad con un experto militar escocés, Patrick Gordon, con un soldado suizo, François Lefort, y con el holandés Andrés Vinicius, que le siguieron poniendo al tanto de las modernidades occidentales y que luego serían sus principales consejeros en temas políticos y militares.

En 1691, la muerte de su madre le hizo asumir el trono con todas sus consecuencias. Pocos años después moría también su impedido hermanastro Iván. Comenzaba su mandato oficial en solitario.

Necesidad de reformas

Pedro se encontró con un país inmenso que gobernar, pero sin ninguna salida a mar abierto. El único puerto era el de Arkhangelsk, en el mar Blanco, pero quedaba cerrado por los hielos durante muchos meses. Por ello, nada más comenzar su mandato se lanzó contra el secular enemigo, los turcos, tratando de alcanzar la ciudad de Azov. Quería una salida al mar del mismo nombre y, con ella, al mar Negro.

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El ‘Jinete de Bronce’, monumento ecuestre a Pedro el Grande en San Petersburgo.

Su primera ofensiva terrestre, organizada en 1695 y en la que participaron como generales sus amigos extranjeros Gordon y Lefort, se saldó con un fracaso y puso de relieve la urgente necesidad de hacer mejoras inmediatas en el ejército y de dotarlo de una marina. Una segunda campaña emprendida un año después, ya con una flota disponible -el zar iba en una galera-, logró tomar Azov.

En esta ciudad se creó la primera base naval de Rusia cerca de la desembocadura del Don, que le permitía mantener una armada estable. Pero sin una intensa modernización de sus instituciones, empezando por la militar, Pedro no podría convertir Rusia en un estado poderoso ni romper el dogal con el que suecos y turcos lo constreñían. Y ello pasaba por extender sus fronteras hacia el oeste y conectarse a Occidente.

Ávido de reformas, en 1697 emprendió un viaje, en principio de incógnito, para aprender in situ los nuevos métodos fabriles, navales y militares de Europa. Lo hizo como uno más de los trescientos nobles y artesanos especialistas enviados para aprender nuevas técnicas en la llamada Gran Embajada, aunque su anonimato duraba poco, pues pronto revelaba su identidad.

Visitó Brandeburgo, Königsberg, Ámsterdam, Londres, Praga y Viena, entre otras ciudades. En ellas pudo observar personalmente las actividades de los carpinteros navales (de hecho, trabajó en los astilleros de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales durante cuatro meses), de los fundidores de cañones y de otras profesiones.

También sondeó a las diversas potencias sobre una posible alianza contra los otomanos, pero las tensiones que gravitaban en Europa occidental (la guerra de Sucesión española era inminente) hacían imposible cualquier paso en esa dirección.

Cuando regresó a casa al año siguiente, lo hizo ansioso de aplicar todo lo que había visto. Llevaba con él centenares de artesanos, médicos e instructores militares a los que había reclutado, así como todo tipo de herramientas modernas y el gusto por el tabaco y el café. Sin embargo, el choque con la vieja Rusia, reacia a todas las reformas, era inevitable.

Doblegar a los contrapoderes

Durante su ausencia, su hermanastra Sofía no había dejado de atizar la rebelión. Fruto de ello fue la insurrección de los streltsi , aplastada por las fuerzas del zar incluso antes de que este volviese de su viaje. En cuanto Pedro llegó decapitó a los cabecillas, disolviendo para siempre a los streltsi como cuerpo. Esta rebelión le dio además la excusa perfecta para enfrentarse al mundo de la Rusia medieval.

El siguiente paso fue personal, pero muy significativo. Se divorció de su esposa, Eudoxia, que pertenecía a una secta rigorista de la Iglesia ortodoxa, los “viejos creyentes”. La encerró en un convento y exterminó a los miembros de esa secta.

