Sobre textos de Pushkin se han escrito más de un centenar de óperas. La síntesis feliz entre la influencia francesa y la shakespeariana, de una parte, con el rico acervo popular de otra (con su característica mezcla entre lo realista y lo sobrenatural) constituyeron el modelo de la literatura romántica rusa, y de ahí su éxito de cara a la producción de un operismo autóctono. Modelo en el que la idealización del pasado corre pareja con lo legendario y en el que la presencia de personajes históricos es un dispositivo formal de cara al establecimiento de un determinado tipo de verosímil literario: ejemplo especialmente cualificado, el constituido por Mozart y Salieri.
La leyenda del envenenamiento de Mozart perpetrado por Salieri (que le sobrevivió casi un cuarto de siglo) se basa en una tradición espuria, según la cual el autor de Tarare se inculpó de tal crimen en su lecho de muerte, cuando ya se encontraba ciego y aquejado de demencia senil.
La realidad es que Mozart falleció a consecuencia de un fracaso renal provocado por una infección pulmonar complicada con unas fiebres reumáticas. Hinchado por la retención de líquido y con un elevado síndrome febril, paralizado de medio cuerpo, Mozart deliraba en sus últimos días: al parecer, estaba convencido de haber sido envenenado con acqua toffana (una solución de arsénico y cantáridas), de atenernos a lo publicado por Mary Novello (la hermana de Vincent Novello, importante editor musical) en A Mozart pilgrimage (1829) después de una entrevista con Franz Xaver, el hijo menor de Mozart.
Según este relato, Mozart creía haber sido envenenado por el misterioso personaje que le había encargado el Réquiem, o quizá por el propio Salieri (cosas que Franz Xaver Mozart negaba categóricamente).
El mecenas del ‘Réquiem’
Toda la historia carece de base documental: la realidad es que el Réquiem había sido encargado por Franz von Walsegg (1763-1827), un conde melómano y excéntrico que adquiría numerosas obras, raspaba el nombre del compositor correspondiente y escribía luego el suyo en la partitura con el propósito de hacerla pasar por hija de su numen en las ejecuciones privadas que realizaba en su castillo de Stuppach.
El 14 de enero de 1791, su esposa, Anna von Flamberg murió repentinamente a los 20 años y el desconsolado conde (que nunca volvió a casarse) encargó a Mozart el famoso Réquiem para dirigirlo presentándolo como de su propia autoría, cosa que hizo el 14 de diciembre de 1793 en Neustadt, 50 kilómetros al sur de Viena. La obra, lógicamente, había sido encargada bajo promesa de secreto, toda vez que Walsegg la presentaría como suya: la truculenta historia del mensajero enmascarado es otra leyenda inventada para crear un aura de misterio y de paso desviar la atención del escabroso asunto de Mozart y la esposa de un compañero de su misma logia masónica, acuchillada por su esposo por las mismas fechas al constatar su sospechoso estado de gravidez.
El mentor de Salieri
Cuando Mozart decide establecerse en Viena en 1781, Salieri (que le llevaba seis años) ya era compositor de corte y director de la ópera italiana como sucesor del fallecido Florian Gassmann. Era uno de los cargos musicales más importantes (y mejor pagados) en la Europa de la época.
Gassmann había conocido a Salieri en Venecia cuando viajó a esa ciudad en 1766 para dirigir el estreno de su Achille in Sciro en el Teatro de San Giovanni Grisostomo. Salieri tenía entonces 16 años y estudiaba allí con un discípulo de Antonio Lotti: Gassmann, que tenía 37, se entusiasmó con las excepcionales cualidades del muchacho, huérfano a la sazón, y lo llevó consigo a Viena para proporcionarle una educación acorde con su capacidad. Gassmann fue su tutor, mecenas y maestro de contrapunto, presentándolo en los conciertos de cámara de José II.
Dos años atrás, en 1764, Mozart había hecho su presentación allí ante la emperatriz María Teresa: estrenó Bastian und Bastienne en casa de Franz Anton Mesmer, fue admirado y bien acogido, pero ese recibimiento no tuvo mayores consecuencias profesionales. Su segundo viaje a la capital austriaca tuvo lugar en el verano de 1773, duró alrededor de 10 semanas, y tampoco fue fructífero: al año siguiente, Salieri era promovido al empleo antedicho. En el tercero y último, Mozart formaba parte del séquito del arzobispo Colloredo: el enfrentamiento con éste, motivado por su negativa a dejarle actuar dando conciertos y a presentarse ante José II, determinó su expulsión, según el propio Mozart, con una patada en las posaderas propinada por el conde Arco, mayordomo mayor del arzobispo.
