Luis XVI, a la guillotina por traicionar a la Revolución

Los antecedentes

¿Podría haber sido Francia la primera gran monarquía parlamentaria y haber marcado el camino de un nuevo modelo de gobierno? La cuestión, formulada desde distintas ópticas, asalta la historiografía francesa desde hace más de dos siglos y fue uno de los debates más vivos de la Revolución, aunque acallados tras la proclamación de la Primera República.

Lo cierto es que tras la toma de la Bastilla en 14 de julio de 1789, el rey Luis XVI aceptó la legitimidad de la autoproclamada Asamblea Nacional Constituyente pese a haberla combatido en un principio y pese a que ésta había acabado de un plumado con el modelo de los tres Estados retirando todos los privilegios y su representatividad política al clero y la nobleza. Incluso aceptó que el 10 de octubre de 1789 la Asamblea le retirase el histórico título de rey de Francia y de Navarra para convertirlo en rey de los franceses.

En lugar de unirse a la legión de nobles que a lo largo de ese año salieron del país, incluida su propia familia, el rey abandonó Versalles y se trasladó al palacio parisino de las Tullerías para mantenerse al frente del nuevo Estado, controlado por una Asamblea unicameral que redobló sus esfuerzos entre la consolidación y expansión de su poder a todo el territorio y la redacción de la primera Constitución francesa.

Sin embargo, Luis XVI protagonizó dos episodios polémicos en un período más que convulso que frustraron ese modelo de monarquía parlamentaria. Francia se convertiría en una república paradójicamente inspirada en los Estados Unidos que el propio monarca había ayudado a constituir al otro lado del Atlántico.

El rey protagonizó dos episodios que frustraron una monarquía parlamentaria: su intento de fuga al Imperio austríaco y su doble juego con la Asamblea Constituyente y las potencias extranjeras

El primero fue su huida del país el 20 de junio de 1791 rumbo a los dominios del Imperio austríaco en la actual Bélgica. No en vano la reina, María Antonieta era archiduquesa de Austria. Una fuga accidentada que tuvo su fin en Varennes, aún en la Lorena francesa, donde el rey fue reconocido –él mismo reveló su identidad cuando un súbdito se postró a sus pies– y aceptó volver a París conducido por tropas fieles al gobierno. A partir de entonces permaneció bajo custodia del nuevo poder legislativo.

El segundo fue el doble juego que mantuvo desde un principio entre la Asamblea revolucionaria, la nobleza realista y las monarquías extranjeras dispuestas a restaurar la monarquía absolutista en Francia, en particular Austria y Prusia. Un cofre con unas cartas reveladoras hallado en una estancia secreta de las Tullerías, en las que negociaba tanto con destacados miembros de la Asamblea como con gobiernos extranjeros, se reveló como una clara muestra de traición a la patria y a sus instituciones.

No obstante, Luis XVI juró la Constitución aprobada el 3 de septiembre de 1791, que le reconocía la inviolabilidad legal y la práctica del poder ejecutivo y el poder de veto sobre las leyes aprobadas por la nueva Asamblea Legislativa. El rey incluso pronunció el discurso muy aclamado que inauguraba la nueva era y daba por concluidos los trabajos de la Asamblea Nacional Constituyente, disuelta el 29 de aquel mismo mes. En sus nuevas funciones constitucionales, el monarca llegó a vetar la ley que condenaba a muerte a los nobles emigrados y la que exigía al clero prestar juramento de lealtad.

Pero el intento de invasión de Austria y Prusia, la radicalización del debate político y el discutido papel de la familia real, con el añadido del origen austríaco de la reina, llevaron a un asalto popular de las Tullerías el 10 de agosto de 1792, y los reyes fueron recluidos en la fortaleza del Temple. La Asamblea Legislativa suspendió las funciones constitucionales del rey y convocó inmediatamente elecciones para constituir la Convención Nacional, una nueva Asamblea cuyo primer gran acuerdo fue abolir el 22 de septiembre de ese mismo año, dos días después de constituirse, la monarquía parlamentaria y proclamar la República.

En medio de un intenso debate sobre el futuro del rey, que para el sector jacobino más radical liderado por Maximilien de Robespierre debía morir para que Francia viviese y para el moderado Georges-Jacques Danton debía ser juzgado para legitimar así el poder del nuevo poder ejecutivo, los girondinos se alienaron con Danton para crear dos comisiones que debían determinar si se podía juzgar al rey, quién debía hacerlo y qué cargos debían imputársele.

La comisión de juristas determinó que Luis XVI podía y debía ser juzgado por numerosos cargos, ya que se daba por revocada la inmunidad que recogía la Constitución y que la Convención Nacional era el marco para hacerlo, como institución legítima para dotarse a sí misma de unas funciones judiciales extraordinarias.

Aunque, más allá de sus argumentaciones jurídicas, la presentación de los dictámenes de las comisiones tuvo un plato fuerte: la presentación pública de las cartas halladas en el cofre de las Tullerías con todas las pruebas de cargo necesarias no ya para juzgar, sino para condenar al rey por alta traición. Así fue como el 3 de diciembre de 1792 la Convención acordó juzgar al ciudadano Luis Capeto, depuesto rey Luis XVI.

