En noviembre de 1914, en el hospital Rawson de la ciudad de Buenos Aires, el médico e investigador argentino Luis Agote logró, por primera vez, transfundir sangre sin que ésta se coagulara en el recipiente que la contenía. El hecho, de trascendencia internacional, abría una insospechada ruta en el tratamiento médico: se había salvado un escollo que parecía insuperable desde el punto de vista técnico en la transfusión de sangre.
Luis Agote había nacido en la Capital Federal el martes 22 de septiembre de 1868. Cursó sus estudios secundarios en el entonces Colegio Nacional Central (hoy Colegio Nacional de Buenos Aires), y en 1887 ingreso a la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, donde se graduó en 1893 con una tesis sobre hepatitis supurada. Después de algunos trabajos en otras especialidades comenzó a dedicarse a la clínica médica. En 1894 asumió como Secretario del Departamento Nacional de Higiene y en 1895 se hizo cargo de la dirección del lazareto de la isla Martín García. En 1899 fue designado médico de sala del hospital Rawson, donde más tarde fue jefe de sala. En 1905 fue nombrado Profesor Suplente de la Facultad de Medicina y en 1915 se transformó en el titular de la cátedra de Clínica Médica. En 1914 inauguró el Instituto Modelo de Clínica Médica, que llevó a cabo un vasto programa de investigación, enseñanza y asistencia. Desde muy remotos tiempos se le adjudicó a la sangre gran poder como factor de salud y fuerza. Se sabe que en diversas épocas se “bebía” sangre humana en la creencia de que ésta vigorizaría o reanimaría enfermos. Hay evidencias de que en la Roma Imperial se acostumbraba absorber la sangre de los gladiadores heridos en la arena, para la curación de la epilepsia. La idea de la transfusión de este elemento vital estaba ya en el aire en 1556, cuando Jerónimo Cardano de Basilea, en su obra De Rerum Varietate sugirió la idea de cambiar la sangre de los delincuentes.Los antecedentes del principal logro científico de Agote -la fórmula para que la sangre no se coagulara una vez que se extraía del cuerpo humano- pueden remontarse a 1665, cuando el médico inglés Lower practicó la primera transfusión sanguínea de animal a animal, experiencia que realizó con perros. En 1667, el científico francés Juan Bautista Denys efectuó la primera transfusión al hombre, con sangre de carnero. En el siglo XIX, con los progresos de la cirugía, se pusieron en práctica diferentes métodos para realizar transfusiones de hombre a hombre (homotransfusión directa), pero todos fracasaron: requerían una técnica delicada, exponían a serios accidentes a los pacientes y no lograron solucionar los efectos desfavorables que se registraban hasta entonces, ni explicar las causas de éstos. A principios de este siglo, todavía se practicaban las transfusiones directas, el médico francés Alexis Carrel fue uno de los que más impulso dio a esta práctica. La delicada tarea se llevaba a cabo conectando la arteria del dador con la vena del receptor a través de una complicada intervención quirúrgica. Se necesitaba lugar adecuado, asepsia extrema y no existía la posibilidad certera de medir la cantidad de sangre entregada por el dador, que generalmente requería semanas para recuperarse y se exponía a riesgos tales como infecciones, embolias, trombosis, etc.. En 1900 el investigador austríaco Karl Landsteiner descubrió que la sangre contenía sustancias capaces de aglutinar los glóbulos rojos de la sangre de otros seres humanos: descubrió así la existencia de los denominados grupos sanguíneos y la existencia de incompatibilidad entre algunos de ellos. En ese momento, este importante hallazgo no tuvo mayor eco en la práctica médico-quirúrgica.Quedaba todavía un importante problema por resolver: la sangre salida de sus cauces normales tiende rápidamente a la formación de coágulos: al entrar en contacto con el aire o con tejidos lesionados, o con una superficie más rugosa o diferente a la de los vasos sanguíneos, desata el proceso de coagulación: la sangre pierde pronto su fluidez; se vuelve luego viscosa para terminar en una consistencia sólida como una jalea. En realidad, el proceso de coagulación es una defensa del organismo: en el caso de heridas, los coágulos tienden a taponarlas, evitando hemorragias. Pero naturalmente, resultaba fatal para las transfusiones: el proceso se produce en un lapso de seis a doce minutos, lo cual hacía imposible el almacenamiento de sangre para ser utilizada en el momento adecuado y en las cantidades requeridas. ¿Cómo lograr que la sangre no se coagule?