A continuación cercenó el poder de las dos fuerzas que se encontraban a la cabeza de la oposición: la nobleza y la Iglesia. Con respecto a la primera, e imitando la moda occidental, ordenó a los boyardos rasurar sus barbas, para ellos un gran símbolo de poder, y vestir trajes cortos. Solo se libraron de estas imposiciones estéticas el clero, los campesinos y artesanos y aquellos nobles dispuestos a pagar la nada despreciable cantidad de cien rublos al año.

Poco después disolvió la Duma, asamblea que gobernaba en ausencia del zar, y la sustituyó por un senado de fieles.

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Ejecución de los streltsi tras la fallida rebelión de 1698.

Ejecución de los streltsi tras la fallida rebelión de 1698.

Y hacia el final de su reinado hizo la reforma decisiva: estableció la llamada tabla de rangos, una lista ordenada en la que figuraban todos los servidores de la Corona, no solo en función de su nacimiento, sino también de su formación y de los servicios que prestaban al zar.

Estaba compuesta por un total de 14 grados. Los cinco primeros eran los reservados a la nobleza hereditaria, los tres siguientes a la vitalicia y el resto a los nobles que lo eran únicamente mientras ejercían ciertos empleos. No obstante, para desempeñar los cargos, la nobleza estaba obligada a formarse.

Ello permitió cierta movilidad social en los grados inferiores, y que profesionales cualificados ostentasen cargos, por ejemplo, en el ejército, aunque no fuesen de sangre azul. Su vigencia se extendió hasta 1917.

La trascendencia de esta reforma radica en que, por una parte, consiguió un abundante personal bien formado, con capacidad para rendir servicios en el ejército o en la renovada administración, que pudo optar a recompensas o ascensos por sus méritos. Por otra, sometió a la levantisca nobleza, a cambio de asegurarle una total sumisión de los campesinos.

Al mismo tiempo, se fueron creando en las grandes ciudades escuelas profesionales y academias de ciencias y militares, que debían formar tanto a los nuevos técnicos y navegantes como a los modernos artilleros y oficiales del ejército.

Ello desencadenó otras reformas: se dictó que uno de cada 20 hombres se encuadrase en el nuevo ejército, se multiplicaron las imprentas (en 1703 apareció el primer periódico) y se adoptó un calendario que, aunque mantenía el juliano, suponía comenzar el año el 1 de enero, y no el 1 de septiembre, como hasta entonces.

Obviamente, la Iglesia se opuso a unas modernidades que le restaban influencia ideológica, por lo que minar su poder fue también necesario para Pedro. En 1700 murió el patriarca de Moscú, lo que aprovechó el zar para dejar el cargo vacante.

Solo dos años después decretó la libertad religiosa, y algo más tarde abolió el cargo de patriarca y creó un sínodo de diez clérigos, que también eran funcionarios, asumiendo Pedro la máxima autoridad religiosa.

En paralelo, gran parte de las propiedades de los monasterios fueron confiscadas y los sacerdotes comenzaron a recibir una paga del Estado. Con ello, la Iglesia quedaba controlada, aunque odiando en secreto al zar.

Sin embargo, también era preciso recaudar nuevos impuestos para pagar un ejército más numeroso, construir una importante marina y emprender grandes obras públicas. Así, se crearon nuevas tasas, se elevó el número de contribuyentes y se estableció el monopolio estatal de la sal, la potasa, el tabaco y la resina.

La nueva presión fiscal provocó revueltas recurrentes, alentadas por todos los opuestos a las reformas. Aunque pudieron ser aplastadas, presentaron al zar ante el pueblo como un personaje diabólico vendido a las modas extranjeras.

Pese a todo, con esta colección de reformas el poder absoluto del zar se consolidó, yen 1721 fue proclamado Padre de la Patria y Emperador de todas las Rusias, el primer emperador de cuantos habrían de serlo en el país hasta 1917.

