Veinticinco jefes militares, políticos y funcionarios japoneses fueron juzgados por haber dirigido y perpetrado una guerra de agresión y haber cometido u ordenado crímenes de guerra, crímenes contra la paz y haber consumado terribles atrocidades contra la humanidad. El conocido como “el proceso de Tokio” acabó con varios dirigentes condenados a morir en la horca en 1948.
VEREDICTO POCO OBJETIVO
El debate en torno a los conocidos como Juicios de Tokio comenzó ya desde su inicio. ¿En qué consistieron dichos procesos? ¿Se trataba de una serie de juicios justos por “daño infligido a los intereses de los pueblos amantes de la paz”? ¿o en realidad se trataba de los “juicios de los vencedores”, los Aliados, contra los líderes de los vencidos, es decir Japón? De hecho, en este caso tanto jueces como fiscales formaban parte del mismo bando con lo que la posibilidad de un veredicto final objetivo quedaba muy lejana.
A pesar de que Japón había firmado el Pacto de París por el que se condenaba la guerra como forma para resolver los conflictos entre Estados o las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907 relativas al uso de armas químicas, el Imperio del Sol Naciente fue acusado de brutalidad. La acusación incluía la matanza de civiles y prisioneros, la experimentación con seres humanos, los trabajos forzados y el uso de armas químicas que provocaron la muerte de millones de personas.
LOS NORTEAMERICANOS EXCLUYEN AL EMPERADOR
Si en los juicios de Núremberg no se pudo juzgar a Adolf Hitler como máximo responsable de las atrocidades cometidas por los nazis porque se suicidó en su búnker de Berlin, en el proceso de Tokio tampoco se pudo juzgar al emperador Hirohito, ya que se llegó a un acuerdo con el general estadounidense McArthur para librar al emperador de la horca. MacArthur intuyó que ejecutar al emperador no ayudaría a controlar la situación y a apaciguar los ánimos, sino que podía volver a encenderlos. El general sorprendió en la Casa Blanca con una propuesta para eximir a Hirohito de toda responsabilidad y utilizarle en sus proyectos de normalización del país. De hecho, en el proceso tampoco se juzgaron los experimentos del escuadrón 731 o la masacre de Nankín.
Muchos de los responsables acusados prefirieron suicidarse antes que ser detenidos y juzgados. Por ejemplo, el general Anami Korechika, ministro de la Guerra, prefirió “expiar su gran culpa” y recurrió al seppuku, el ritual de suicidio japonés; el vicealmirante Onishi, el creador de los kamikaze, se suicidó al no poder honrar ni a su pueblo ni a su emperador. A estos siguieron otros generales, veinticuatro miembros el Daitó Juku (Instituto para el Gran Oriente) que cometieron seppuku tras haber desfilado por las calles principales de la capital. Dos días después de la rendición, otros doce miembros de la Meiró Kai (Asociación del Sol Esplendoroso), con su líder Hibi Waichi a la cabeza, se suicidaron delante del palacio imperial.
LOS ACUSADOS INTENTAN SUICIDARSE
Quien había sido primer ministro y ministro de la Guerra japonés, Hideki Tojo, considerado como el “arquitecto” de la guerra del Pacifico, comprendió que suicidándose conseguiría atribuirse por entero la culpa de la derrota, evitando el deshonor a la familia imperial y a las máximas jerarquías niponas.
Ante su inminente detención, muchos periodistas acudieron a entrevistarlo. A una de las preguntas, Tojo afirmó: “Hay una diferencia sustancial entre la dirección de un país en guerra y ser considerado un criminal de guerra”. Tras la llegada de la policía militar norteamericana a su casa, y una vez comprobadas sus credenciales, el primer ministro Tojo se retiró a sus habitaciones, cogió una pistola que guardaba para tal fin y se disparó en el pecho por encima del corazón. Tras varias horas esperando a un médico norteamericano, y después de suturarle la herida, Tojo salvó la vida puesto que no se disparó con demasiada firmeza.
