Manuel Puig o el último beso pop

Apenas seis personas fueron a su velorio en Cuernavaca, la ciudad que había elegido para resguardarse de la censura, los ataques, las críticas maliciosas. Allí, en la casa de la calle Orquídeas que los albañiles reformaban a su gusto, convivía con su entrañable máquina de escribir Lettera, su reciente computadora IBM y su videoteca de cuatro mil películas.

Dicen que veía tres por día, como para saciar esa pasión cinematográfica que lo signó desde los cuatro años, cuando desde el cuarto del proyectorista vio La novia de Frankenstein en ese cine de pueblo al que lo llevaba la madre.

Había nacido en General Villegas, provincia de Buenos Aires en 1932, adonde lo llamaban Coco, apodo que él cambió por Toto, cuando se convirtió en personaje de su primera novela, en 1968: La traición de Rita Hayworth . Cuando publicó la segunda, Boquitas Pintadas, un año después, dejó de ser un miembro querido en el pueblo. Puig construyó esas obras sobre los recuerdos del pueblo y la publicación de estos fue, allí, un escándalo: hasta hoy muchos niegan haberlo leído.

“Puig incorpora la cultura de masas de un modo absolutamente singular: trae una tradición ajena a la literatura, la tradición del cine, y en cierta medida reemplaza la biblioteca del escritor por la videoteca. El cine es para él una educación sentimental, una pedagogía de vida y de formas narrativas”, apuntó la escritora y profesora de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires Graciela Speranza.

“Como los artistas pop, Puig hizo de la copia un arte, confundió su propia voz con la de sus personajes y concibió un nuevo arte popular con restos de la cultura de masas”, señaló Speranza, quien destacó que Puig consiguió reunir la admiración de sus pares, el interés de la crítica, el éxito de público y el reconocimiento internacional.

El trabajo de diseño con los géneros masivos, el juego con los estereotipos, la reproducción de discursos prefabricados y tópicos psicoanalíticos hacen de su novelística una suerte de espejo monstruoso donde las taras sociales se evidencian por efecto del montaje y el collage.

Y tanto las dos ancianas que chusmean en el balcón carioca de Cae la noche tropical, como los rumores de “Boquitas pintadas” o las charlas de los dos presos (uno por militante y el otro por homosexual) que conviven en la misma celda de El beso de la mujer araña, destejen escena por escena un hilo de ternura y extrañeza insuperable: un juego crítico, onírico e irónico.

El título de la última novela de Manuel Puig puede sintetizar la etapa de su radicación en Río de Janeiro, a partir de 1980. Había aparecido un año antes su novela Pubis angelical, a la que seguirán -en los años posteriores- Maldición eterna a quien lea estas páginas, Sangre de amor correspondido y Cae la noche tropical. Pero, además, en ésa que iba a ser su última década de vida, adapta El beso… al teatro, generándose un éxito escénico constante en todas partes, que culminará en la versión fílmica con la dirección de Héctor Babenco y las actuaciones de Raúl Juliá y William Hurt, que contó con su aprobación.

En 1989 Manuel Puig recupera su viejo amor por México, radicándose en Cuernavaca con su madre. Y a los pocos meses, en mitad del año siguiente, se va de este mundo a causa de un paro cardíaco después de una operación de la vesícula. De esa forma se cierra un ciclo narrativo donde los diálogos coloquiales, el cine y la cultura de masas, el habla popular o de las clases medias, se vieron reflejados fielmente en el marco de estructuras narrativas audaces y de vocación renovadora.

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