El 5 de junio Martha Argerich, icono de la música clásica, cumple 80 años…73 de ellos al piano. En fin, no siempre. Llegó a herirse un dedo para saltarse un concierto. Esa y otras historias se suceden en las 261 páginas de Martha Argerich raconte (cuenta), de Olivier Bellamy, publicado en París por Buchet-Chastel. Un acontecimiento: Argerich, que cuenta tanto en la música, nunca había contado gran cosa de ella.
Salvo a Bellamy. Ya en 2010, tras dos lustros de grabarla sin que nadie supiera explicar por qué le concedió esa gracia, Bellamy publicó su primera biografía autorizada, Argerich, la niña y los sortilegios, traducida a veinte lenguas. El nuevo libro recopila veinte años de entrevistas, emitidas en los programas de radio y televisión de Bellamy o publicadas en Classica. Con esa eterna exclusiva, Bellamy se convirtió en la envidia de sus colegas y el asombro de los de Argerich.
Porque hace ya medio siglo que Argerich decidió que los sufrimientos de ser solista no eran compensados por los aplausos –desde entonces, salvo excepciones, dio conciertos a dos pianos– y que nunca concedería entrevistas. Otras peculiaridades: no llevar una agenda repleta de compromisos a cinco años vista ni aceptar penalizaciones por no presentarse. Los organizadores se conforman con verla sentada al piano a la hora prevista. Y no necesitan promoción: con ella siempre hubo más demanda que oferta.
Entre 1941 y 1942 un meteorito como un piano debió de tocar Buenos Aires: allí nacieron Bruno Leonardo Gelber, Martha Argerich y Daniel Baremboim. Tres niños prodigio, tres virtuosos del piano. El trío compartió un mismo profesor, el genial e irascible Vicente Scaramuzza.
Cuando nació Lyda, su primera hija (del director de orquesta Robert Chen; tiene dos más: Annie, del director suizo Charles Dutoit y Stéphanie, del pianista y director Stephen Kovacevic), Martha estuvo tres años sin acercarse a un piano. Hasta que su madre la inscribió en el concurso de Varsovia. Ganarlo relanzó su carrera.
“En un viaje toqué una sonata para el papá de Daniel” [Baremboim], cuenta Argerich. “Lo hacés muy bien, me dijo. Pero ¿por qué pensás tanto?”. Y ella: “Gulda me decía lo mismo”.
Coherente, la que no quería ser solista, nunca está sola: sus casas, en Ginebra o Bruselas, son hormigueros sonoros, de puertas abiertas. A veces no encuentra piano libre. Tampoco buscará mucho: detesta ensayar . Normal: “Scaramuzza no quería que hiciéramos ejercicios: ‘hay que conservar el placer -decía- si no, tocar es horrible’”. Y como está dotada y tiene una memoria descomunal…
Tampoco le va el entorno burgués de la música clásica. Y es radical en sus gustos pianísticos, que se confunden con los sociales: “me he sentido próxima de gente como Pollini o Abbado, que actuaban en fábricas o prisiones”. Un día, Rubinstein le dijo: “Es usted una gran pianista, me recuerda a Horowitz”. Doble piropo para quien asegura que “Horowitz es lo mejor que le haya ocurrido al piano”. Y de Rubinstein, que aceptaba conciertos para no tener que practicar.