Preocupado por el problema del difícil dominio de las hemorragias en los pacientes hemofílicos, Luis Agote, junto a su laboratorista Lucio Imaz, comenzó a trabajar para encontrarle una respuesta a esta pregunta. Ya se había intentado sin éxito colocar la sangre en recipientes especiales. También había fracasado la alternativa de mantener la sangre a una temperatura constante. Agote emprendió otro camino: buscar algo que agregado a la sangre evitara su coagulación. Probó diversas sustancias sin resultados positivos, hasta descubrir que el citrato de sodio -una sal derivada del ácido cítrico- sí evitaba la formación de coágulos, este fenómeno había sido hasta entonces el obstáculo insuperable para transfusiones asépticas y seguras. El citrato de sodio pues, parecía ser la sustancia clave, ya que es inocua aunque sea incorporada en grandes dosis al organismo. Efectivamente, era la solución. Siguió luego el paso de probar su viabilidad. Después de realizar varios estudios preliminares in vitro y en animales, el Lunes 9 de noviembre de 1914, en un aula del Instituto Modelo de Clínica Médica del hospital Rawson el Dr. Agote llevó a cabo, con total éxito, la primera transfusión de sangre citrada (es decir con citráto de sodio) en el hombre. Fueron testigos directos de aquel hecho el Dr. Epifanio Uballes, rector de la Universidad de Buenos Aires; el Dr. Luis Güemes, decano de la Facultad de Medicina; Baldomero Somer, director general de la Asistencia Pública; el intendente municipal, Dr. Enrique Palacio; además de numerosos académicos, profesores y médicos. Ese día, un empleado del hospital accedió a donar 300 cm3 de su sangre para que luego le fueran transfundidos a una parturienta que, tres días después abandonó el hospital, restablecida. Fue un acontecimiento sensacional, una de los grandes momentos de la medicina mundial, que contaría desde ese entonces con un recurso precioso, simple, inocuo y fácilmente realizable por cualquier equipo idóneo. Un profesional argentino había logrado lo que durante décadas no había podido conseguirse. En una ciudad de América del Sur, alejada de los centros científicos más importantes y avanzados, un investigador que no estaba urgido por la necesidad de salvar la vida de los heridos de una batalla, lograba la solución para un problema que angustiaba a los miles de médicos reclutados por los ejércitos que luchaban en Europa en aquellos trágicos años de la Primera Guerra Mundial. Agote comunicó el resultado de sus investigaciones a las representaciones en Buenos Aires de los países en guerra; pero todas ellas le contestaron con la cortesía formal de la diplomacia. Nada más. Sin embargo, el médico argentino tuvo una visión exacta de la importancia de su logro terapéutico y además de haberlo ideado y ejecutado, supo imponerlo en el mundo entero como el método que hizo definitivamente factible la transfusión de sangre. Le dio amplia difusión a su descubrimiento a través de instituciones universitarias y de prensa -inmediatamente el periódico New York Herald publicó una síntesis del método de Agote-, y percibió la proyección futura del hallazgo afirmando que su aplicación no se limitaría al tratamiento de las personas anémicas a consecuencia de una hemorragia aguda, sino que no tardaría en abarcar horizontes muchos más vastos para el tratamiento de diversos procesos. Ya finalizada la Primera Guerra Mundial, el norteamericano Lewisohn, del Mount Sinaí Hospital y el belga Hustin, de la Academia de Ciencias Biológicas y Naturales de Bruselas, se atribuyeron la prioridad del descubrimiento. Se inició entonces una larga discusión epistolar entre Agote y los científicos mencionados, y se acumularon entonces entrevistas, artículos, comunicaciones y citas en distintas revistas médicas sobre la discutida prioridad. En todo este despliegue, desinteresado por la discusión y actuando sólo en defensa de la ciencia de su país, el investigador argentino se limitó a señalar objetivamente fechas y procedimientos. Lo más posible es que se halla tratado de una coincidencia de investigaciones que dieron su fruto en forma simultánea. De todas maneras, la prioridad de los hechos en el campo de la ciencia es de valor relativo. Pero se debe resaltar la actitud solidaria del médico argentino, que no limitó la difusión de su descubrimiento a los medios académicos y brindó así la posibilidad de su utilización a una parte de la humanidad que en esos momentos sufría y moría.
El Dr. Luis Agote canalizó su vocación de servicio no sólo a través de la medicina; además actuó desde joven en la vida política argentina. Fue diputado y senador provincial, ocupó por dos períodos, en 1910 y 1916, una banca en la Cámara de Diputados de la Nación. Fue autor de varios proyectos que se transformaron en leyes, y entre ellos pueden citarse la creación de la Universidad Nacional del Litoral, la anexión del Colegio Nacional de Buenos Aires a la Universidad y la creación del Patronato Nacional de Menores Abandonados y Delincuentes. Como escritor no se limitó a publicar sus trabajos científicos sino que también incursionó en la literatura y la historiografía, entre sus obras pueden citarse: La úlcera gástrica y duodenal en la República Argentina (1916); La litiasis biliar (1916); Estudio de la higiene pública en la República Argentina (memoria del Departamento Nacional de Higiene); Nerón, los suyos y su época (1912, una psicopatología del emperador romano); Nuevo método sencillo para realizar transfusiones de sangre (1914); Augusto y Cleopatra; Ilusión y realidad (poema) y Mis recuerdos . Gran parte de su obra fue reflejada en los Anales del Instituto Modelo de Clínica Médica fundados por él. Luis Agote murió en 1954.
Naturalmente a lo largo de su vida recibió múltiples distinciones que en vida recibiera este destacado médico: Profesor Honorario del Colegio Nacional y de la Universidad de Buenos Aires; Miembro Honorario de la Academia Nacional de Medicina; Presidente Honorario de la Academia Nacional de Bellas Artes, de la Asociación Tutelar de Menores y del 8° Congreso Nacional de Medicina; entre otras. Además, se impuso su nombre a una calle y a una Escuela Nacional de Comercio de la ciudad de Buenos Aires, al Instituto Modelo de Clínica Médica, al Instituto Nacional de Protección de Menores, a escuelas primarias y a numerosos centros de hemoterapia y bancos de sangre de la Capital Federal y del interior del país.