En 1905 Piet Mondrian está en Amsterdam y entra en una exposición retrospectiva de Vincent Van Gogh, fallecido cinco años antes. Queda impresionado por el uso del color y de la pincelada. Él también es un buen escritor de cartas y cuenta que la primera vez que vio su trabajo lo admiró por el deseo de escapar de una visión literal de la realidad. Van Gogh había sido capaz de desplazar el horizonte de la pintura, desafiando y empujando los límites que impone la resignación. En ese momento el joven Mondrian aprende algo para el Mondrian maduro: otro mundo es posible si es capaz de romper con las prisiones de lo posible. Pierde el miedo a la utopía y a resistirse a la realidad que se afirmaba como única. Después de hacer unos cuantos paisajes nocturnos a la manera expresiva de Van Gogh, abandona estas fórmulas: “Tenía que buscar el camino verdadero solo”, escribe Mondrian relatando su trayecto hacia la abstracción, a la que llegó una década después, al tiempo que Kandinsky. Ambos lo hicieron con diez años de retraso respecto a la pintora sueca Hilma af Klint, la pionera no reconocida.
Mondrian no quería vivir en la prisión de los sentimientos particulares, pretendía la expresión de un lenguaje común y accesible a cualquiera: “Aunque era completamente consciente de que nunca podríamos ser absolutamente “objetivos”, sentí que uno puede volverse cada vez menos subjetivo, hasta que lo subjetivo ya no predomine en su trabajo. Más y más excluía de mi pintura todas las líneas curvas, hasta que finalmente mis composiciones consistían solo en lineas verticales y horizontales”, dejó escrito el pintor. Era su paisaje, otro mundo posible. Y lo levanta en París, en su estudio de Montparnasse, cuando termina la Primera Guerra Mundial, en la que no participa. Desde 1921 aparecen los planos blancos y vacíos, combinados con los colores primarios, y con las gruesas líneas negras que dividen el lienzo en rectángulos de todos los tamaños. En ellos lo superfluo no tenía hueco, solo belleza, sencillez y equilibrio. “Incluso los caminos de renovación del arte conducen a su aniquilación”, apuntó. Y fulminó al naturalismo, al expresionismo simbólico, rompió con Braque y Picasso, y abandonó al grupo De Stijl porque a su compañero Theo van Doesburg se le ocurrió un día hacer una línea curva. Europa se había agotado para Mondrian.
Lo que apunta en París lo remata en Nueva York, a partir de 1940. Llega con 68 años, huyendo de la Segunda Guerra Mundial, y en Manhattan descubre una ciudad que se le revela como la perfecta manifestación de la “nueva vida” (modernidad) y su pintura se revoluciona, se hace menos obvia, rompe la estabilidad, se desequilibra. Escucha el boogie-woogie jazz. No solo lo pintaba, también lo bailaba. Lee Krasner lo recordaba como un bailarín brillante. “Consideré la intencionalidad del auténtico boogie-woogie como idéntica a la mía en pintura: destrucción de la melodía, lo que equivale a la destrucción de medios puros, esto es, ritmo dinámico”, dijo. En Abstraction (1939-1942) -conservado en el Kimbell Art Museum, en Fort Worth (Texas)- Mondrian alcanza la sensación dinámica cuando elimina las líneas negras e introduce otras de varios colores (rojas, amarillas, azules y nunca, nunca, verdes). La muerte del arte iba a ser la expresión de su victoria definitiva en la nueva ciudad.