Samuel Langhorne Clemens, el hombre que todos conocemos como Mark Twain, es reconocido como una figura fundante de la literatura estadounidense que, con su ingenio, su irreverencia y su oído fino para los diálogos y el humor contribuyó a reformar y subvertir los registros aceptados en los géneros narrativos de su país. Su historia, como muchas de las que él mismo luego contaría, empezó lejos de su estatus como celebridad mundial, en el diminuto pueblo rural de Florida, Misuri. Allí, Twain nació un 30 de noviembre de 1835, pero cuando sólo tenía cuatro años de edad la familia se relocalizó al pueblo portuario de Hannibal, en el que pasaría toda su infancia y juventud a la vera del Misisipi. En esta época no conoció los lujos, en gran parte porque su padre (como más tarde lo sería él) era un hombre dado a los malos negocios y derrochaba gran parte de las ganancias familiares. Por eso, cuando él murió de una neumonía en febrero de 1847, Twain de sólo 11 años se vio obligado a abandonar sus estudios y trabajar como aprendiz de impresor en un periódico local llamado Missouri Courier. Durante los siguientes años se fue formando en el oficio y trabajó para diferentes periódicos de la región, adquiriendo a la vez el gusto por la escritura, como demuestran sus primeras publicaciones en 1851 el Hannibal Journal. Con 18 años y un trabajo que le permitía vivir, se aventuró con éxito variable por diferentes ciudades de la Costa Este estadounidense, decidiendo finalmente en 1857 tomar un barco a Nueva Orleans con la idea de, desde allí, embarcarse a Sudamérica. La travesía, sin embargo, terminó quedando trunca cuando descubrió que había grandes y más inmediatas posibilidades de enriquecerse en el mismo Misisipi. De este modo, en poco tiempo Twain consiguió que el experimentado piloto de vapor Horace Bixby lo tomara bajo su ala y le mostrara, en el curso de dos años, todos los recovecos del río. Para 1859 Twain ya tenía su propia licencia y un trabajo que amaba, si bien lo enfrentaba cada día a las duras realidades de, por ejemplo, el comercio de esclavos, y con el cual ganaba fortunas, pero el Misisipi también lo enfrentó a situaciones que resultaron trágicas a nivel personal, como la muerte de su hermano en la explosión del vapor Pennsylvania.
Finalmente, cuando la Guerra Civil estalló en 1861, gran parte del comercio se interrumpió y el rio se transformó en un campo de batalla, obligando a Twain a renunciar. En este período tuvo una breve experiencia de tan sólo dos semanas como soldado, pero terminó desertando y uniéndose a su hermano mayor Orion, que había sido nombrado secretario territorial de Nevada. Viajaron juntos a Carson City, la capital del territorio occidental, pero al no poder procurarse el ingreso que deseaba, Twain rápidamente se adaptó y se entregó a las inversiones especulativas en minería y explotaciones madereras. Desde ya se puede suponer que no le fue muy bien, por lo que retomó su rol como periodista y comenzó a escribir notas para el diario Territorial Enterprise de Virginia City. Fue en el curso de esta asociación que, en unos artículos de 1863, comenzó a usar el pseudónimo “Mark Twain”, según él basado en el grito empleado corrientemente en la navegación del Misisipi que indicaba que la profundidad era segura para el calado de los barcos a vapor. En estos años, como en su temprana adultez, circuló por varias ciudades vendiendo sus artículos, llegando a viajar a San Francisco y, de ahí, a las Islas Sandwich (actual Hawái). Las experiencias acumuladas en estos años le sirvieron para desarrollar el primer ciclo de conferencias de su vida en 1866 y para escribir su primer libro, La célebre rana saltadora del distrito de Calaveras (1867).
