“No hay Garbo, no hay Dietrich, ¡solo hay Louise Brooks!”, esa fue la entusiasta respuesta de Henri Langlois, fundador de la Cinemateca Francesa, cuando los periodistas le preguntaron por qué aquella desconocida de mirada hipnótica y flequillo a lo Cleopatra era la elegida para protagonizar el cartel que la institución dedicaba a los primeros 60 años de la historia del cine en detrimento de las grandes luminarias del Hollywood dorado.
Era una decisión difícil de entender, la diva del cine mudo apenas había rodado 20 películas, de las que ni el espectador más avezado podría recordar tres, y hacía más de 30 años que nadie mencionaba su nombre; pero para un nutrido grupo de amantes del cine que se reunían en el Museo Nacional de Arte Moderno de París, Louise Brooks había sido la actriz más grande de la historia de Hollywood. Tal vez sea una hipérbole, pero desde luego pocas ejemplificaron mejor lo que era el star system de los felices veinte.
En su época, Brooks no era la más guapa, esbelta o exhuberante, pero sí era terriblemente fotogénica y representaba a la perfección el atractivo que demandaba la epoca. Era lista, más de lo necesario en su trabajo, y también listilla, lo que le ocasionó muchos problemas, algo que sumado a un apetito por el sexo, la ginebra y la fiesta muy superior a su interés por el trabajo hizo de ella la encarnación de la mujer con la que los felices veinte corrían desbocados hacia el abismo.
Hasta llegar a convertirse en la obsesión de tantos cinéfilos había realizado un viaje corto, pero lleno de recovecos, con inicio en la muy cinematográfica Kansas. Sin Totó y sin tía Emm, pero sí con varios tornados emocionales y una vuelta al hogar mucho más triste que la de Dorothy.
Brooks había nacido en Cherryvale, una pequeña población del Medio Oeste el 14 de noviembre de 1906, su padre, abogado, y su madre, concertista de piano, le había proporcionado una educación tan autodidacta como liberal, o quizás simplemente descuidada y sin ninguna disciplina. Su madre adoraba la literatura y sobre todo la música, pero no sentía demasiado interés por sus cuatro hijos. Louise, que había heredado el gusto por lo artístico de ella, bailaba y leía a todas horas, a veces por encima de su hombro de esa madre que la ignoraba. Ni siquiera le prestó demasiada atención el día que llegó a casa sollozando porque el pintor que hacía pequeñas chapuzas en casa había abusado de ella. Myra Brooks se limitó a decirle que probablemente había sido culpa suya. Sólo tenía nueve años. “Mamá tenía el mismo instinto maternal que un caimán”, escribió años después a su hermano, aunque ya no había rencor en sus palabras.
Myra no iba a ganar el premio a la madre del año, pero al menos se tomó en serio la vocación de su hija por la danza y no dudó en buscarle los mejores profesores y en acompañarla pacientemente a las clases. Cuando la compañía de danza más famosa del momento, la Denishawn, visitó la zona, Louise acabó poniendo rumbo a Nueva York, tan sólo tenía 15 años, pero aquel viaje le permitiría bailar al lado Martha Graham, una de las bailarinas y coreógrafas más importantes del siglo XX. Era una oportunidad que no podía dejar pasar.
En la compañía de baile hizo amistad con Barbara Bennet, hermana de las también actrices Constance y Joan, y miembro de una adinerada familia de Park Avenue habitual de las páginas de Vogue. Para los Bennet, que le abrieron las puertas de su casa y de la alta sociedad neoyorquina, se convirtió en una pequeña mascota tan divertida como insolente.
En Nueva York llevó una vida a medio camino entre My fair lady y Pretty Woman. En Kansas destacaba por su aire sofisticado, pero en la gran ciudad sólo era una de los miles de almas intercambiables que llegaban desde pueblos remotos a Grand Central con más sueños que centavos en el bolsillo. No tenía dinero para recibir clases por lo que acudió a los que sabían cómo se comportaban las personas con las que empezaba a codearse: los que les servían. Recibió clases de dicción del camarero de un drugstore que cada día se burlaba de su acento y aprendió modales en la mesa de un camarero que vio como la primera langosta que pasaba por sus manos acababa volando por el comedor. Diligente, trajo otra y la partió ante ella. A partir de aquella noche se convertiría en su profesor para comer caracoles, abrir alcachofas, sacar las espinas de una trucha y pronunciar toda la carta en un perfecto francés. Era una mujer sin recursos, pero con muchos recursos naturales. Sabía hablar, tenía modales y el acceso al armario de las Bennet la había convertido en una joven espectacular. Y además era una lectora voraz, aunque eso no iba a servirle de mucho allí.