Ciertamente, Rusia se había modernizado, pero se abrió una profunda brecha entre la sociedad urbana, cada vez más occidentalizada y filón de los miles de profesionales competentes que exigía el nuevo Estado,y el mundo rural,atrasado y analfabeto, en el que casi todos los campesinos eran siervos de la gleba (adscritos a la propiedad en la que trabajaban).

La agresiva política exterior

Al tiempo que emprendía sus reformas, Pedro se enfrascó en una expansionista política exterior. En 1700 firmó la Paz de Constantinopla con los turcos para centrarse en la contienda que iba a desatar contra Suecia con el fin de acceder al Báltico.

Aliado con Polonia, Dinamarca y Sajonia, declaró la guerra a Estocolmo y ocupó Carelia, Estonia y Livonia. Pero la Suecia de Carlos XII era aún un enemigo demasiado poderoso para Pedro, y ese mismo año, en Narva, su humillante derrota dejó en evidencia lo precario de su ejército.

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Mosaico que representa a Pedro I en la batalla de Poltava. Academia de las Ciencias, San Petersburgo

Mosaico que representa a Pedro I en la batalla de Poltava. Academia de las Ciencias, San Petersburgo

Por suerte para Rusia, Suecia tenía que batir a sus enemigos por separado, cosa que fue haciendo sin demasiados problemas, pero que dio a Pedro la oportunidad de reponerse. Así, mientras el rey sueco centraba sus esfuerzos y tropas en la invasión de Polonia, Rusia contraatacó.

Lo hizo a partir de 1701, y al año siguiente ya pudo acceder al Báltico. Sus nuevos artesanos ya eran capaces de producir unos 700 cañones de hierro anuales y cerca de 20.000 mosquetes, lo que, junto a sus numerosas tropas instruidas por Gordon, comenzó a proporcionar buenos resultados.

En 1703 dio un paso más y conquistó una fortaleza sueca en la desembocadura del río Neva, e inició en ese enclave la construcción de lo que se convertiría en la nueva capital, San Petersburgo. Para demostrar que no pensaba cerrar jamás esa ventana que había abierto a Occidente, ordenó que solo se construyese en piedra. En los astilleros de esta ciudad emprendió la rápida construcción de una flota que habría de ser vital para asegurar su permanencia en el Báltico.

De hecho, en los siguientes años, las reducidas fuerzas suecas no pudieron resistir la superioridad numérica de los rusos, unos 200.000 hombres, por lo que se vieron obligadas a replegarse en Finlandia y a ceder Livonia, Estonia e Ingria.

Pero, tras haber vencido al resto de sus enemigos, Carlos XII contraatacó. En 1708 invadió Rusia por Ucrania, donde los cosacos se habían sublevado contra el zar. Sin embargo, su avance fue muy duro: los rusos aplicaron la táctica de tierra quemada, y los suecos se vieron faltos de provisiones.

Además, al llegar a Ucrania, Carlos comprobó que la sublevación había fracasado y que eran pocos los aliados con los que podía contar. El rey sueco decidió invernar en la región y tratar de forzar una batalla campal, pero Pedro no cayó en la trampa y prefirió seguir desgastándole y privándole de suministros.

Por fin, en verano del año siguiente se produjo la decisiva batalla de Poltava, en Ucrania. Los 20.000 suecos comandados por su monarca fueron derrotados por más del doble de rusos, también encabezados por su soberano, que contaban además con una enorme superioridad artillera.

Todos los suecos cayeron muertos, heridos o prisioneros, salvo 2.000 hombres que, junto a su monarca herido, pudieron refugiarse en los dominios del Imperio otomano.

Consciente de la importancia de la victoria, y de que con ello la amenaza sueca en el Báltico quedaba en buena medida conjurada, el zar escribió una carta al almirante Apraksin en la que le decía: “Ahora, con la ayuda de Dios, ya están seguros para siempre los cimientos de San Petersburgo“.

