Mussolini invade Abisinia
Es que el ejército italiano había sufrido allí una derrota muy dura en 1896, que conviene recordar para ponernos en contexto: a fines del siglo XIX, las potencias europeas se “repartieron” el territorio africano. ¿Todo? No. La república de Liberia y el Imperio de Abisinia (hoy conocido como Etiopía) mantenían su independencia. Italia, que formaba parte del club de los propietarios, poseía colonias en Eritrea y Somalia y deseaba aumentar su presencia en la región del Cuerno de África conquistando Abisinia y uniendo así sus dos territorios costeros por tierra. Firmó entonces el Tratado de Wuchale con el emperador abisinio Menelik II, quien al parecer no sabía muy bien lo que estaba firmando. Después de todo así son los reyes y los emperadores, firman lo que les ponen delante y que se arreglen. Alguien le sopló tiempo después lo que había firmado en realidad y el bueno de Menelik (por entonces con el poder más que consolidado) rompió el tratado. La consecuencia del desplante de Menelik fue que Italia invadió Abisinia para cumplir sus propósitos.
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Menelik II.
Se inició así la que sería llamada la Primera Guerra Ítalo-Etíope, que consistió en escaramuzas y batallas, exitosas algunas y rechazadas otras, entre 1893 y 1896. Esta guerra terminó con la batalla de Adua (también conocida como Adwa o Adowa), que se libró el 1 de marzo de 1896, y que fue la batalla culminante de dicha guerra. El triunfo de Abisinia puso fin a la invasión italiana de entonces, y con el Tratado de Addis Abeba en octubre de 1896, el triunfante Menelik II garantizó la delimitación estricta de las fronteras de Eritrea obligando a Italia a reconocer la independencia de Etiopía.
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Tapiz etíope con una reproducción de la batalla de Adua.
Así las cosas, volvemos a 1935.
Italia necesitaba más colonias; no podía ser menos que las grandes potencias europeas. Además, Alemania se estaba rearmando, así que Italia quería consolidar su poder ante el expansionismo alemán.
La decisión de Mussolini de emprender la invasión se basó, sin embargo, en una especie de “malentendido” que, hay que decirlo, le vino muy bien. El primer ministro francés Pierre Laval había tenido una reunión en Roma con Il Duce y le había asegurado que Francia no mostraría interés alguno en Etiopía, solicitando a cambio la ayuda italiana para frenar a Alemania (el clásico “toma y daca” de la política). Meses después, en la conferencia de Stressa en la que participó Gran Bretaña, que sabía de las intenciones de Mussolini de anexar Etiopía, los negociadores británicos no expresaron taxativamente interés alguno en proteger aquella región, por lo cual Mussolini interpretó que tenia el camino allanado y el visto bueno.
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Mussolini pasa revista a las tropas.
Aparentemente, no era tan así (“tan”, entiéndase), porque más tarde, el amigo Laval diría que él solo se refería a cuestiones económicas, y los ingleses dirían que su silencio sobre el tema no debería haber sido interpretado como un consentimiento sino como una “indecisión”. Eufemismos más o menos, se lavaron las manos pero dejaron sucias las de Il Duce, que durante los meses siguientes envió miles de soldados a Eritrea (nación vecina de Etiopía y bajo dominio italiano) y el 2 de octubre de 1935, a pesar de las protestas formales de los británicos, empezó la invasión de Abisinia, y con ella la Segunda Guerra Ítalo-Etíope.
La campaña italiana resultó un éxito militar. La resistencia etíope, mal armada, luchó con coraje pero sin chances contra los tanques y el gas venenoso, y los italianos se unieron más que nunca en torno a Mussolini, su líder. Sin embargo, la guerra fue un desastre en términos diplomáticos para los involucrados periféricos (léase Francia y Gran Bretaña) pero no para Hitler, que finalmente logró el aliado que buscaba.
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Tropas etíopes se adiestran en el uso de ametralladoras.
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Soldados italinos en con sus fusiles.
La Sociedad de las Naciones de entonces (de la cual Etiopía era uno de sus miembros) impuso sanciones económicas a Italia, pero Alemania y Estados Unidos (que no eran miembros de dicha Sociedad) solo las aplicaron parcialmente y otros países directamente se negaron a cumplirlas. Sobre llovido mojado, Gran Bretaña intentó agregar un embargo de petróleo, al que Francia prometió adherirse en el caso de que las negociaciones para volver al status quo anterior a la invasión fracasaran. Franceses y británicos redactaron una propuesta que hubiera concedido a Italia el control de un territorio incluso más extenso del que ya había conquistado, con la condición de que Etiopía siguiera siendo oficialmente independiente (reparar en el término “oficialmente”); el emperador etíope de entonces, Haile Selassie, se negó a aceptarlo, por supuesto: Abisinia debía ser libre sin monedas de cambio ni premios consuelo para el invasor.
En mayo de 1936 se consolidó la victoria de Italia sobre el antiguo reino africano, el rey Vittorio Emanuele III fue nombrado Emperador y Mussolini proclamó el Imperio Italiano, pero las relaciones de Italia con Francia y Gran Bretaña quedaron gravemente afectadas, sin posibilidad de reconciliación. Así las cosas, en 1936 Mussolini terminó aceptando (¿no tuvo más remedio?) como aliado a alguien que lo admiraba, que lo tomó como modelo para el desarrollo de su personalidad pública y que hasta le copió el saludo fascista: Adolf Hitler, su rival paciente y, hasta entonces, silencioso.
Italia se quedó con sus colonias (la llamada África Oriental Italiana) hasta 1941, año en que las fuerzas anglo-etíopes derrotaron a las italianas en la batalla de Gondar (ciudad de Etiopía), batalla que transcurrió entre mayo y noviembre de ese año en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, y que representó el acto final de la así llamada África Oriental Italiana.