En Kansas leía a Darwin, Emerson, Twain y Goethe y se gastaba la paga mensual en suscripciones a revistas como Harper’s Baazar y Vanity Fair, soñaba con ser una mujer culta y cosmopolita, pero no tardó en entender que ambas cosas no eran necesariamente compatibles. “Más tarde descubriría que la cultura no era precisamente indispensable para convertirse en una neoyorquina sofisticada. En realidad era un inconveniente. Los hombres ricos que durante largo tiempo me exhibieron en restaurantes, teatros y cabarets de moda se horrorizaban ante el solo nombre de Shakespeare y consideraban que pasar una tarde en la ópera del Metropolitan o en un concierto en el Carnegie Hall era el colmo del aburrimiento”.
La educación o mejor la no educación con la que había sido criada fue un problema a la hora de relacionarse con sus compañeras y profesores, tenía un talento desmesurado, pero no respetaba los horarios ni se ahorraba ningún comentario negativo hacia sus compañeras. No tardaron en enseñarle la puerta. Era guapa, tenía talento y algún día sería una estrella, pero todavía no lo era y hay actitudes que se le perdonan a una luminaria, pero a una niñita de carita redonda de Kansas sólo la llevan a la puerta de salida.
Una puerta que también le enseñaron en el Hotel Algonquin, el centro de reunión de las mentes más brillantes (y etílicas) de Nueva York no pudo tolerar el comportamiento de una adolescente que se paseaba por el vestíbulo con vestidos despampanantes que no dejaban nada a la imaginación. “Una mujer bien vestida, a pesar de que su bolso está dolorosamente vacío, puede conquistar el mundo” era uno de sus lemas.
Cuando su caracter consiguió que la expulsasen de todas las compañias de baile importantes de Nueva York, y su amor a los hombres y al etilismo de varios hoteles, se exilió a Londres donde tuvo el honor de ser la primera en bailar el charleston. Pero su primera aventura europea duró poco. La bulliciosa vida de Nueva York la atraía como el tofe a las moscas y acabó de nuevo en el escenario bailando en la principal compañía del mundo, las Ziegfield Follies. Al estreno acudieron los Condé Nast, Vanderbillt, Rothschild, William Randolph Hearst o el presidente de la Paramount Adolph Zukor. Las bailarinas de Follies eran la élite de la élite, el sueldo no era excepcional, pero para qué necesitaban dinero aquellas chicas si siempre había un hombre alrededor dispuesto a pagarles todo.
Este espectáculo era considerado la cumbre del show business en Broadway y los periódicos pronto comenzaron a fijarse en ella. Brooks, que siempre quiso ser bailarina, estaba donde quería, pero la industria del cine estaba en plena ebullición y sus calderas se alimentaba precisamente de lo que ella irradiaba: juventud.
“La industria cinematográfica trata esencialmente con mercancias y la gran mercancía de hoy día es la juventud”, esa frase que podría haber sido escrita la semana pasada, fue escrita justo hace 100 años en la revista Photoplay por la entusiasta Ruth Waterbury. “Los admiradores son jóvenes y las nuevas estrellas son jóvenes. La juventud llama a la juventud y la mano que da vueltas a la cámara gobierna el mundo”.
Aquella industria a la que se empezaba a tomar en serio a sí misma estaba dirigida por hombres de mediana edad, pero sus estrellas apenas tenían edad de votar. Aunque la obsesión por contentar a un público imberbe parezca un fenómeno reciente lo cierto es que es un fenónemo tan viejo como el cinematógrafo. El público de los años veinte estaba obsesionado con la juventud y especialmente con las flappers, un ejercito de jovencitas que paseaban insolentes por Nueva York con sus cabellos cortos, sus vestidos rectos que por primera vez no trataban de resaltar sus bustos y unas sandalias displicentemente desabrochadas que al caminar hacía sonar ese flap flap que les acabó dando nombre a sus portadoras.
Y si había una joven en Nueva York que representase la indolencia y el hedonismo de aquellas adolescentes sobre las que escribía Scott Fitzgerald era Brooks. Ansiosos por embotellar su esencia, Paramount trató de echarle el lazo, pero ella se resistía. Tenía la sensación, poco equivocada, de que lo único que pretendían todos aquellos hombres era acostarse con las jovencitas a las que ofrecían grandilocuentemente “pruebas de cámara”; ella sentía una gran devoción por el sexo, pero siempre que fuese ella quien elegía a sus compañeros de cama.
