“Camina como las fieras, desplazando a su derredor ondas misteriosas”. Así describió Elena Poniatowska el andar de María Félix. La escritora la entrevistó en 1973, cuando la actriz tenía 60 años. La Doña, como se la conocía, vestía de Dior, lucía collares Cartier, mantenía impecables sus cejas enarcadas y movía su melena “con reflejos de azul profundo”.
María de los Ángeles Félix Güereña nació el 8 de abril de 1914 en la remota ranchería de El Quiriego, en el estado norteño de Sonora. Su padre, Bernardo, era oriundo de aquel territorio de los indios yaqui, mientras que su madre, Josefina, tenía ascendencia vasca. La familia, de clase media, se trasladó a Guadalajara, la segunda ciudad más grande del país, cuando María rondaba los diez años. Entre doce hermanos (todos rubios, salvo ella) forjó su carácter fiero: “Eran once en mi contra. Siempre tuve una espada invisible”, relató a Poniatowska.
Con diecisiete años se casó con Enrique Álvarez, un comercial de familia acomodada. Con él tuvo su único hijo, Enrique. Pero la vida de casada no era para ella. Harta y aburrida, se fue a la capital a buscar fortuna. Era el momento justo: el cine mexicano vivía sus años dorados y estaba ávido de nuevos rostros. María entró por la puerta grande: la paró por la calle el cineasta Fernando Palacios, las pruebas de cámara se las hizo el director de fotografía Gabriel Figueroa y debutó en 1942 con Jorge Negrete, el galán del país.
La primera de sus 47 películas, El peñón de las ánimas, causó sensación. Pese a que Negrete le hizo la vida imposible, la tenaz actriz se erigió como una estrella indiscutible, prototipo de una mujer bella, indomable y temida por los hombres. En 1943 encarnó a Doña Bárbara, el filme que le dio su mote de por vida.
En los años siguientes alternó los rodajes con una azarosa vida personal. Se casó con otro icono mexicano, el compositor Agustín Lara. El autor de Piensa en mí, Granada o Arráncame la vida le dedicó una canción, María Bonita, y la ayudó a recuperar a su hijo. Pero el matrimonio se rompió al poco tiempo, a causa de los celos de Lara. María rodaba por entonces con uno de los más conocidos directores mexicanos, Emilio “el Indio” Fernández.
Enamorada (1946) o Maclovia (1948) la consagraron a nivel internacional. No obstante, se negó a ir a Hollywood para interpretar papeles “de huehuenche” (folclóricos). Sí viajó a España y Francia. Jean Renoir la dirigió en French Cancan (1954), e Yves Montand fue su pareja de reparto en Los héroes están cansados (1955). María ya era la viuda de Jorge Negrete, con quien se había casado en 1952 tras caer su otrora enemigo “rendido a mis pies”, como describió ella. Negrete murió apenas un año después de la boda, a los 42 años, de complicaciones derivadas de una cirrosis hepática.
Artistas enamorados
María Félix también fue musa de intelectuales y artistas. Carlos Fuentes escribió una novela sobre ella (Zona sagrada) y la calificó de “diosa”. Diego Rivera la pintó y se enamoró perdidamente de ella. Frida Kahlo, Jean Cocteau y Octavio Paz fueron algunas de sus amistades. “En María Félix se aunaba una fina inteligencia y un notable genio verbal”, dijo de ella el historiador Enrique Krauze. Poseía el don de la palabra, y era tan rápida y certera que solía dejar sin habla a quienes la entrevistaban.
Pese a que hubo quien tildó sus papeles de inexpresivos, su carrera seguía firme. Roberto Gavaldón la dirigió en La escondida (1956), Pedro Infante coprotagonizó con ella Tizoc (1956); Buñuel la fichó para Los ambiciosos (1959)… La generala (1970) fue su última aparición en la gran pantalla.
A diferencia de su admirada Greta Garbo, se retiró sin desaparecer por completo. “No le tengo miedo a ser vieja”, le aseguró a Poniatowska, “le tengo miedo al derrumbe de una mujer”. Pero la suya no fue una vejez decadente. Casada por quinta vez, con el empresario francés Alex Berger, pasó los últimos años entre México y París, a cargo del negocio de los purasangres de su marido.
En su país natal siguió recibiendo homenajes, escandalizando a los más conservadores y denunciando los problemas del país (violencia machista, maltrato a los indígenas…). Nada, nunca, la hizo callar. Solo la muerte de su hijo de un ataque al corazón, en 1996, la dejó muy tocada. A ella le llegó la hora en 2002, el día de su 88 cumpleaños, mientras dormía. Su funeral fue multitudinario, y dos gritos la acompañaron hasta la tumba: “¡Viva María Bonita!” y “¡Viva la Doña!”.