La Academia de Guerra de Tokio fue el lugar escogido para llevar a cabo los juicios ya que era uno de los pocos edificios que aún seguían en pie al terminar la contienda. El tribunal militar fue presidido por el australiano sir William Flood Webb, que sería el encargado de dirigir las 417 sesiones que concluirían con siete condenas a muerte, seis cadenas perpetuas, una condena de veinte años y otra de siete.
RECHAZO A LA APELACIÓN
McArthur, aceptando las sentencias, sostuvo: “Nadie es infalible en sus decisiones, pero, sin embargo, hace falta confiar en el procedimiento seguido en el curso del proceso”. Las ejecuciones se dispusieron para la semana siguiente, el 25 de noviembre, pero fueron suspendidas porque los abogados defensores de Doihara, Hirota, Tojo, Kido, Oka, Sato y Shimada presentaron un recurso al Tribunal Supremo de Estados Unidos. Japón entero esperaba en tensión. Tras examinar el recurso, el Tribunal Supremo dio a conocer su decisión el 20 de diciembre con un conciso comunicado: “El general McArthur ha sido elegido y actúa como Comandante Supremo de las fuerzas aliadas. El Tribunal Militar ha sido instituido por el general McArthur en su calidad de órgano ejecutivo de las fuerzas aliadas. Por lo tanto, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos no tiene poder ni autoridad para revisar, confirmar, rechazar o anular la sentencia. De aquí que la petición sea desestimada”.
Así, tras ser desestimado el recurso, los siete condenados a la horca pasaron sus últimos días de vida en la cárcel de Sugamo, tranquilos y resignados a su suerte. Hideki Tojo, que fue el primer acusado en subir al patíbulo, rehusó las raciones militares norteamericanas y solicitó platos tradicionales japoneses. La víspera de la ejecución, fijada para la medianoche del 22 de diciembre de 1948, los acusados solicitaron hablar con un sacerdote budista y escribieron cartas a sus familias. A las 23,40 del 22 de diciembre, un oficial estadounidense acompañado por una escolta armada despertó a los siete condenados que, tras haber asistido a un brevísimo servicio religioso, fueron conducidos al patíbulo en compañía del sacerdote budista y un capellán de la prisión.
MUERTE AL GRITO DE “¡BANZAI!”
El primer grupo de condenados, Tojo, Doihara, Matsui y Mulo, accedieron a la llamada “cámara de la muerte”, donde en el centro, muy iluminada, les esperaba una plataforma en la que se habían levantado cinco horcas. La prensa no estuvo autorizada a asistir a la ejecución y hubo muy pocos testigos a excepción de los responsables de la prisión y de un oficial británico, un norteamericano, un chino, un soviético y un médico militar.
Tojo se acercó al patíbulo vistiendo un descolorido uniforme de auxiliar del ejército, sin grados ni condecoraciones, y con paso firme subió el primero a la horca donde el verdugo le cubrió la cabeza con un capuchón negro y ajustó el nudo corredizo a su cuello. Una vez los cuatro acusados estuvieron encapuchados, el silencio se rompió con un inesperado grito de “¡Banzai!” (grito de guerra de los soldados japoneses). Las cuatro trampillas se abrieron a la vez. Tras la ejecución, los cuerpos fueron cargados en camiones de la policía militar y llevados al crematorio de Kubyama. Las cenizas se trasladaron a un destino secreto y los periódicos publicaron una poesía que Tojo había dictado antes de morir: “Adiós a todos, hoy atravesaré las montañas terrenas, y gozosamente entraré en los campos de Buda”.
Tras las ejecuciones, y para rebajar la tensión entre los diferentes representantes de los acusados y los fiscales, un miembro de la defensa proclamó: “Ahora la paz debe reinar entre nosotros. Los horrores de la guerra deben ceder el paso a la colaboración entre los pueblos. Los Estados Unidos deberán olvidar Pearl Harbor y nosotros, los japoneses, olvidaremos Hiroshima y Nagasaki”.