Pero su rostro atraía cada vez más miradas y acabó en medio de una guerra entre Paramount y Metro que hizo irrechazables las ofertas y acabó aceptando un pequeño papel en La calle del olvido, ya estaba dentro. No le gustaba la industría, no le gustaban sus compañeros y no le gustaba el cine, pero sí corretear por las calles de Nueva York.
Durante una de esas correías se cruzó con Charles Chaplin, la estrella más popular del mundo por entonces. El británico acababa de terminar el rodaje de La quimera del oro y había viajado a Nueva York para promocionarla . El flechazo fue instantáneo. Ella era una debutante de 18 años y él un prestigioso director y actor de 36, pero había un terreno en el que esa diferencia de edad no importaba y era el terreno favorito de ambos. Pasaron una semana sin salir del Hotel Ambassador. Brooks fue bastante discreta con su romance con la mayor celebridad del momento, pero a su entorno si le contó algún detalle estrambótico como que la obsesión del actor por las enfermedades le hacía untarse el pene en yodo para evitar contraer alguna venérea y que cuando su relación se terminó él le mandó un cheque de 2.500 dólares. No sé sintió molesta ni ofendida, por supuesto, era una chica práctica y además lo adoraba como hombre y como artista. “Aprendí a actuar viendo bailar a Martha Graham y aprendí a bailar viendo actuar a Chaplin” escribió años después sobre él.
La popularidad que Brooks iba adquiriendo también trajo a la palestra un pequeño escándalo, unos desnudos que habían encajado perfectamente como publicidad de su pasado como bailarina de variedades, pero no con su nueva vida de estrella de Hollywood. Trató de parar su difusión y provocó lo que hoy se conoce como efecto Streisand, todo el mundo, hasta el vecino del pueblo más remoto de Kansas fue consciente de su existencia.
Los medios pusieron en su boca que aquellos retratos podrían traerle problemas con un hipotético futuro marido, algo absolutamente impropio en la boca de la desinhibida Brooks y más acorde con las maneras de los publicistas de unos estudios que cada día se despertaban con el escándalo de alguna de sus estrellas.
AI final si llegaron los maridos, dos: Edward Sutherland, director de cine y Deering Davis, bailarín y millonario. Pero no duraron demasiado. “El amor es un montaje publicitario y hacer el amor sólo es otra forma de pasar el rato mientras espero la llamada del estudio”, escribió igualando en cinismo la frase de Don Drapper: “El amor lo inventaron hombres como yo para vender medias”, habrían sido una pareja memorable.
Tanto sus escritos, como su biografía, Louise Brooks de Barry Paris, como los rumores, dejaron claro que la espera le gustaba más que las llamadas. Al igual que había sucedido con Chaplin fue bastante discreta, pero no pudo evitar filtrar que había pasado por la cama de la deseadísima Garbo y del melancólico Humphrey Bogart.
Pero hubo un hombre que fue más que una aventura de una noche, el empresario y propietario de los Washington Redskins George Preston Marshall, uno de los pocos que no cayeron rendidos a sus encantos lo que la volvió loca, un embaucador que pretendíó monopolizar su carrera y la llevó a tomar decisiones alocadas cuando ella ya era infinitamente imprudente.
Cuando Hollywood desbancó a Nueva York como centro de la industria, Brooks tuve que trasladarse a la costa oeste y abandonar la bulliciosa Nueva York. Eso la hizo tremendamente desgraciada. “El secreto de mi fracaso fue no haber sido capaz de desvivirme nunca por las películas, ni por los actores o los directores”. Su tendencia a decir siempre lo que pensaba, comportarse como le apetecía y la afición, a ojos de todo extrañísima, de leer en las pausas de rodaje ajena a los corrillos, le granjearon fama de difícil. Eso y su facilidad para largarse del set a la mínima. “Su forma predilecta de hacer ejercicio era irse del plató” escribió sobre ella la guionista Anita Loos.
A pesar de su fama de complicada el gran Howard Hawks la reclamó para Una novia en cada puerto. “Quería un tipo diferente de chica. Contraté a Louise Brooks porque está muy segura de sí misma, es muy analítica, muy femenina, pero también es muy buena. Podría usarla hoy. Era una adelantada a su tiempo.” El crítico Rogert Ebert pensaba lo mismo de ella: “Parece una actriz moderna: no tiene las maneras anticuadas de muchas estrellas del cine mudo, podría ser una Demi Moore o una Winona Ryder, insertadas digitalmente en una película antigua.” Ser tan adelantada a su tiempo fue una de las claves de su éxito y su fracaso. Y también su tendencia a la autodestrucción.
