Los Klarsfeld: el matrimonio que lleva medio siglo cazando nazis

Seguro que Klaus Barbie, El carnicero de Lyon, se pasó el resto de su vida maldiciendo contra aquel inútil miembro de las SS que no supo mirar tras el falso fondo del armario. Del armario en el piso de Niza donde se ocultaban el pequeño Serge Klarsfeld, su hermana Geor­gette y su madre, Raïssa. El padre de familia, Arno Klarsfeld, judío y miembro de la Resistencia, que había instalado la trampilla salvavidas, acababa de ser detenido por la escuadrilla que lideraba el siniestro Alois Brunner aquel 30 de septiembre de 1943. La de Niza fue una de las peores redadas antijudías de la historia. Arno Klarsfeld terminaría siendo deportado y posteriormente asesinado en Ausch­witz. Y el pequeño Serge acabaría convirtiéndose años después, junto con su esposa, Beate, en el mayor cazanazis de la historia con permiso de Simon Wiesenthal, el otro gran depredador de las ruinas del III Reich.

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La pareja, en el juicio contra el dirigente nazi Kurt Lischka. Colonia, 1979.

La pareja, en el juicio contra el dirigente nazi Kurt Lischka. Colonia, 1979.

Entre sus trofeos de guerra siempre sobresaldrá la mirada pequeña y muerta de Klaus Barbie. Lo detectaron en Bolivia en 1971. Atendía al nombre de Klaus Altmann y era un próspero hombre de negocios protegido, sucesivamente, por las dictaduras de Barrientos (que le nombró administrador de la Transmarítima Boliviana y asesor de los servicios secretos bolivianos), Banzer y García Meza. Durante años, Barbie se creyó a salvo de todo peligro. Pero Serge y Beate Klarsfeld lograron, tras un tortuoso proceso de documentación, búsqueda, acoso y derribo de más de 15 años —incluyendo varios viajes de Beate a La Paz con pasaporte falso y disfrazada y durísimos encontronazos con las autoridades del país—, que en 1983 el Gobierno boliviano extraditara a Francia al antiguo jefe de la Gestapo de Lyon.

No lo habrían conseguido sin la colaboración del periodista de la televisión pública francesa Ladislas de Hoyos, que logró entrevistar a Barbie en La Paz. En el transcurso de la charla, De Hoyos mostró a Klaus Barbie una foto de Jean Moulin, cabeza visible de la Resistencia francesa frente a la ocupación nazi, y a quien Barbie había torturado hasta la muerte. El carnicero de Lyon cogió la fotografía y dijo que no conocía a aquel personaje. Pero dejó sus huellas dactilares en la imagen. Fue su perdición.

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Beate, durante una protesta ante la Embajada alemana en París en 1974.

Beate, durante una protesta ante la Embajada alemana en París en 1974.

Pese a todos los obstáculos y todas las amenazas —­los Klarsfeld escaparon a dos atentados, uno con coche bomba y otro con paquete explosivo, ambos probablemente perpetrados por la organización criminal Odessa—, Barbie fue juzgado en Lyon en 1987 y condenado a cadena perpetua. Era el principio del fin para el temible Sturmführer. Para el verdugo de los 44 niños judíos de la colonia de vacaciones de Izieu, a quienes en 1944 envió al campo de concentración de Drancy para, pocos días después, ser gaseados en Auschwitz, en lo que supuso uno de los episodios más siniestros en el genocidio perpetrado por el III Reich. Así que a Klaus Barbie, la idea de que aquel niño, su futuro cazador, estaba escondido en aquel armario de Niza y que no fue detectado por los hombres de Brunner, debió de perseguirle hasta su muerte por leucemia, en 1991 en la cárcel de Lyon.

El abogado, historiador y escritor Serge Klarsfeld, judío francés de origen rumano, toma asiento en su despacho, una caótica leonera de carpetas llenas de recortes de prensa, fotografías y libros viejos incrustada en un patio interior del distrito VIII de París. A sus 84 años mantiene un discurso que parece en todo momento un alegato jurídico, mezcla de dato, expresividad y autoridad: “Barbie fue soberano en sus decisiones. Era el jefe de la Gestapo en Lyon, un personaje terrorífico que no tuvo que pedir permiso a nadie de arriba para las fechorías que cometió. Él y solo él dio la orden de detener y de deportar a los niños judíos de la residencia de Izieu. Era culpable, por eso lo acorralamos y lo perseguimos hasta que pudo ser juzgado en Francia. Otros nazis, en la guerra, cumplían órdenes militares, su culpabilidad puede discutirse. La de Barbie es indiscutible”.

