Mariquita Sánchez de Thompson, la patriota de la primera hora

María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco Trillo de Thompson y de Mendeville, o Mariquita Sánchez de Thompson, como todos la conocemos, es probablemente la mujer más importante y reconocida de la historia del siglo XIX argentino.

Sin saber demasiado de ella, se coló en el imaginario colectivo al punto de que cualquiera que haya ido a la primaria seguro vio alguna vez el famoso cuadro de Pedro de Subercaseaux, Interpretación del Himno Nacional Argentino en casa de Mariquita Sánchez de Thompson (1910), donde se la ve interpretando por primera vez el Himno Nacional Argentino. Quien haya prestado un poco más de atención durante la clase de historia, quizás también recuerde la historia de cómo ella ideó y lideró el esfuerzo de otras mujeres patricias por contribuir a la causa revolucionaria vendiendo sus joyas y comprando fusiles para armar al ejército patriota. Aunque basadas en hechos reales (o por lo menos posibles) y ajustadas al espíritu de Mariquita, especialmente a su compromiso político y a su rol como anfitriona, estas imágenes son, no obstante, incompletas.

Mariquita fue una mujer excepcional en su tiempo, incluso desde su juventud y desde su posición de hija única de una familia notable durante el período colonial. Esta actitud queda claro en su primer acto “revolucionario”: haber ido en contra de las leyes vigentes y negarse, con proceso judicial y todo, al matrimonio que sus padres habían arreglado para ella con Diego del Arco. ¿La razón? Su deseo era casarse por amor con un hombre de su propia elección: su primo segundo Martín Thompson. Luego de varios intercambios epistolares entre el virrey Sobremonte, Mariquita y Magdalena, su madre, quién alegaba que el lazo con Thompson arruinaría sus prospectos económicos y su posición social, los jóvenes finalmente obtuvieron el visto bueno y se casaron en 1805.

Ya casados Thompson y Mariquita, tuvieron lugar las invasiones inglesas y con ellas, como ya se ha encargado de probar Tulio Halperín Donghi en Revolución y guerra, se produjo el despertar de los sentimientos revolucionarios en Buenos Aires. Con este precedente, para cuando llegaron las jornadas de mayo de 1810, estos auto proclamados “patriotas de la primera hora” estaban ya íntimamente comprometidos con la causa – Thompson participando activamente en el Cabildo Abierto del 22 y Mariquita actuando como la dueña y directora de la famosa casa de la calle del Empedrado (hoy Florida al 200) donde se producían las famosas tertulias que reunían a los patriotas y en las cuales las intrigas políticas eran moneda corriente. Como sugiere la anécdota de la venta de las joyas, Mariquita era mucho más que una gran anfitriona. Había tenido la suerte de recibir una muy buena educación y sus inquietudes intelectuales hicieron de ella una gran lectora, capaz de discutir mano a mano sobre política con los hombres de su tiempo, quienes la admiraban por esta capacidad, a la vez que abogaba por cuestiones como la importancia de una mejora educativa para las mujeres. El excelente manejo de la palabra, de los protocolos, y de los “saberes” en general, característica que Graciela Batticuore destaca en su biografía de Mariquita como uno de los más importantes capitales de su notoriedad, le sirven para navegar un mundo político que aparentemente le estaba vedado por su condición de mujer y le permiten insertar, a ella y a las otras damas patricias, en el caso de la venta de las joyas para la donación de fusiles, en los anales de la historia.

Lógicamente, el accionar de Mariquita en el período de la revolución es incuestionable, pero muchas veces estos momentos gloriosos, hoy parte de la mitología nacional, opacan su posterior destino. El compromiso de la pareja con la causa revolucionaria obligó a Thompson a partir a los Estados Unidos en una misión diplomática fallida que, además, tuvo que pagar de su propio bolsillo. No sólo no logró su objetivo, sino que fue presa de una enfermedad mental y tuvo que pasar un período en un manicomio neoyorquino, finalmente muriendo en altamar el 23 de octubre de 1819 cuando estaba volviendo a Buenos Aires.

Mariquita en este momento, ni lenta ni perezosa, contrajo matrimonio a inicios de 1820 con su segundo esposo, el francés Jean-Baptiste Washington de Mendeville. Esta nueva relación le sirvió para mantener y acrecentar su estatus en la década de 1820, momento en el que su nuevo marido escaló socialmente hasta convertirse en el cónsul francés en Buenos Aires en 1828. Durante esta época Mariquita prosperó a ojos de todos. Participó activamente de la Sociedad de Beneficencia – institución creada por Bernardino Rivadavia en 1823 y que ella llegó a presidir entre 1830 y 1832 – y sus tertulias adquirieron un nuevo estatus en esta época de reformas en Buenos Aries. Su casa (y las reuniones allí concertadas) se empezó a asociar simbólicamente con otros espacios de gran ebullición cultural romántica como la librería de Marcos Sastre y, de forma mucho más concreta, Mariquita no reparó en gastos a la hora de refaccionar su hogar para ponerlo a tono con la importancia que el espacio demandaba, ya fuera como sede del Consulado francés desde 1828 o como el “reino” de Mariquita.

La situación de estos años hasta el inicio del rosismo no fueron, sin embargo, un completo idilio para los Mendeville. La ajustada situación financiera de la familia, ocultada para mantener las formas, empezó a poner en peligro su posición social cuando se empezó a murmurar sobre las múltiples deudas que tomaban y que no podían pagar. Aunque le aseguró su estatus, personalmente Mariquita sufrió mucho al ver la forma en la que su esposo manejaba mal las finanzas y vendía sus propiedades (notablemente, la quinta de San Isidro en la que ella había pasado parte de su infancia) para solventar los gastos que su estilo de vida demandaba.