Tras Hawks llegó otra luminaria, William Wellman. En Mendigos de vida se vistió de vagabunda y se convirtió en un icono de la androginia. La crítica la adoró, pero otro escándalo ensombreció su carrera. Un doble con el que se había acostado se lo contó a todo el equipo y de nuevo fue señalada. Así era la hipocresía en Hollywood, podías acostarte con la mitad de los gerifaltes de California y no trascendería, pero Brooks había sido demasiado transversal en sus apetitos.
Había pasado de ser una celebridad local en Nueva York a ser tremendamente popular a nivel nacional, su corte de pelo poblaba la mitad de las cabezas femeninas del país y sus fotos encabezaban las portadas de la prensa especializada y las páginas de chismes, pero a pesar de ello apenas ingresaba 750 dólares por semana. Aconsejada por su amante George Marshall, se fue al despacho de B. P. Schulberg, el jefe de Paramount para pedir un aumento, la respuesta fue “no y si no te parece bien te vas” y, para sorpresa de un preboste acostumbrado a coaccionar a sus interlocutores con alzar una ceja, ella se fue. Probablemente no fue una decisión muy inteligente, pero le dió una gran satisfacción a corto plazo.
A un océano de allí, otra actriz también se encontraba una negativa. El director aleman G. W. Pabst preparaba una adaptación de La caja de pandora y Marlene Dietrich ansiaba el papel, pero para Pabst era demasiado mayor y demasiado sensual, él ya sabía a quién quería, quien era la única Lulú posible.
Pabst llevaba dos años buscando a su protagonista, un casting que recordó al que una década después convertiría a Vivien Leigh en Escalata O’Hara y que había llevado a sus atribulados ayudantes a parar por la calle a cualquier mujer alrededor de la veintena para realizarle una prueba. La obra gozaba de una popularidad inmensa y encontrar a la Lulú ideal se había convertido en una cuestión de estado. Y como en el caso de Escarlata la decisión fue tremendamente impopular, así como una británica se haría con el papel de la sureña por antonomasia (años después Renée Zellweger se cobraría la afrenta con Bridget Jones), una americana iba a interpretar a un mito alemán.
Gracias a Pabst, Brooks hizo el camino inverso al de Garbo, Dietrich o Lamarr, la estrella americana fue la que se traladó a Europa. Al mítico Berlín de entreguerras, aquella fiesta continua de cabarets era el caldo de cultivo que ella necesitaba para desarrollarse. Vecinos como Brecht, Auden, Christopher Isherwood o Vladimir Nabokov, toneladas de ginebra y una forma libérrima de entregarse al sexo y al exceso, aquel sí era su Kansas.
Louise jamás había oído hablar de Lulú, pero en cuanto leyó el guión supo que como Pabst pensaba Lulú era ella. Una mujer hedonista que disfuta con el placer en un mundo abotargado por las convenciones, una mujer que irradia un extraño efecto que provoca la desgracia en quien la rodea y que acaba en manos de Jack el Destripador.
La caja de Pandora contenía sexo; lesbianismo, por primera vez, y hasta incesto, lo que le sirvió un extra de censura en todos los países en los que se estrenó, algo que sumado a la llegada del sonoro la convirtieron en la mejor película que nadie había visto. Tuvieron que pasar tres décadas para que se la reconociese como la obra de culto que es.
Cuando Brooks volvió a Estados Unidos, el sonoro había tambaleado los cimientos de la costa oeste con más virulencia que el terremoto de San Francisco. Algunas estrellas se habían ido por su propio pie incapaces de adaptarse, otros habían sido boicoteados por los estudios, Louise fue una de ellas. La obligaron a doblarse en su última película y se negó, le ofrecieron diez mil dólares y no cedió, no lo haría ni por todo el oro del mundo, ni bajo amenazas. No lo hizo y Hollywood le cerró las puertas. Otra de esas satisfacciones inmediatas que pagó con creces. Paramount difundió que su voz no era apta para el sonoro. Claro que lo era, tenía una voz preciosa.
Con tan solo veinticinco años estaba acabada, se arrastró por producciones de segunda en las que coincidió con otras glorias expulsadas del paraíso como Fatty Arbuckle y con estrellas en ciernes como un jovencísimo John Wayne del que se quedó prendada.