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Beate Klarsfeld, en su oficina de París.

Beate Klarsfeld, en su oficina de París.

Su esposa, Beate Klarsfeld, 81 años, se incorpora a la charla. Alemana hija de un soldado de la Wehrmacht, su vida cambió aquella tarde de 1960 en la estación de metro Porte de Saint-Cloud, de París. El joven estudiante de Derecho y la joven estudiante alemana que trabajaba como chica au pair se miraron, empezaron a hablar y ya no se separaron. Él le contó su experiencia personal con el nazismo y el asesinato de su padre. Ella atravesó la raya que separa la indiferencia del compromiso y, de la mano de su pareja, se convirtió en la más dura de las activistas contra la impunidad de los excolaboradores de Hitler. Desde entonces, en la actividad del matrimonio Klarsfeld como sabuesos cazanazis, ella ha sido siempre la mano dura, la persona de acción, la fuerza de choque, frente a la reflexión, la serenidad, el estudio de las leyes y la paciencia de su esposo. Un tándem engrasado, preciso, implacable.

“El caso de los niños de Izieu”, explica Beate Klarsfeld, “fue dantesco, pero aún fue peor la redada del Vél d’Hiv en París [velódromo de invierno] por parte de la policía francesa en 1942, con 4.000 niños judíos detenidos, separados de sus padres y deportados a Auschwitz, donde fueron todos asesinados. Aquellas madres estaban convencidas de que, al ser franceses, aquellos niños no serían molestados por la policía francesa, pero… Fue un crimen horrible, y el principal argumento contra todos aquellos que, como Marine Le Pen, reclaman hoy que el mariscal Pétain sea rehabilitado”.

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Una joven Beate, detenida tras abofetear al exdirigente nazi y canciller alemán Kurt Georg Kiesinger en Berlín en 1968.

Una joven Beate, detenida tras abofetear al exdirigente nazi y canciller alemán Kurt Georg Kiesinger en Berlín en 1968.

Capítulos como el de Barbie e Izieu, o como el del pasado nazi del ex secretario general de Naciones Unidas Kurt Waldheim, o como los relativos a la localización, persecución y juicio a exnazis como Kurt Lischka, Herbert Hagen o Ernst Heinrichsohn, o como el que evoca el fracaso en la caza de Alois Brunner —el siniestro lugarteniente de Adolf Eichmann, el teniente coronel de las SS—, salpican las páginas de Mémoires (Memorias), el libro publicado por los Klarsfeld en 2015 y que se lee como un auténtico thriller. Una nueva edición española de este libro sobrecogedor verá la luz el año próximo, con prólogo de Antonio Muñoz Molina, a cargo del Berg Institute de Derechos Humanos.

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Sin duda el momento de la verdad en la vida de Beate Klarsfeld llegó una tarde de 1968 en Berlín. Se celebraba el congreso de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) bajo el liderazgo del entonces canciller alemán, Kurt Georg Kiesinger. Beate Klarsfeld había escrito ya varios artículos contra el pasado nazi de Kiesinger, ex subdirector del departamento de Radiodifusión del Ministerio de Asuntos Exteriores de Hitler. Como tantos otros antiguos responsables del aparato nacionalsocialista, Kiesinger vivía apaciblemente y respetado en Alemania, donde se había extendido un manto de blanqueo y olvido sobre los crímenes nazis contra el pueblo judío. El último de aquellos artículos le costó a la ferviente activista su empleo en la Oficina Franco-Alemana de la Juventud, una honorable tapadera que buscaba lavar la mala imagen de Alemania tras la derrota del nazismo y que estaba dirigida por otro exfuncionario nazi de pro, Walter Hailer.

Beate Klarsfeld se coló en el congreso de la CDU con una acreditación falsa, logró subir al estrado, se colocó detrás de Kiesinger y le dio una sonora bofetada que acabó haciendo historia. “Fue una bofetada simbólica”, recuerda Beate Klarsfeld, “primero, una bofetada de una joven alemana contra su padre nazi; luego, de la juventud alemana contra el nazismo en su conjunto. Simbolizó la rebelión de la juventud de mi país contra el hecho de que hubiera antiguos criminales nazis viviendo tranquilamente en Alemania y ocupando cargos en la política, en la universidad, en la empresa, en la abogacía… Cuando le di la bofetada a Kiesinger, en el Parlamento de Berlín había 123 antiguos nazis en puestos de responsabilidad. Muchos alemanes defendían la tesis de que había que perdonar, olvidar y contar con aquellos criminales porque, al fin y al cabo, tenían experiencia”.