En esta época, Salieri estaba en el cenit de su carrera y Mozart, pese a su genio reconocido por la aristocracia y la burguesía filarmónicas vienesas (como la condesa Thun, el conde Rosenberg, Joseph von Sonnenfels y Gottfried van Swieten), era casi un autónomo que comenzaba a (mal) ganarse la vida dando lecciones particulares a dos ducados por sesión.
Era un precio elevado, pero en la primera mitad de 1781 solamente tuvo una alumna fija: la condesa Rumbeck (que se ausentó durante todo el verano). Por lo demás, el futuro autor de Die Zauberflöte jamás alcanzó otro puesto oficial que el de Kammermusikus, ya en los últimos cuatro años de su vida, cargo que no tenía más exigencia que escribir música de danza (contradanzas, minuetos y alemandas principalmente) y que estaba retribuido con unos 800 gulden o florines austriacos anuales.
Esa cifra suponía casi dos años de alquiler de la última y modesta casa de los Mozart en la Rauhensteingasse mientras Salieri cobraba más de 3.000, incrementados con los honorarios como Kapellmeister de corte desde 1788. Además de tales emolumentos, Robbins Landon ha calculado que en el último año de su vida Mozart obtuvo unas ganancias adicionales de unos 700 gulden por la publicación de algunas de sus obras. Pero en la carta que Constanze, la viuda del compositor, dirige al emperador Leopoldo II solicitando una pensión, señala que el total de las deudas contraídas por la familia frisa en ese momento con los 3.000 florines.
Es obvio que, en tales circunstancias, si alguien hubiera debido envidiar a alguien desde el punto de vista económico y de reconocimiento social era Mozart a Salieri y no al contrario. Otra cuestión es el talento, entidad no cuantificable. Mozart se abrió paso rápidamente en Viena gracias a él, incuestionablemente superior al de cualquier otro compositor de su época, una superioridad de la que el músico salzburgués (y cualquiera de sus otros colegas) era por entero consciente.
El primer gran encargo
Al año siguiente de su establecimiento en Viena, gracias al conde Rosenberg, intendente de los teatros imperiales, y a Gottlieb Stephanie, director del National Singspiel, Mozart tuvo su primer encargo importante: Die Entführung aus dem Serail.
Para entonces, Salieri había estrenado ya 13 óperas en la capital austriaca. Para esta obra escribió Mozart uno de sus más bellos y virtuosísticos papeles de soprano, el de Konstanze, a beneficio de Caterina Cavalieri, alumna y protegida -empleemos el piadoso eufemismo- de Salieri, que estaba casado desde hacía seisaños con Theresia Helferstofer, con la que llegaría a tener ocho hijos.
La Cavalieri sería también la primera Mademoiselle Silberklang de Der Schauspieldirektor, un pequeño singspiel estrenado en la Orangerie de Schönbrunn como intermezzo para Prima la musica, poi le parole de Salieri con texto del abate Giovanni Battista Casti, el 7 de febrero de 1786, durante la recepción en honor de Alberto de Sajonia-Teschen, gobernador de los Países Bajos y cuñado de José II.
Mozart escribió también para la Cavalieri el aria “Mi tradì” en ocasión de la primera producción vienesa de Don Giovanni y reelaboró en una forma más virtuosística la conclusión de “Dove sono”, el aria de la condesa del tercer acto de Le nozze di Figaro, para la reposición vienesa de la obra en 1789. El músico salzburgués proporcionó a la amante de su rival ocasiones de lucimiento de la más elevada categoría: si había celos profesionales entre ambos músicos, tal vez este comportamiento fuese un modo de afirmar su talento ante su colega por persona interpuesta.