La historia de los actores es también la de las películas que nunca rodaron. Por diversos motivos, –casi todos su cabezonería y George Marshall– no se hizo con los papeles de La novia de Frankenstein y El enemigo público que acabó coronando a Jean Harlow. En 1939 rodó su última película. La mujer más moderna de Hollywood se iba por la puerta de atrás. Apenas ha pasado la treintena y no tenía nada, como Dorothy sólo deseaba volver a Kansas y recuperar la vida que siempre quiso, una academia de baile, pero Kansas ya era demasiado pequeña para ella, la ginebra y su gusto por los hombres lo que la acabó devolviendo a Nueva York con tan sólo un billete de diez dólares en el bolsillo.
En 1982, Brooks escribió sobre su época más oscura: “Descubrí que la única carrera bien remunerada que me quedaba, como actriz de treinta y seis años sin éxito, era la de una prostituta“. También fue vendedora en el Saks de la Quinta Avenida, locutora de radio, bailarina y columnista, pero su sustento acabó llegando de uno de sus amantes, el fundador de la CBS, William S. Paley, que le otorgó un subsidio de por vida con la condición de que jamás revelase su origen. Ella prefirió considerarlo un adelanto a costa de un futuro libro y se lo tomó muy en serio, empezó a escribir unas memorias que acabaron en un brasero, demasiado sexo y demasiados nombres que no podían ser mencionados.
Mientras tanto, a muchos quilómetros de allí un cinéfilo francés se enamoraba de su imagen. Tal como sucedería después con Jerry Lewis y Woody Allen, Francia sabría apreciar lo que Estados Unidos ignoraba. Tras dos dédadas de oscuridad el mundo de Brooks volvía a iluminarse. Se enamoró de James Card fan y conservdor del Eastman Museum, el museo fotográfico más antiguo del mundo, se trasladó a Rocester y se dedicó por completo a escribir y, oh, sorpresa, escribiendo era igual de buena que actuando.
Su Lulú en Hollwood fue un éxito de ventas y de crítica y su icónica imagen en portada provocó un nuevo revival de Louise / Lulú. Ese redescubrimiento llevó a decenas de fans a interrumpir su vida de ermitaña. Artrítica y con su legendario mal humor no disfrutó ninguna de aquellas visitas, sólo la del documentalista Richard Leacock, a quien le concedió una serie de entrevistas que se convertirán en el impagable documental Lulu in Berlin y que permitirán que el mundo descubriese como se encontraba aquella mujer cuya estampida de Hollywood había congelado su icónica imagen en ámbar. Sin flequillo y con su negrísimo cabello totalmente blanco no quedaba nada de ella, sólo su carácter.
Mientras leía en la cama, –su única actividad en los últimos treinta años además de escribir y beber ginebra–, se había convertido en un mito. El cine no se había olvidado de ella, no lo hizo en 1952 cuando Cyd Charisse se inspiró en ella en su baile en Cantando bajo la lluvia ni cuando Melanie Griffith y Uma Thurman homenajearon su imagen en Algo salvaje y* Pulp Fiction*. Pero no sólo el cine le rindió homenaje, también fue la inspiración de una de las novelas gráficas más célebres de los setenta, la Valentina del dibujante italiano Guido Crepax. Cuando recibó la solicitud del italiano para utilizar su imagen se alarmó creyendo que iba a ser una biografía de sus andanzas sexuales, pero luego se sintió halagada y pasaron años carteándose. Los deseos de Mike Nichols de hacer una película de su vida no fueron complacidos, no había suficientes armarios en todos los Ikeas del mundo para guardar sus esqueletos, así que prefirió dejar esa puerta cerrada.
También inspiró canciones como *Pandora’s Box* de OMD o Lulú de Natalie Merchant y Rufus Wainwright que considera a la Lulú de La caja de Pandora su “animal espiritual” le dedicó All Days Are Nights: Songs for Lulu. Y lo más exótico, inspirño el perfume más ubicuo y pegajoso de los ochenta, el LouLou de Cacharel. Tras aquí “Oui, c’st moi” había realmente una niña regordeta de Kansas con una telegenia arrebatadora.
Louise falleció en 1985 a los 78 años. A su funeral apenas acudió una docena de personas. Nadie la había olvidado, pero ella no había tenido ningún interés en volver a integrarse en un mundo que siempre le había resultado hostil.
Poco antes de morir repasó su últimos cincuetna años en una carta a su hermano: “Me llena de horror cómo he vivido. Porque he suspendido en todo: ortografía, aritmética, equitación, natación, tenis, golf, baile, canto, interpretación; como esposa, amante, puta, amiga. Hasta en la cocina. Y no me disculpo con la excusa trivial de que “no lo intenté”. Lo intenté con toda el alma”. No es mal epitafio para una mujer que pasó toda su vida intentando destruirse, pero siempre será un icono.