“Sonó un lúgubre tambor, luego unos cuernos y cosas parecidas a trompetas, su sonido era aterrador. Todos miramos hacia la elevada pirámide y vimos que nuestros camaradas eran conducidos hacia arriba… Vimos que les ponían penachos en la cabeza y con objetos que parecían abanicos en sus manos los obligaban a bailar ante Huitzilopochtli (el dios sol de los aztecas); después de haber bailado los colocaban acostados de espaldas sobre unas piedras, les abrían el pecho con cuchillos y luego les extraían el corazón para ofrecerlo a sus ídolos. Arrojaban los cuerpos por los escalones hacia abajo de una patada y los indios carniceros que aguardaban abajo les cortaban los brazos y los pies, desollaban sus rostros y la carne se la comían en chilmole” (guiso azteca y centroamericano con chile y carne).
En el mito azteca, el sol, Hutzilopochtli, nació cuando uno de los dioses se arrojó al fuego y los demás dioses dieron su sangre para curar y alimentar a ese dios ardiente. El sacrificio azteca escenifica ese sacrificio original de los dioses, ya que sin sangre nueva el sol moriría. De hecho, casi todos los dioses aztecas se alimentaban de sangre humana; solamente Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, se oponía al sacrificio humano, y los demás dioses la habían forzado al exilio. En honor a sus dioses, los aztecas ofrecían la sangre de los prisioneros capturados en batalla.
Para los aztecas, la captura de víctimas para el sacrificio era tan importante que sus batallas pronto decantaron hacia ese propósito en particular; luchaban cara a cara y con armas mayormente no letales para no deteriorar en exceso los cuerpos de quienes serían sacrificados. Los guerreros aztecas ascendían en la escala social capturando prisioneros vivos para ser sacrificados, lo que era un estímulo extra.
El mayor número de sacrificios se llevó a cabo en Tenochtitlán, en el gran templo de Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra. El sacerdote que ejecutaba el sacrificio abría el pecho de la víctima con un cuchillo de obsidiana (una roca volcánica), extraía el corazón del prisionero todavía palpitante y lo quemaba en el altar. Después, el sacerdote empujaba el cuerpo hacia abajo, donde era descuartizado, troceado, asado y trinchado. El “propietario” del prisionero sacrificado recibía los mejores cortes de carne para servirlos en el banquete familiar, y las masas se alimentaban con el guiso que se hacía con las sobras. Los pumas, lobos y jaguares roían los huesos.
En el ritual en honor a Xipe Totec (el dios de la vegetación y la agricultura), luego de extraerles el corazón se desollaba a los prisioneros. La piel de la víctima representaba “la nueva piel” que cubría la tierra en la llegada de la primavera. Al prisionero, amarrado, se le daban armas romas para defenderse de cuatro guerreros con armas afiladas. El resultado no es difícil imaginarlo. La víctima era desollada, luego abierto en canal y lo oficiantes se lo comían. La sangre se juntaba en cuencos que eran llevados a los templos y el oficiante principal llevaría puesta la piel del muerto hasta que se pudriera; la piel era entonces desechada ritualmente en una cueva y el oficiante quedaba purificado.
En honor a Tlaloc (dios de la lluvia y el rayo), los sacrificados eran niños, a los que primero se les hacía llorar para recoger sus lágrimas y luego eran degollados. Estos sacrificios no eran festivos como los otros; las matanzas de niños se acompañaban de lamentos y el ambiente era lúgubre. De hecho, los aztecas trataban de evitar los lugares en los que se hacían estos sacrificios.
Las mujeres eran sacrificadas a la diosa Xilonen (diosa de la subsistencia, del maíz y la fertilidad). La mujer sacrificada “se convertía en esa diosa” y era decapitada mientras bailaba; luego era desollada, se le extraía el corazón, que era quemado, y un guerrero llevaba la piel de la mujer durante meses.
Las víctimas ofrendadas al dios del fuego, Xuihtecuhutli, eran sedadas y arrojadas al fuego. Luego los sacerdotes los pescaban con un gancho, chamuscados pero vivos, y los arrastraban fuera de la hoguera para extirparles el corazón aún palpitante.
Los sacrificios humanos de los aztecas han sido estudiados más extensamente que otros. La mayoría de los estudiosos ya no trata de explicarlo de manera demasiado técnica, eran sacrificios religiosos y punto. Se ha tratado de relacionar los sacrificios aztecas con la falta de alimentos que proporcionaban los animales domesticados en la América precolombina, argumentando que la carne humana proporcionaba proteínas necesarias. Esta posición sostiene que la cultura azteca es la única cultura urbana de la historia sin animales grandes como alimentación habitual y a la vez la única que comía carne humana con regularidad. Esta relación es discutida y no del todo aceptada.
Se argumenta también que la magnitud de los sacrificios aztecas supera tan ampliamente en cantidad a la mayoría de las matanzas religiosas que requiere otro tipo de explicación. La Inquisición y la caza de brujas no pueden compararse en cantidad, por ejemplo. Aún las víctimas en el circo romano llegan a la mitad del índice anual de los sacrificios aztecas, a pesar de llevarse a cabo en un territorio y una población mucho mayores.
Los aztecas exhibían las cabezas de sus víctimas en espacios públicos, donde colocaban las calaveras en fila y ordenadas. Las estanterías de Tenochtitlán contenía 136.000 calaveras, según relatos del soldado y cronista español Andrés de Tapia, aunque la cifra parece discutible. La de Xocotlán exponía más de 100.000 calaveras según otro conquistador español, Bernal Díaz del Castillo. La variación en la estimación de cifras de muertos es enorme, pero parece haber algún consenso en que los aztecas sacrificaron aproximadamante a 20.000 personas por año a lo largo de dos siglos.
Es cuestión de hacer cuentas para determinar la cifra final (bah, no, mejor no…).