Los poetas nos tienen acostumbrados a regalarnos versos sobre la dulce luz de la luna y las estrellas derramadas sobre el cabello de la mujer deseada, a declamar estrofas sobre el tierno amor que todo lo embriaga o sobre la cruel venganza que a algunos deleita. Nos hablan de reinas y princesas que inspiran sus versos alejandrinos o las rimas asonantes que usan para describir los cálidos colores de la primavera en flor, pero nos resulta muy extraño que usen sus habilidades literarias para alabar las piruetas de un animal.
Sin embargo, entre los versos del más célebre de los poetas, William Shakespeare, se encuentran alabanzas a un caballo llamado Marocco, animal célebre que inició la gesta artística de estos cuadrúpedos. Él y muchos de sus colegas contemporáneos estaban asombrados por las habilidades y proezas de este caballo.
Con la caída del Imperio Romano había desaparecido un oficio duro de aprender y más difícil de transmitir: amaestrar animales. Hundidos en los abismos del medioevo, todos se complacían en derramar violencia. Los osos peleaban entre ellos, los gallos se desplumaban a picotazos y los perros mordían los cuellos de los toros hasta desangrarlos, mientras una turba de borrachos, mujeres de mala vida y deformes gritaban exaltados ante espectáculo tan desagradable.
Refinados los gustos, la gente buscó entretenimientos para enaltecer el espíritu y apreciar el talento. Fue entonces cuando Marocco hizo su aparición suscitando versos laudatorios no sólo de Shakespeare sino también de Donne, Bastard y hasta de Sir Walter Raleigh, que le concedió el indiscutible honor de figurar en su “Historia del Mundo”, libro que redactó mientras esperaba por largos años el cumplimiento de su condena a muerte por haber introducido el tabaco en Inglaterra a pesar del rechazo que tenía el Rey James I por el hábito de fumar.
Marocco ingresó al mundo del espectáculo conducido por William Banks, un joven nacido en Staffordshore que dedicó su vida a los caballos (como le correspondía a un genuino caballero). Desde 1580, Banks había entrenado a varias nobles bestias con distintas suertes, pero sin concitar la atención del público hasta que encontró a este potrillo, vivaz e inteligente, que dio en llamar Marocco, como le decían los ingleses a las sillas de montar marroquíes. Tanto se entusiasmó Banks con su discípulo, que decidió vender todas sus propiedades y dirigirse a Londres dispuesto a conquistar la ciudad con las habilidades del equino.
A poco de llegar, Marocco maravilló al público que asistía a su espectáculo. Entre los muchos trucos aprendidos, no solo contaba las monedas que le entregaban, sino que las devolvía a sus dueños, ya que podía individualizar entre los espectadores a cualquiera que usase ropas distintivas. Además, danzaba al son de la orquesta y evacuaba su vejiga a la orden de su amo. No sólo demostraba inteligencia, sino, además, lealtad a la patria y a su soberana ya que ejecutaba una graciosa reverencia cuando se nombraba a la Reina Virgen, la majestuosa Isabel, cosa que no hacía cuando pronunciaban el nombre del archi-enemigo de Inglaterrra, el odiado Rey de España, Felipe II, al que dedicaba las más sonoras flatulencias.
Además de contar dinero y exhalar patriotismo y gases, podía descubrir cualidades ocultas entre las damas del público. Al pedido de Banks, señalaba entre las señoras presentes cuales tenían sus virtudes intactas y cuales las habían extraviado en escarceos amorosos –sean estos de los remunerados o de aquellos inspirados por Cupido-. Se supone que Banks le indicaba a Marocco la dama en cuestión, pero no se sabe cómo el entrenador conocía estos secretos de las señoras. Lo cierto es que debió suprimir el número ante la cantidad de damas ofendidas, sin que podamos afirmar si dicha ofensa tenía o no justificación.
Decidió Banks cambiar este número de supuestas vírgenes agraviadas por otro (no menos ofensivo), donde pedía al caballo que le trajese al más imbécil de los espectadores presentes, cosa que hacía entre las risotadas del público y el rubor del escogido. Nadie se quejó de la elección. Al parecer, en esos tiempo la gente tenía menos temor a parecer idiota. Tan contundente fue el éxito que acompañó a Marocco y su domador con el espectáculo, que decidieron probar suerte en Europa.
Mal tiempo eligió Banks para presentar a su discípulo, no porque el público se abstuviese de asistir a las representaciones, sino por la intolerancia religiosa que imperaba en ese entonces. Después de ver a Marocco en acción, no pocos espectadores creían que el mismo demonio dirigía sus actos. Algunos miembros del público temblaban y se santiguaban ante las acrobacias y adivinanzas del caballo.