Este texto lo volvería reconocido a nivel nacional, pero fue recién con la publicación de Los inocentes en el extranjero (1869), un libro que cambió las reglas de lo que una crónica de viajes debía ser, que Twain conoció el estrellato. Su escritura, en primer lugar, había representado una oportunidad única, ya que había sido enviado por el diario Alta California en 1867 a cubrir los eventos en un crucero de lujo con destino a Europa y a la Tierra Santa. Desde ya, con su forma de ser bohemia, no daba con el perfil del resto de los viajeros de clase alta, por lo que tuvo amplio margen de erigirse en observador privilegiado del punto de vista “americano”, a la vez que exploraba por primera vez su voz satírica. Así es que las impresiones recogidas en este libro sobre el arte, la arquitectura y las costumbres europeas, casi paródicas, aún hoy llaman la atención por una cierta irreverencia; por la sensación de que, en contra de lo que sus compatriotas pensaban del viejo continente, para él nada era sagrado. Más allá de proveerle este valioso material y de la subsiguiente fama literaria, el viaje también resultó ser central para su vida privada, ya que fue durante el transcurso de éste que conoció a Charles Langdon. Este hombre, perteneciente a una rica familia que había hecho su fortuna en el negocio del carbón, se amigó con Twain y, después de ver lo impresionado que quedó cuando le mostró una foto de su hermana, Olivia, lo invitó a conocer a su familia. El escritor, bohemio y proveniente de un estado confederado, no era el calce perfecto para la piadosa pero liberal familia Langdon, reconocida por su apoyo a la causa abolicionista, pero tras un largo cortejo logró ganarse el favor de todos sus miembros, incluida Olivia, con la que contrajo matrimonio en 1870. Juntos se instalaron en Búfalo, Nueva York, pero al poco tiempo se relocalizaron en la zona de Hartford, Connecticut, donde pasarían un largo y feliz período junto a sus tres hijas sobrevivientes, Suzy, Clara y Jean. Fue en este período también que Twain dio rienda suelta a su creatividad y escribió algunas de sus obras más famosas, como las crónicas de viajes Pasando fatigas (1872) y Viejos tiempos en el Misisipi (1876), su primera novela La edad dorada (1876), y sus trabajos consagratorios Las aventuras de Tom Swayer (1876) y Las aventuras de Huckleberry Finn (1885). Éste último, el relato de un niño pobre y un esclavo que se embarcan en busca de la libertad, fue hecho con gran esfuerzo y publicado años después de iniciada su escritura, y se transformaría eventualmente en una de las obras más importantes de la literatura americana. Desde ya se merece una nota aparte, ya que como todos los grandes libros que se meten con cuestiones controversiales, éste no ha escapado a la crítica. Inicialmente recibido con suspicacia a pesar de su éxito por darle voz a un niño de modales reprochables, con el tiempo las objeciones se volcaron a su tratamiento del personaje de Jim, el esclavo negro, que, aún siendo una de las figuras más amables del libro, no escapaba a cierta caricaturización. Para sumar al problema, algo que resultó especialmente incómodo a partir del desarrollo del Movimiento por los Derechos Civiles en los cincuenta y los sesenta, Twain ponía epítetos racistas ofensivos en boca de sus personajes con gran libertad, al punto que aún hoy despierta críticas dentro de la comunidad educativa estadounidense. Sin embargo, de acuerdo a ciertos estudiosos de Twain como Shelley Fisher Fishkin, el uso de estos conceptos, si se analiza más allá de lo superficial, no sería gratuito. Para esta autora, en su afán de satirizar el turbulento período de la Reconstrucción y la forma acrítica en la que era tomado, él era absolutamente consciente de lo ofensivos que estos epítetos podían resultar, y él “estaba tratando de mostrarnos una sociedad racista indefendible de forma clara y, para hacerlo, debía mostrar a un racista hablando de la manera en la que lo habría hecho”. Querido o no con posterioridad, en su momento de publicación Twain ganó muchísimo dinero por este libro, pero también lo perdió por sus pobres inversiones en tecnologías que nunca terminaron de despegar y en proyectos infructíferos. La desgracia económica a inicios de la década de 1890 fue tal que tuvo que vender todas sus propiedades en EE.UU. y mudarse a Europa con su familia, a donde podría vivir más barato. Mientras tanto, para recuperar todo el dinero que debía a sus acreedores, escribió más libros y organizó una nueva gira de conferencias que lo llevó por más de cien ciudades distintas en distintos puntos del globo, que luego quedó inmortalizada en Siguiendo el Ecuador (1897). Habiendo pagado sus deudas, visto el mundo y agudizado su ojo para la injusticia, tema al que dedicaría los últimos años de su vida literaria, en 1900 volvió a Estados Unidos y se instaló Riverdale, Nueva York. En esta, su etapa “malhumorada”, sufrió nuevas tragedias personales por la muerte de dos de sus hijas y de su mujer, pero no se dejó amedrentar. Ganó premios y títulos, siguió escribiendo y emprendió el largo trabajo de dictar su autobiografía (que recién sería publicada en 2010, a cien años de su muerte), mientras cultivaba su amor (polémico) por la infancia entreteniendo a las niñas que llamaba sus “Peces Ángel”, suerte de nietas sustitutas.