Existe una mutua influencia entre los cuerpos celestes,
la Tierra y los cuerpos de los animales.
Franz Antón Mesmer
Quizás, alguna vez, a usted se lo dijeron y se sintió entre halagado e inquieto. Después de todo, eso del magnetismo animal suena sexy, aunque algo brutal.
En realidad, el magnetismo animal no es una propuesta erótica y poco tiene que ver con las mascotas. Este era el nombre que le dio el médico alemán Franz Anton Mesmer a las fuerzas invisibles (magnéticas, según él) que actúan sobre los cuerpos. Con la palabra “cuerpos” se refería a los celestes, cuando los astros se mueven en el espacio, o al cuerpo humano, que Mesmer genéricamente trataba de “animal”.
No era ningún improvisado el doctor Mesmer. Tenía tres doctorados otorgados por la Universidad de Viena: el de Filosofía, primero; después obtuvo el de Leyes y terminó recibiendo el título de médico a los 32 años, en 1776. Tarde, pero seguro, obtuvo el diploma de la carrera que lo inmortalizaría, aunque su nombre se evoque con algo de sorna y con un dejo de desdén por la credulidad de los hombres.
Es curioso cómo, cuando se populariza un adelanto científico, enseguida se trata de buscar algún tipo de aplicación médica al asunto. Generalmente esto se hace con tal precocidad que los resultados pueden llegar a ser desastrosos. Así fue como a la radioactividad se le dieron las aplicaciones más bizarras antes de comprender los peligros que encerraba. En 1920 se usaba para el tratamiento de la catarata, cuando hoy sabemos (gracias a estas poco felices experiencias) que la radioactividad es cataratogénica. Las modas en medicina, como en la indumentaria y en los negocios, son como flores que duran un día, y lo único que dejan es el recuerdo del aroma (a veces hediondo).
En los tiempos en que Mesmer obtuvo su título, estaba de moda el magnetismo, al que se le atribuían los más variados y portentosos poderes. Emanuel Swedenborg (1688-1772), eminente científico de su tiempo, adhería a las teorías cartesianas sobre el origen del sistema solar, y agregaba el concepto de la energía magnética como ordenadora del cosmos.
Swedenborg estudió el magnetismo en todos sus aspectos y le otorgó un sentido genérico para todos los fenómenos umbrales entre el espíritu y la materia. A Justinus Kermer le envió una carta donde manifestaba: “El hombre magnético está sujeto al cuerpo y con ello al mundo de los sentidos con prolongadas antenas táctiles al mundo de los espíritus del que darán testimonio”. De acá a escribir sobre ángeles, el cielo y el purgatorio había un paso, que Swedenborg dio cuando abandonó sus tareas científicas para dedicarse a divulgar sus visiones celestiales. Jorge Luis Borges estudió la vida de este curioso caballero.
Conocedor de estos textos, al igual que las teorías de Paracelso y de los métodos terapéuticos de Robert Fludd, Mesmer estaba convencido de la bipolaridad magnética del cuerpo humano y de las virtudes de ese influjo vital, que todo lo penetra. Las enfermedades, a su criterio, eran consecuencia del desequilibrio de ese flujo. ¿Qué mejor, entonces, que orientar ese magnetismo con imanes para reencauzar su camino? Mesmer conoció a un jesuita sanador, el padre Maximiliano Heuer, que usaba magnetos para curar a sus pacientes, y pasó a imitarlo.
A tal fin exponía las partes enfermas al influjo de imanes para enmendar su curso desorientado. A medida que su clientela crecía, utilizó una bañadera magnética de un metro de diámetro, donde se sumergían los pacientes en “agua magnetizada”. En su fondo había botellas con barras de hierro imantadas y orientadas hacia las zonas dolientes del enfermo
El mérito de su método consistía en la selección adecuada de los pacientes. Era particularmente beneficioso en aquellos que presentaban formas de convulsión, seguidas de vómitos y delirios (¿histeria?). Para ellos había diseñado un cuarto acolchado, como los que se usaron en instituciones psiquiátricas hasta 1970.
Pronto Mesmer se percató de que no hacían falta barras imantadas, ni baños magnéticos: sus propias manos eran un medio idóneo para reorientar los “fluidos cósmicos” extraviados. De sus manos emanaban las fuerzas que sugestionaban a sus pacientes. En 1779 Mesmer publicó Historia del redescubrimiento del magnetismo animal, donde relataba su experiencia terapéutica y sus ensayos con imanes. Era este libro una serie de explicaciones, más o menos complejas, más o menos inverosímiles, que más o menos convencían a pacientes y a colegas. Para Mesmer, el magnetismo animal podía ser ejercido a distancia, gracias a un intermediario. Y tenía la facultad de reflejarse en los espejos y transmitirse con los sonidos, para ser guardado y concentrado dentro de personas, animales o cosas. El magnetismo animal tenía una plasticidad muy conveniente.