El juicio

El proceso contra el destronado rey se abrió el 10 de diciembre, y un día después, el presidente de la Convención, Bertrand Barère de Vieuzac, leyó los 44 cargos que se le imputaban tras la apostilla “Luis, la nación francesa le acusa”. Siguiendo el dictado de la comisión de juristas, la Asamblea decidió acusar al rey de atentar contra el funcionamiento legítimos órganos de gobierno –pese a haber sido ya sustituidos por los republicanos–, haber lanzado el Ejército contra el pueblo, corromper a miembros de la Asamblea Constituyente, haber acordado la intervención armada en el país de poderes extranjeros y evadir grandes cantidades de capital.

Luis Capeto rechazó todos los cargos y aseguró desconocer todas las pruebas que le presentaron en una suerte de vista previa. Negó que fuese suya la firma de diversos documentos que también tenían su sello y que el cofre hallado en las Tullerías fuese de su propiedad. Asimismo, solicitó que se le permitiese contar con uno o varios abogados para afrontar su defensa. No obstante, el depuesto monarca sabía que la sentencia estaba dictada de antemano, como dejó escrito: “No espero convencer a los diputados ni tampoco conmoverlos. Solo ruego que no se recurra a peroraciones tocantes a mi dignidad”.

Robespierre fue el encargado de desmontar el argumento de la inviolabilidad del rey

En un proceso que la Presidencia de la Convención Nacional quería resolver rápido, en dos días se designaron como abogados defensores a François-Denis Tronchet, Chrétien-Guillaume de Lamoignon de Malesherbes, Guy-Jean-Baptiste Target y Raymond de Sèze. Con apenas diez días para preparar la defensa, la basaron en la inviolabilidad del monarca que recogía la Constitución de 1791, la retroactividad legal que comportaban las acusaciones y la propia naturaleza política del organismo que lo juzgaba, que para los defensores sólo tenía la atribución de nombrarlo o destituirlo en sus funciones.

Con todos los miembros de la Convención ejerciendo a la vez las funciones de acusadores y jueces, Robespierre, que en las preliminares ya había solicitado que se suspendiese el proceso –argumentando que ni el rey podía ser un acusado ni la Asamblea un órgano para impartir justicia y apelando a una ejecución sin juicio–, fue el encargado de desmontar el argumento de la inviolabilidad defendiendo lo que había tratado de impedir: que la Convención ya había dejado sin efecto este principio al aprobar la apertura del juicio y la legitimidad del tribunal.

La suya fue sólo una de las numerosas intervenciones acusatorias que se produjeron durante los 14 días que duró el proceso, en su mayoría lideradas por los diputados jacobinos. Con Robespierre compitieron en beligerancia sus compañeros Danton, Louis-Antoine-Léon de Saint-Just y Jean-Paul Marat. Paradójicamente todos acabarían teniendo un destino trágico como el del encausado poco después.

Cerrado el juicio oral sin más testigos que los propios diputados ni más pruebas que las presentadas en la primera vista, la Convención Nacional acordó que el 15 de enero se llevaría a cabo la primera votación sobre la culpabilidad de Luis Capeto de los cargos presentados.

La sentencia

En lugar de votar cargo por cargo, la pregunta que la Presidencia de la Convención sometió a votación del plenario fue genérica, un aspecto que los abogados del rey consideraron un motivo más de indefensión. ¿Era Luis XVI culpable de conspiración contra la libertad y de atentar contra la seguridad del Estado? De los 749 diputados que conformaban la Asamblea, 691 respondieron afirmativamente y 13 se abstuvieron. No hubo un solo voto negativo.

El rey era declarado culpable. Aunque varios de los delitos imputados estaban penados con la muerte, al no haberse votado ninguno en concreto, varios diputados pidieron someter también a votación la pena. Había miembros de la Asamblea no alineados con ninguna de las grandes facciones que solicitaban una sentencia condenatoria, pero que no se aplicase la pena de muerte. Incluso se planteó que ésta fuera sometida a referéndum público. Esta propuesta fue rechazada con 426 votos en contra.

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‘La ejecución de Luis XVI’. Grabado anónimo

Así las cosas, la Convención aún sometió a votación si se condenaba a Luis Capeto a pena de muerte, dejando día y medio de reflexión. El resultado tampoco fue concluyente: aunque una mayoría de 387 votos fueron a favor, 28 de ellos solicitaban el indulto, y los votos en contra fueron 334. Se planteó incluso la posibilidad del destierro, con Estados Unidos como destino. La Presidencia, por tanto, planteó una cuarta y definitiva votación sobre el indulto, con 310 votos a favor y 380 en contra.

El 20 de enero una comisión parlamentaria liderada por el ministro de Justicia, Dominique-Joseph Garat, se desplazó al Temple para comunicar al acusado la sentencia y su condena a muerte, que sería ejecutada en un plazo de 24 horas. Luis XVI no mostró ni sorpresa ni ningún tipo de contrariedad, según dejó escrito el diputado Jacques-René Hébert, que hizo las veces de fiscal.

La sentencia se ejecutó, pues, la mañana del 21 de enero de 1793 en la plaza de la Revolución (hoy de la Concordia). “Al subir al patíbulo, el ciudadano Luis Capeto mostró una actitud hostil al negarse a ser maniatado, aunque cedió cuando le dijimos que era el último sacrificio”, escribió su verdugo, Charles-Henri Sanson. “¡Pueblo, muero inocente!”, exclamó antes de que la guillotina le cercenase el cuello pasadas las 10.20 de esa mañana.

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