Hoy día las clínicas modernas cuentan con sistemas de monitoreo de desinfección de las manos del médico. Si este no pasó por un dispenser antes de entrar a la habitación de un paciente, inmediatamente se enciende una luz roja que advierte que el profesional no se ha lavado las manos. Este hecho, que es tan simple y aceptado por todo el mundo, fue objeto de larguísimos debates. En la oportunidad, vale recordar la vida y obra de de Ignaz Semmelweis (1818-1865), promotor del lavado de manos en una época en que ni se sospechaba de la existencia de gérmenes.
En 1846 Semmelweis era médico asistente de la Primera Clínica de Obstetricia de la Allgemeines Krankenhaus de Viena, el hospital más grande del mundo en esos tiempos.
En la Primera Clínica se instruía a los estudiantes de Medicina; en la Segunda Clínica, a las parteras. En la Primera Clínica la mortalidad por infecciones era casi del 20 por ciento (1 de cada 5 parturientas fallecía por fiebre puerperal). En la Segunda Clínica, la mortalidad rondaba el cinco por ciento. Esta diferencia era conocida por todas las mujeres de Viena, que evitaban por cualquier medio parir en la Primera Clínica. Y cuando digo cualquier medio, todo era válido, como caer en crisis de excitación psicomotriz o retrasar su llegada al hospital, para dar a luz en la calle.
Lo primero que le llamó la atención a Semmelweis era la baja incidencia de infecciones puerperales en los partos callejeros. ¿Qué ocasionaba estas diferencias estadísticas? Semmelweis analizó cuidadosamente todos los factores, aun los religiosos.
A las preocupaciones del doctor se les sumó la muerte de un colega y amigo, el doctor Jacob Kolletschka, quien accidentalmente se cortó con su escalpelo durante una autopsia. La sintomatología y los hallazgos en la necropsia del propio Kolletschka eran muy similares a los hallados en las víctimas de fiebre puerperal. Semmelweis conjeturó que debía existir algún tipo de relación entre la contaminación cadavérica y la fiebre puerperal.
En ese tiempo los estudiantes de Medicina y los médicos trataban de aumentar sus conocimientos de Anatomía mediante la disección de cadáveres, sin ver la necesidad de cambiarse de ropa o al menos de lavarse cuando iban del cadáver a la parturienta. Esta obsesión científica creó una demanda de cadáveres que, en algunas partes del mundo, como en Londres, desencadenó el tétrico negocio de desenterrar cuerpos aún incorruptos. A estos esforzados empresarios de la noche se los llamaba, con un dejo de ironía, “los resucitadores”
Pero volvamos a Viena y a las cavilaciones del doctor Semmelweis, quien en un rapto de inspiración tuvo en sus manos la solución… porque en sus manos estaba el problema, o mejor dicho, en las manos de todos los médicos estaba el problema. Pasar de la disección de cadáveres a la sala de partos sin lavárselas era la causa de las fiebres puerperales.
A fin de limpiar este “material cadavérico”, como decía Semmelweis, pasó a higienizarse las manos con hipoclorito de calcio. Con esta simple medida, en solo tres meses los índices de mortalidad bajaron del 18 al 1,2%.
En 1848 los húngaros trataron de separarse de Austria (para más datos vean la película Sisi Emperatriz, con la bellísima Romy Schneider). Varios miembros de la familia Semmelweis participaron como activistas en la causa húngara, aunque no hay registros de que Ignaz así lo hiciera. De todas maneras, fue separado de sus cargos en Viena y debió volver a Budapest.
Furioso por la falta de atención de los demás colegas a sus teorías y métodos, comenzó a escribir artículos en distintos medios y países donde no dudaba en tildar de “asesina” la actitud de los profesionales que insistían en no lavarse las manos. La batalla se convirtió en una obsesión, y hasta la esposa del doctor Semmelweis creyó que había perdido la razón (la mayor parte de las esposas creen que sus cónyuges nunca tienen la razón).
En 1865 (año en que Pasteur comenzó a mostrar al mundo la existencia de gérmenes como causantes de las enfermedades), Semmelweis fue confinado a un asilo psiquiátrico. Apenas quince días más tarde moría de septicemia secundaria a la golpiza que había recibido de los guardias del nosocomio por resistirse a ser internado.
La discriminación sufrida por sus observaciones dio lugar al llamado “reflejo de Semmelweis”, término utilizado para calificar la actitud de rechazo que genera una nueva teoría cuando esta 156 contradice las prácticas establecidas, aunque sean tan lógicas e inocentes como lavarse las manos.
Texto extraído del libro IATROS (Olmo Ediciones).