En ese sentido, recuerda el episodio del acoso al que sometieron ella y su esposo a Kurt Lischka, antiguo jefe de la Gestapo en París durante la ocupación. Tanto él como Herbert Hagen —exjefe del Estado Mayor de la dirección de la policía alemana— y Ernst Heinrichsohn —exsubteniente de las SS— sufrieron el zarpazo del matrimonio Klarsfeld. Los tres, responsables de la deportación y muerte de miles y miles de judíos franceses, fueron juzgados y condenados a penas de entre 7 y 10 años de cárcel. La Operación Lischka fue la más complicada. Serge y Beate Klarsfeld, que habían dado con él a través de la guía telefónica, idearon un plan para secuestrarlo a la salida de su domicilio de Colonia. La idea era copiar la acción llevada a cabo el 11 de mayo de 1960 en Buenos Aires por el Mossad, los servicios secretos israelíes, que neutralizaron allí a Adolf Eichmann. El responsable de la solución final contra el pueblo judío había sido detectado allí por el cazanazis Simon Wiesenthal. Eich­mann fue secuestrado, drogado e introducido en un avión rumbo a Jerusalén, donde fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado. Pero los Klars­feld no tenían los medios del Mossad. Y el metro noventa de estatura de Kurt Lischka no facilitó las cosas. Tuvieron que desistir y limitarse a acosarle y grabarle con una cámara varias veces a la salida de su casa. Pero la estrategia sirvió: el antiguo teniente coronel de la Gestapo parisiense acabaría en el banquillo de los acusados. “Muy pocos de aquellos monstruos fueron conducidos ante un tribunal. Figuraban tranquilamente con sus nombres en la guía telefónica. Para quienes habían perdido a sus padres o hermanos en los campos de concentración aquello era insoportable…, pero para muchos alemanes era lo normal”, recuerda Beate Klarsfeld.

Pero no todo fueron éxitos. Su objetivo frustrado lleva el nombre de Alois Brunner. Localizaron al oficial de la siniestra sección IVB4 de la Gestapo y comandante del campo de concentración de Drancy en 1982. Supieron que se encontraba en Damasco, donde vivía protegido por el régimen de Hafez el Asad desde 1954 bajo el nombre de Aboud Hossein. Viajaron a Siria para pedir su extradición, pero nada más conocer su presencia en el país, los servicios secretos sirios —para quien Brunner había trabajado— lo condujeron al sótano de una vivienda privada. Allí pasaría 20 años escondido. En 2017, la revista francesa XXI publicó que Alois Brunner había fallecido en 2001 en aquel sótano de Damasco.

“No haber logrado detener a Alois Brunner es una espina que tenemos clavada, claro”, lamenta Serge ­Klars­feld. “Sin embargo, tenemos el consuelo de saber que tuvo una existencia desdichada durante los 10 últimos años de su vida. Desde 1992, cuando la policía lo detuvo en su apartamento, hasta 2001, cuando murió, estuvo viviendo en una bodega húmeda, casi sin alimentarse. Había perdido los dedos de una mano en un atentado con paquete bomba que el Mosad cometió contra él cuando vivía en Damasco, y había perdido un ojo en otro atentado…, yo creo que esos fueron los servicios secretos franceses. ¡Desde luego, le quedó claro que había gente que no se había olvidado de él!”

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Alois Brunner, lugarteniente de Adolf Eichmann.

Alois Brunner, lugarteniente de Adolf Eichmann.

Pese a la evidencia de sus obras y de su currículo, a Serge y a Beate Klarsfeld les incomoda, por reduccionista, la palabra “cazanazis”. “Lo hemos sido, desde luego, pero nos gusta más presentarnos como defensores de las almas judías perseguidas”, explica el autor del libro Vichy/Auschwitz, caballero de la Legión de Honor y que mantiene hoy vivas instituciones como el Centro de Documentación sobre la Deportación de Niños Judíos y la Fundación por la Memoria del Holocausto. Considera que su labor ha ido y va más allá del mero activismo: una labor de divulgación y toma de conciencia: desde su faceta científica de estudioso de la historia del judaísmo, Serge Klarsfeld ahonda en los factores de fondo que pueden explicar lo que considera el odio al judío: “Durante mucho tiempo el motor de ese odio no fue otro que el antisemitismo cristiano. Históricamente los judíos vivían en guetos, vivían entre ellos, trabajaban y estudiaban a la vez que se preparaban para la religión…, y gracias a su capacidad de estudio y de trabajo acabaron en la vanguardia de la banca, de la política, del periodismo…, y entonces mucha gente no entendió que los judíos, a los que habían conocido en el gueto, de repente fueran reyes de la sociedad. Y de ahí que en el siglo XIX surgiera un fuerte antisemitismo social, que hoy pervive en muchos sitios”.