Todo empeoró en el seno del matrimonio con la llegada de Rosas al poder. Mientras que Mariquita tenía sus dudas acerca de las ideas políticas del gobernador, Mendeville no ocultaba sus simpatías por él, y logró ganarse su apoyo para mantenerse en el Consulado por un período más largo que el originalmente pautado. Esto, naturalmente, no se produjo sin costos para el honor familiar, que se vio manchado especialmente luego de la muerte repentina en 1836 de Vins de Peysac, el nuevo cónsul que, en reemplazo de Mendeville, acababa de llegar de Francia. A Peysac Mariquita ya le daba mala espina, algo que él dejó asentado en sus papeles personales, especialmente luego de que ella no se presentara en su fiesta de asunción. Cuando a los pocos días falleció, aunque no se pudo probar un crimen, por supuesto, los dedos acusadores de la comunidad francesa señalaron a la señora de Mendeville como la asesina, acusándola de haberlo envenenado para que su esposo retornara al cargo y así poder ella sostener su posición social.

El tono de la difamación se fue acrecentando y Mariquita, en soledad desde la partida de su marido a Francia en 1835 (partida que, aunque ella no lo sabía entonces, fue permanente), intentó limpiar su nombre haciendo lo que siempre había hecho tan bien: escribir. Redactó varias cartas explicando la situación y tratando de hacer entrar en razón a sus acusadores, pero no logró limpiar su imagen por completo.

Abrumada por los rumores en su contra, de los que ya venía escapando en varios viajes previos a Montevideo, en 1838 decidió partir definitivamente a la capital uruguaya. Ella se refería a si misma como una exiliada, pero a diferencia de otras personas que sufrieron el destierro durante los años del rosismo, tuvo relativa libertad para viajar a Buenos Aires por lo menos una decena de veces. Una razón por la cual puede haber llegado a tener esta facilidad para moverse se debe a que Rosas y Mariquita tenían una historia en común al punto que, si las teorías del investigador Carlos Fresco son ciertas, el gobernador incluso pudo haber nacido en la misma casa en la que se crio ella. La familiaridad de su trato y, todavía más, la franqueza con la que Mariquita se carteaba con Rosas son prueba de que en su relación personal, más allá de lo político, siendo ella una ferviente opositora, no había un problema. Este estatus especial le permitió ir y venir entre las costas del Rio de la Plata, formar contactos en ambos lados y usarlos para ayudar a muchos exiliados.

Sus actividades sociales, el oficio de su vida, continuaron en Montevideo. Allí actuó como una referente, la persona a quien acudir en caso de necesidad, algo especialmente notable en la inmensa cantidad de correspondencia que escribió en esta época. Su trabajo como una mujer patriota y, más, como una mujer letrada era seguir tejiendo redes políticas e intelectuales con grandes personalidades de su tiempo como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría o Juan María Gutiérrez, por nombrar a los más salientes. Su fama de gran anfitriona no disminuyó y, durante los años del exilio, incluso adquirió nuevos matices, como su veta de escritora. Aunque nunca publicó en vida, se desarrolló especialmente como comentarista y sus escritos hoy tienen el valor de presentarla como alguien que era capaz de mirar e interpretar las vicisitudes políticas de su tiempo (y su historia, en el caso de sus recuerdos de la época virreinal) de forma crítica. Nunca dejó de atender a nadie, y a pesar de ser muy demandada, ella se movía con gracia entre todas sus responsabilidades, despertando asombro y admiración con cada acción emprendida.

A lo largo de todo este derrotero, a pesar de todo, la situación económica de Mariquita se vio cada vez más deteriorada. Negada a disminuir sus gastos, algo que ella consideraba parte fundamental de su rol social, Mariquita se dedicó a vivir de prestado, a soñar (con toda seriedad) con ganar la lotería y a esperar infructuosamente que Mendeville, enfermo en Francia, le mandara algo de dinero. Este último punto era su esperanza máxima, algo que ella sostuvo hasta 1863, cuando, ya instalada definitivamente en Buenos Aires, le llegó noticia de la muerte de su esposo. La esperada herencia nunca apareció, ni lo hicieron tristemente otros objetos que ella había ido enviándole a lo largo de los años en los que creyó que algún día se reunirían, notablemente, las medallas de plata de las batallas de Salta y Tucumán, y la de oro de la entrada en Lima, que Belgrano y San Martín le habían enviado personalmente; “un honor”, como ella señaló, “que ninguna señora de mi país tuvo”. Resignada, para 1868, algunos meses antes de morir y contando con 82 años de edad, escribió su testamento sabiendo que nunca volverá a ser rica y un poco amargada por el hecho de que ninguno de los dos esposos que tuvo aportó dinero al matrimonio. A casi medio siglo de su primer boda, los temores de su madre se habían hecho realidad.

Más allá de este aspecto, se mantuvo activa socialmente hasta el último día de su vida y hay testimonios de este momento que la recuerdan igual de esplendorosa en su rol que en 1810. Su muerte, producida algunos días antes de su cumpleaños número 83, conmovió a la sociedad porteña y despertó homenajes de todo tipo, especialmente de la Sociedad de Beneficencia. Su desaparición significó, para muchos, el fin de un momento histórico. Lejos de los episodios controversiales de su vida, y especialmente con la llegada del centenario en 1910, se forjó una imagen de ella como la mujer patriota por antonomasia, capaz de concentrar en sí la cifra del accionar de su sexo durante la revolución. Gracias a su vasto archivo personal, compuesto de cartas, memorias y diarios (todos publicados de forma póstuma), el legado de Mariquita Sánchez de Thompson, de sus formas y sus saberes, sigue despertando algo de la admiración que le valieron en vida.

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