Un encontronazo
Al parecer, Mozart había tenido un encontronazo con Salieri ya en 1781, cuando éste fue elegido en su lugar como profesor de canto y de piano de la princesa Isabel de Wurtemberg. La elección de Salieri era perfectamente lógica: era un profesor prestigiosísimo y muy asentado profesionalmente que, años después, sería maestro de jóvenes como Beethoven, Schubert y Liszt (que nos han dejado sinceros elogios de su capacidad), así como de Franz Xaver, el hijo más pequeño de Mozart, cuyas excepcionales condiciones no se cansaba de alabar.
Siete años más tarde, Salieri escribió Axur, re d’Ormus, sobre texto de Lorenzo da Ponte, para celebrar el matrimonio de su antigua alumna con el archiduque Francisco. La obra se interpretó en Viena no menos de un centenar de veces entre el año de su estreno y el inicio del siglo XIX. Nunca alcanzó Mozart un éxito semejante en los teatros de corte: Die Zauberflöte, su mayor éxito vienés, fue escrita para un teatro suburbial y su autor no llegó a contemplar su triunfo definitivo, ya que falleció dos meses y cinco días después del estreno.
En 1784 Mozart ingresó en la masonería y recibió un encargo del Burgtheater que se materializaría en Le nozze di Figaro. Se ha hablado mucho (sobre todo, por parte de Leopold, el padre de Mozart) de una conjura organizada por Salieri y por Vincenzo Righini para impedir el estreno de la obra. Lo que sucedió es que tanto aquél como éste tenían sendas óperas contratadas (Salieri, La grotta di Trofonio y Righini, L’incontro inaspettato) para el mismo coliseo y Mozart parecía saltarse el orden establecido.
El libretista de Mozart era Lorenzo da Ponte, enfrentado con Casti (que había aspirado al cargo de poeta cesáreo a la muerte de Metastasio y que fallecería en 1803 a consecuencia de la sífilis). Casti era autor a su vez del texto de la obra de Salieri, y es de esa enemistad de donde, probablemente, había nacido la conspiración contra la obra de Mozart. Añadamos que Rosenberg, que apoyaba la postura de Salieri y Righini, había tratado de impedir el estreno mozartiano, siendo el emperador José II en persona quien había ordenado que las cosas siguieran adelante.
Una cantata al alimón
Las pretendidas insidias adjudicadas a Salieri tienen poco fundamento: meses atrás, él, Mozart y otro músico apellidado Cornetti (probablemente, Alessandro Cornetti, profesor de canto activo en Viena) habían compuesto al alimón una cantata titulada Per la ricuperata salute di Ofelia (el nombre de la protagonista femenina de La grotta di Trofonio), con texto de Da Ponte, para celebrar que Nancy Storace, que luego sería la primera Susanna (y con quien Mozart mantuvo, al parecer, un romance en los años de su estancia en Viena), hubiese superado una afección de origen depresivo que la había dejado totalmente áfona en el verano de 1784 y que le duró casi cuatro meses.
La obra, catalogada por Köchel como KV 477a y editada por Artaria en versión de canto y piano, se perdió, y fue encontrada en 2015 por Timo Jouko Herrmann, compositor y musicólogo especialista en Salieri, en el Museo de la Música de Praga, interpretándose por primera vez después de 1785 en la Mozarthaus salzburguesa en marzo de 2016.
No parece que la rivalidad profesional (de existir) estuviese reñida con los buenos modales e, incluso, con cierta camaradería. Otra cuestión es la envidia profesional y artística pero, ¿sería posible no experimentarla ante un talento musical semejante?
En septiembre de 1791 se celebró en Praga la coronación de Leopoldo II como rey de Bohemia. Mozart recibió el encargo de escribir para la ocasión una ópera sobre La clemenza di Tito, el libreto metastasiano que ya había sido llevado a escena antes 39 veces. El encargo debía haber correspondido a Salieri, dado su cargo oficial, pero no podía afrontarlo ya que en aquel momento actuaba como director del Burgtheater en sustitución de su antiguo alumno Joseph Weigl.
Al final, el elegido fue Mozart gracias a Domenico Guardasoni, empresario del Teatro Nacional de Praga que le había encargado Don Giovanni cinco años atrás. Salieri tuvo a su cargo la música para las ceremonias religiosas de la coronación y, entre otras obras, eligió dos misas de Mozart: las hoy catalogadas como KV 317 (la popularmente conocida como “De la coronación”) y KV 337 (Missa solemnis) compuestas en Salzburgo en 1779 y 1780 respectivamente, más el ofertorio Misericordias Domini KV 205a.