Habiendo ganado cierta fama en la corte de la prolífica emperatriz María Teresa de Austria (cuya docena de hijos e hijas eran disputados por las cortes europeas como certeros reproductores, y por lo tanto prolongadores de las estirpes reales), Mesmer fue llamado a atender a la hija de Herr von Paradis, secretario de la emperatriz. La joven adolescente estaba ciega desde los tres años. Sin amilanarse ante el caso, Mesmer trabajó durante varias semanas sobre María Teresa Von Paradis, quien sufrió recaídas, pero el médico logró al fin “la restitución completa de la visión” (sic). “¡Oh, milagro!”, exclamó exultante el padre, que se apresuró a diseminar la noticia por todos los periódicos de Viena.
“¡Oh milagro!”, exclamaron los nobles de la corte.
“¡Oh milagro!”, exclamó el pueblo vienés mientras saboreaba masitas con crema.
Mesmer se convirtió en el personaje que todos querían ver en Viena, donde condesas, ricos comerciantes, burgueses acomodados y pacientes desesperados esperaban ser atendidos por el gran doctor para ser curados de cefaleas, insomnios, asma, molestos eczemas, gracias a las ondas que dispersaba a través de sus manos, después que la doliente humanidad oblase sus siempre crecientes honorarios
Otros profesionales quisieron constatar lo que la joven Paradis veía con sus propios ojos y así comprobaron que la jovencita no veía lo que ellos veían, ya que no describía los objetos que le mostraban, argumentando que eran objetos que ella jamás había visto. Si nunca los había contemplado, ¿cómo podía saber sus nombres? Enseguida los celosos colegas se encargaron de difundir esta noticia con maliciosas intenciones. Después de todo, la niña no veía y, si no veía, Mesmer no la había curado.
No fue este detalle técnico el tema que condujo al conflicto. Ver o no ver no era el problema, sino la generosa pensión que la emperatriz le había otorgado a la niña por no ver… Al decir que veía, se suspendió la pensión y curiosamente la jovencita sufrió una recaída. Para sorpresa de todos, la jovencita protestó por la remoción de su ceguera y cayó en trance mientras su padre declaraba que la cura de su hija había sido un fraude y ¡acusaba a Mesmer de mala praxis!
El buen doctor, alarmado por la virulencia de los ataques, cerró su consultorio, empacó sus pertenencias y, munido de sus ahorros, se fue a París, donde fue bien recibido por María Antonieta, la reina de Francia, hija de María Teresa. Aceptado por la Corte, recibió el entusiasta apoyo del doctor d’Eslon, prestigioso profesional del arte de curar. D’Eslon comentó, con el Conde d’Artois, el Príncipe Condé, el duque Borbon y el general Lafayette (es decir, lo más granado de la aristocracia francesa), los beneficios de la nueva terapéutica magnética. Mesmer enseguida ganó prestigio y, con la ayuda del rey, convirtió el Hotel Bouillon en un hospital donde atendía gratuitamente los casos más desesperados, mientras instalaba, un poco más allá, en salas especialmente acondicionadas, una lucrativa práctica magnética.
Mesmer, vestido con batas de colores llamativos, solía presentarse ante grandes audiencias, donde ponía en trance a sus pacientes haciéndolos bailar, cantar, y/o convulsionar a su gusto para delicia del público presente.
No todos fueron éxitos, y en 1784 llegaron a oídos de Luis XVI algunos comentarios poco elogiosos sobre su protegido austríaco, probablemente diseminados por los infaltables y eternos envidiosos que no conocen fronteras. Como el rey financiaba a los pacientes carenciados de la práctica de Mesmer, decidió someter a nuestro imantable doctor a un examen por parte de una junta de notables, que reunía a Benjamín Franklin (por entonces embajador norteamericano ante la corte de Francia), el astrónomo Baille, el químico Lavoisier y el botánico Jussien. La crème de la crème de la ciencia estaba allí reunida para ver estudiar a este curioso personaje y sus tan mentadas curaciones.
A pesar de las fuertes presiones ejercidas por la Academia de Medicina de París para rechazar de plano todas las teorías mesmerianas, esta junta no se dejó influenciar y examinó caso por caso con detenimiento. El 11 de agosto de ese año llegaron a la conclusión de que efectivamente había curaciones pero, como el magnetismo animal no se podía evidenciar —y en ese Siglo de las Luces era necesario ver para creer—, suponían que dichas curaciones podían explicarse por otras causas, como sugestión o imaginación.
Si bien esta lúcida interpretación no dejaba bien parado a Mesmer, tampoco menoscababa su capacidad terapéutica. Su práctica comenzó a decaer y para 1791, cuando el clima prerrevolucionario hizo irrespirable el aire parisino, Mesmer decidió abandonar la convulsionada Ciudad Luz. Se dirigió hacia la tierra de su infancia y terminó sus días a orilla del Lago Constanza, cerca de donde había nacido, escribiendo sus memorias, rechazando nominaciones honoríficas del rey de Prusia, perfeccionando sus métodos terapéuticos mientras escuchaba la música que le había dedicado su gran amigo Leopoldo Mozart.
Extracto del libro IATROS (Olmo Ediciones).