En 1601, Banks se estableció en “Le Lion d’Argent”, sobre la Rue Saint Jacqués en París. Aquí dejó una nueva impronta literaria. Apuleius nombra a Marocco en su “Les “Métamorphoses ou l’Asne d’Or”, donde Spuleus relata cómo el caballo caminaba en dos patas tanto hacia delante como hacia atrás.
Entre las habilidades y piruetas de entonces, podemos destacar que Morocco se arrodillaba y mostraba sus herraduras doradas y le alcanzaba un guante al espectador cuando Banks se lo indicaba. También contaba las monedas golpeando con sus vasos al piso y diferenciaba las de oro de las de bronce. Para no dejar dudas sobre sus habilidades, el caballo volvía a contar las monedas, esta vez con los ojos vendados. También se hacía el muerto, buscaba los objetos que le arrojaban y bailaba sobre sus patas traseras. En fin, era casi un perrito.
Pero las habilidades en exceso suelen ser peligrosas, más en tiempos de intolerancia. Cuando Bank y Marocco visitaron Orléans, varios monjes capuchinos asistieron al espectáculo. Como todo el mundo, los monjes quedaron tan impresionados, que ordenaron su arresto. Banks fue acusado de brujería y Marocco fue condenado a ser quemado en la hoguera junto a su amo ya que solo el mismo demonio podía inspirar esas habilidades en un caballo.
Hombre de muchos recursos, Banks no se amilanó ante la adversidad. Pidió realizar una nueva función ante los monjes y los sacerdotes, para asegurarles que ni él era un hechicero, ni Marocco la encarnación equina de Leviatán. Al comenzar la función Marocco se dirigió hacia el público eclesiástico, haciendo la señal de la cruz. Para el asombro de todos se arrodilló y a continuación besó un crucifijo con gran ternura. Ante semejante signo de devoción, los curas debieron desdecirse y asegurar que jamás un demonio podría inspirar tales actos de piedad.
Exonerados de los cargos, Banks y Marocco rápidamente dejaron Orléans y nunca más volvieron a pisar esa ciudad. Pocos días más tarde dejaban Francia para siempre en busca de países menos intolerantes.
La anécdota fue recogida por el poeta Ben Jonson, amigo de Banks, que la volcó en un soneto evocativo, aunque le dio un final no tan feliz, ya que en la ficción, tanto Marocco como Banks mueren víctimas de la hoguera inquisicional.
Old Banks, the juggler
our Pitágoras
grave tutor of the learned horse
both witch being beyond the sea
burned for one witch.
*
A su retorno a Inglaterra, Banks encontró que la competencia había proliferado. Caballos acróbatas, monos adivinadores y hasta camellos bailarines hacían las delicias del público inglés. Algo debía hacer para llamar la atención y ¡qué mejor que bailar sobre la cúpula de Saint Paul!
La catedral de Saint Paul era el centro de encuentros de la ciudad. Los nobles se reunían a sus puertas, los juglares cantaban en su vecindad, los mercaderes ofrecían sus productos en las cercanías y los mendigos pululaban por todos lados. Allí decidió Banks hacer la presentación más increíble de la fantástica carrera de Marocco. Condujo a su discípulo por los novecientos setenta y cuatro peldaños que llevaban a la cúpula de la iglesia. A más de ciento veinte metros de altura, Marocco se dispuso a bailar ante la mirada asombrada del público, que no podía creer tamaña hazaña. Sobre el arco de la catedral, Marocco saltó, se puso en dos patas, sacudió su cabeza y ofreció toda suerte de piruetas y acrobacias. Terminada la función, bajó las escaleras, conducido por Banks para recibir las ovaciones de los presentes en el atrio de la iglesia.
Poco se sabe de Morocco después de 1608. Dicen que un caballo con ese nombre actuó ante el Rey de Prusia en 1616, pero probablemente haya sido solo un imitador que usurpaba el nombre de su ilustre antecesor.
Desconocemos si Marocco murió sobre el escenario ó si pudo gozar de algunos años de bien merecido descanso, retozando sobre las verdes praderas de las islas británicas. Lo cierto es que sus danzas y proezas sentaron las bases de la “Haute Ècole” de equitación.
Banks, después de algunos vanos intentos en educar a otros caballos, decidió que ninguno podría siquiera igualar a Marocco. Con más de sesenta años decidió probar suerte en otras actividades. Gracias a los favores concedidos por el Rey, un ferviente admirador de las proezas de Marocco, pudo abrir una taberna que llegaría a ser una de las famosas de Londres. Se llamó, como era lógico esperar, “El caballo bailarín”. Banks murió en 1637.
TEXTO EXTRAÍDO DEL LIBRO ANIMALITOS DE DIOS (Olmo Ediciones).