Es una cuestión innegociable para esta pareja, un auténtico lobby en sí mismo en la defensa del pueblo judío. En un momento de la conversación, se abre la puerta del despacho y entra Arno Klarsfeld, hijo de la pareja y el abogado que mandó a la cárcel en 1998 a Maurice Papon, prefecto de Burdeos durante el régimen colaboracionista de Vichy. Muestra, en la pantalla de su móvil, los mensajes que acaba de cruzarse con Emmanuel Macron, al día siguiente del discurso que el presidente de la República pronunció ante las asociaciones judías de Francia, y en el que propuso endurecer la legislación contra los delitos de odio racial en la Red. “El antisemitismo no se puede hacer desaparecer así, de golpe…, es una enfermedad de la sociedad occidental, y también de Rusia, y de Oriente Próximo, que de tiempo en tiempo resurge bajo nuevas formas. Erradicarlo en cada individuo puede llevar siglos”, advierte Serge Klarsfeld.

La charla con la activista valiente e intransigente y con el viejo abogado de causas perdidas transcurre a borbotones, entrecortada por las idas y venidas de ambos a buscar un recorte de prensa, una fotografía o un documento gastado con los que apoyar sus explicaciones. Viejos papeles con los rostros de Barbie, o del doctor Mengele, o de Alois Brunner, o de Walter Rauff, el oficial de las SS que inventó la cámara de gas portátil y que vivió años confortablemente instalado en el Chile de Pinochet.

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De izquierda a derecha, los exdirigentes nazis Ernst Heinrichsohn, Kurt Lischka y Herbert Hagen, durante su juicio en Colonia en 1980.

De izquierda a derecha, los exdirigentes nazis Ernst Heinrichsohn, Kurt Lischka y Herbert Hagen, durante su juicio en Colonia en 1980.

En uno de esos momentos de anarquía dialéctica entre los Klarsfeld, que no paran de interrumpirse, Beate pega con el puño en la mesa y expone sus miedos ante el viejo fantasma que, advierte, vuelve a recorrer Europa con cuentagotas: “La indiferencia es un peligro. Hay gente que no vota porque cree que los problemas se arreglarán por sí solos, pero no es así. Mire lo que ocurrió en Alemania con los nazis, aquello puede repetirse; mire lo que está pasando con algunos Gobiernos en Europa, lo que ocurre en Italia, lo que podía haber ocurrido en Francia, Hungría, Austria, ahora la extrema derecha resurge en España… Los jóvenes europeos a veces no se dan cuenta de todo esto, porque desde el final de la II Guerra Mundial viven en la riqueza y en el confort, y no les interesa la historia. Hay que permanecer vigilantes. Los extremos se movilizan con facilidad, pero la gente moderada, no”.

Los Klarsfeld siguen en pie y siguen en la brecha. Ya no hay SS ni gestapos que cazar, o los que hay son nonagenarios enfermos o personajes que no tuvieron relevancia en la cadena de mando nazi, pero ellos se ocupan de otras masacres, de otras injusticias: en su día las atrocidades de la desaparecida Yugoslavia, después Ruanda, hoy Burundi… “Hace 15 años que ya no quedan grandes nazis que perseguir”, explica Serge Klarsfeld, “han muerto o los que quedan son de un nivel muy bajo, simples vigilantes de campo y cosas así. Hay fiscales en Alemania que siguen acusándolos… Lo hacen porque les proporciona renombre social. A algunos de ellos —como Oskar Gröning, el contable de Auschwitz—, cuando no pueden demostrar su inocencia se los condena a cuatro años de cárcel porque el tribunal cree que ‘contribuyeron a la buena marcha de la maquinaria de exterminio’. Es lo que hicieron también con John Demjanjuk [alias Iván el Terrible, ucranio, miembro de las SS y acusado de colaborar en el asesinato de 28.000 judíos en el campo de concentración de Sobibor]. A otros se los condena solo por haber militado en el partido nazi. No es el tipo de justicia que perseguimos. Nosotros hemos luchado toda la vida por procesar a gente que había firmado algún documento, gente cuyas órdenes o acciones criminales estaban demostradas con pruebas”.

Dicen adiós, dan la mano, vuelven sobre sus pasos, se encierran en su oficina, entre sus papeles, entre las peores sombras de la historia. Los Klarsfeld tienen aspecto de lo que son: abuelos de rostro amable. Detrás de esa fachada, pervive la mirada del depredador. Medio siglo de busca y captura. Medio siglo cazando nazis.

Nota originalmente publicada en elpais.com

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