Al conocerse la derrota sueca, los daneses, polacos y sajones rompieron nuevamente las hostilidades contra Carlos y recuperaron los territorios perdidos. También Rusia aprovechó la ocasión y aumentó sus conquistas en la costa báltica. Penetró en Finlandia hasta que, en 1711, tuvo que volver a centrarse en el sur ante la entrada en guerra de los otomanos.

Al año siguiente, Pedro ya había proclamado San Petersburgo como capital del Imperio y levantado una sólida armada que arrolló a los suecos, llegando a tomar Helsinki y a amenazar Estocolmo. Cuando Carlos XII pudo regresar a Suecia la derrota era ya total, y sus posesiones se reducían a sus tradicionales fronteras. Para más desastre, en 1718 murió el rey sueco, en los últimos coletazos de la guerra en Noruega.

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Estatua dedicada a Pedro el Grande en Taganrog, ciudad costera en el mar de Azov.

Estatua dedicada a Pedro el Grande en Taganrog, ciudad costera en el mar de Azov.

En verano de 1721 se firmó, en Nystad, la paz entre una exhausta Suecia y una boyante Rusia. Pedro devolvía a los escandinavos Finlandia, pero se quedaba con las conquistas obtenidas en las costas bálticas. Durante los dos años siguientes el zar aún tuvo energías para dirigir su mirada hacia Persia y arrebatarle Bakú y otras zonas del Caspio, así como para enviar una expedición a la lejana península de Kamchatka.

Una envidiable herencia

En 1704 el zar había convertido en su amante a una tal Marta Skavronska, once años más joven que él, de oscura cuna y pasado. Tuvieron once hijos, aunque solo sobrevivieron dos. Tres años después se casaron en secreto y ella adoptó el nombre de Catalina, y algunos años más tarde contrajeron nupcias oficialmente, a pesar de estar el zar casado con su primera esposa, que seguía recluida en un convento. La muerte de un varón que tuvo con Catalina, al que había nombrado heredero por encima del hijo de su primer matrimonio, le sumió en una profunda depresión.

Aunque embellecido por los retratos oficiales, Pedro no era precisamente un adonis. Medía más de dos metros, pero tenía el torso, las extremidades y la cabeza desproporcionadamente pequeños. Además, sufría de frecuentes tics faciales en ojos y boca, profiriendo al mismo tiempo sonidos o palabras altisonantes, lo que se ha llegado a atribuir a episodios de epilepsia.

Recientemente se ha apuntado la posibilidad de que, aparte de la anomalía genética que afectó a sus dimensiones, padeciese el síndrome de Tourette, enfermedad neurológica caracterizada por este cuadro.

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Representación de la muerte de Pedro I.

Representación de la muerte de Pedro I.

Detrás de la brutalidad y violencia que exhibió en numerosas ocasiones, tanto contra sus enemigos políticos como contra su familia, parece que no hubo ningún trastorno mental. Sus dolencias no le impidieron desarrollar una inagotable actividad. Sin embargo, su salud se fue minando de manera progresiva, a causa, seguramente, de la sífilis. Al parecer no la contrajo de sus amantes, sino que se la transmitió su segunda esposa, Catalina, que había llevado una activa vida sexual antes de conocer a Pedro.

Esto se vería ratificado por la muerte de casi todos sus hijos al poco tiempo de nacer. La salud del zar se fue deteriorando hasta su muerte a finales de enero de 1725, a los 52 años. El año anterior había nombrado a su esposa emperatriz y corregente, por lo que a su muerte Catalina accedió al trono, no sin oposición de las viejas fuerzas.

Catalina falleció dos años después, y la subida al poder de su nieto Pedro II abrió un período de inestabilidad. Sin embargo, no hubo marcha atrás en las reformas. Rusia había cambiado, y mantendría durante mucho tiempo la robusta posición que Pedro el Grande le había granjeado en el panorama internacional.

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