Salieri, en tanto que Hofkapellmeister, mantuvo esas y otras obras litúrgicas de Mozart en su repertorio junto a las de Haydn y Albrechtsberger. Se sabe que la ópera de Mozart, que no plugo a la Corte, gozó de muy buena acogida por parte del público en los días sucesivos: a diferencia de Viena, en Praga era Mozart un compositor extremadamente popular gracias al exitazo fenomenal de que había gozado allí Le nozze di Figaro en la temporada 1786-1787, revalidado por el de Don Giovanni en la de 1788-1789.
¿Un futuro en Praga?
Mozart habría podido hacer carrera trasladándose a Praga, pero su obsesión era triunfar en la capital del imperio. Sabemos que, en los últimos meses de 1791, un grupo de nobles pertenecientes a la Dieta Bohemia (algo así como el Gobierno autónomo, constituido por masones en su mayoría) había llegado a un acuerdo para subvencionar a Mozart con una sustanciosa anualidad si decidía trasladarse a Praga y trabajar allí con total libertad (como Beethoven en Viena unos años más tarde), pero Mozart no quería instalarse en una capital de provincia y su prematura muerte impidió que la idea fuese más allá de un mero proyecto.
Tres semanas después (el 30 de septiembre), se estrenaba Die Zauberflöte en el Teatro an der Wien, un local de los arrabales cuyo director, Emmanuel Schikaneder, compañero de logia de Mozart, era el libretista de la obra (y además el primer intérprete de Papageno).
Aunque Mozart la denomina Grosses deutsches Oper en su propio catálogo, formalmente hablando es un singspiel, mucho más acorde con los gustos del público popular al que se dirigía el espectáculo: hasta el día de la muerte de Mozart, el 5 de diciembre, la obra se representó casi un centenar de veces, siempre a teatro lleno; 8.443 gulden había recaudado solamente en el mes de octubre. Es interesante considerar estos datos, toda vez que se trataba de un teatro de barriada al que no se hubiera acercado la nobleza que tan entusiasta se mostraba ante las obras de Salieri.
Por ello tiene especial interés recordar algunas frases de la carta que Mozart dirige a Constanze (que, con dificultades en su último embarazo, estaba tomando las aguas en Baden) el 13 de octubre. Después de informarle de que ha recogido a su hijo Carl (de siete años) para llevarlo al teatro, le dice que luego han ido a buscar en coche a Salieri y a la Cavalieri, que querían ver la obra, para evitarles el tener que hacer cola desde las cuatro de la tarde.
“No puedes imaginar lo amables que estuvieron los dos y lo mucho que apreciaron, no sólo mi música, sino también el libreto y todo en general”, escribe Mozart. “Ambos dijeron que era una ópera grande digna de representarse en un gran festival ante los más grandes monarcas, y que la presenciarán a menudo porque jamás han visto una producción tan hermosa y agradable. Él escuchó y observó con la mayor atención y desde la obertura hasta el último coro no hubo una sola pieza que no le arrancase un ‘¡bravo!’ o un ‘¡bello!’, y no hacía más que darme las gracias por mi amabilidad”.
La última imagen que tenemos de Salieri en relación con Mozart por un testimonio directo no parece coincidir con la tradición que ha inspirado la pieza de Pushkin y de Rimski-Kórsakov. Pero las leyendas se resisten a morir, y la de Mozart y Salieri es una de las más cualificadas del imaginario decimonónico (es decir, de la burguesía triunfante después de la Revolución de 1789). La apropiación de su figura por parte del individualismo romántico estriba en el hecho de que se trata del primer compositor de la Historia que asumió el papel de profesional liberal sometido a las leyes del mercado (o sea, a la dictadura de los oligopolios teatrales y editoriales), con las desdichadas consecuencias económicas que de ello se derivaron.
Sólo eso explica, no ya el éxito, sino la simple pervivencia del mito recreado por Pushkin en un filme relativamente reciente, Amadeus (1984), en el que Miloš Forman regresa una vez más sobre el tema adaptando para la gran pantalla la obra teatral homónima de Peter Schaffer estrenada en 1979.