Este grupo de aventureros y extremistas se autoproclamó como el primer “fasci di combattimento”. El nombre proviene del símbolo de autoridad de la antigua Roma llamado “fasces”: un haz de varillas atadas en torno a un hacha. Las varillas representaban el pueblo, cuya vinculación entre sí era una obediencia incuestionable a un caudillo guerrero (el hacha). La consigna “¡Cree! ¡Obedece! ¡Lucha!” creada por Il Duce fue una especie de réplica a la tríada “Libertad, Igualdad, Fraternidad” de las democracias que él despreciaba.
Pronto hubo “fasci” por toda Italia, y su actividad era variada y oscilaba entre lo violento y lo marginal, destacándose eventos tales como incendios, palizas de variado estilo y propagandas altisonantes en contra de los comunistas.
Mussolini, socialista y periodista hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, al principio (solo al principio, eh) se opuso a la guerra, aunque siempre había visto la violencia como el camino más seguro para un cambio radical del estado de cosas. Contaba para entonces con un grupo de choque de élite, como para iniciar una revolución. Finalmente se percató de que la guerra era un buen caldo de cultivo para formar líderes revolucionarios (siempre y cuando no fueran “tan ” líderes como él, claro). Manipulador y persistente, Il Duce no se detenía hasta lograr lo que quería; lo que hay que hacer, hay que hacerlo.
Expulsado del Partido Socialista, Mussolini cambió de política. El primer “programa fascista” fue proclamado en agosto 1919, y la verdad es que tenía bastante en común con el socialismo del que ahora el inefable Benito renegaba: defendía el sufragio universal (ups, mirá vos), la abolición de la monarquía y la centralización de la economía (aunque no tanto: la llamaba “centralización parcial”, al borde del oxímoron). No pasó mucho tiempo hasta que estas bases políticas fueran desplazadas por una especie de “nacionalismo romántico”, un engendro que incluía la exaltación de la guerra, un culto al líder fuerte (o sea a él) y a las “élites activas” (las fuerzas de choque).
Los ataques fascistas a los izquierdistas conseguían el apoyo de industriales, terratenientes, policías y oficiales del ejército, y eso de alguna manera los hacía parecer más fuertes y numerosos. Pero el movimiento fascista no era muy claro ni en sus bases ni en sus objetivos, excepto, claro, en el objetivo de tomar el poder. En 1921 los fascistas crearon un partido político, y lograron ubicar a algunos de sus miembros en las elecciones legislativas.
Mientras se daba esta evolución en el fascismo (bastante rápida por cierto), Italia, que a diferencia de otros aliados había recibido muy poco en el botín de guerra establecido por el tratado de Versalles después de la Primera Guerra, se empobreció y se fue sumergiendo en un verdadero y dramático caos. Su parlamento era corrupto y además estaba paralizado, y las obras públicas (que daban trabajo) se interrumpían, con dolorosas consecuencias para los trabajadores y para la sociedad italiana.
Ese ámbito era propicio para la violencia izquierdista y para los bolcheviques. Muchos italianos, ansiosos de un cambio drástico pero a la vez temerosos de lo que una revolución encabezada por los comunistas pudiera acarrear, se interesaron entonces en el fascismo, un partido nacionalista casi místico que clamaba por un Estado unido por un hombre “superior”: Benito Mussolini, quién si no.
Mussolini fue el líder carismático del fascismo (¿les suena? Porque está lleno de esos a lo largo de la historia…), y en 1922 decidió que ya era hora de que el fascismo entrara en funcionamiento desde el poder; lo que se dice “por fin en las Grandes Ligas”. Y el referente en ese nivel era el rey, Vittorio Emanuele III.
Vittorio Emanuele III se había manejado siempre dentro de los límites marcados por la Constitución y nunca había interferido en la acción de los sucesivos gobiernos, permitiendo y hasta alentando que se desarrollase el parlamentarismo. Pero la depresión económica que siguió a la Primera Guerra Mundial dio lugar a manifestaciones de extremismo (de la izquierda y sobre todo del fascismo, que además aseguraba a la sociedad italiana mantener a raya a los comunistas, como hemos visto). Esto hizo que el país en su conjunto pasara a ser políticamente inestable.
Mussolini hablaba desde distintos lugares del país, despotricando, arengando y amenazando males ominosos si no le entregaban el poder. Los “camisas negras” (su gente) finalmente marcharon sobre Roma, ocupando oficinas de correo y estaciones de tren y encontrando muy poca resistencia por parte del ejército, extrañamente benévolo ante tal situación. Los “camisas negras” acamparon fuera de la ciudad bajo la lluvia; estaban mal equipados y no muy organizados, de modo que la guarnición del ejército de Roma hubiera podido atraparlos y detenerlos fácilmente, pero el rey Vittorio Emanuele III no aceptó declarar el estado de sitio que había solicitado el primer ministro Luigi Facta. El rey llamó a Mussolini, que estaba en Milán, y le ofreció el control parcial de un nuevo consejo de ministros (no te doy todo de golpe, que parezca una transición…). Pero al día siguiente le pidió que formara un nuevo gobierno (cambié de idea, mejor agarrá todo…). Mussolini se tomó un tren a Roma, pero las vías habían sido cortadas por algunos soldados. El bueno del monarca le envió entonces un coche al impaciente Benito (te mando un remís, no te preocupes), que entró en Roma encabezando su nutrido grupo de acólitos dispuestos a todo. Así, el rey aceptó el nombramiento de Mussolini como primer ministro, vulnerando sus atribuciones constitucionales y entregando el gobierno al régimen fascista (Roma es tuya pero no te olvides de mí, Benito…). De hecho, el monarca ni siquiera opinó sobre el desmantelamiento del sistema constitucional y la imposición del régimen totalitario fascista. Los sucesivos plebiscitos que reforzaron el control total del fascismo sobre la política italiana tampoco fueron cuestionados por el rey, que se resignó al rol ceremonial que le fuera impuesto por Mussolini, quien se cuidó de no atacar los privilegios de la Casa de Saboya ni de la aristocracia vinculada a ella (favor con favor se paga, claro). La agonía del parlamentarismo italiano y la lenta imposición de la dictadura mussoliniana fueron así consentidas por el monarca, que tampoco dijo (y mucho menos hizo) nada cuando Mussolini acabó con la oposición democrática y liberal.