Cerca de la iglesia de la Madeleine fueron masacrados e inhumados en una fosa común los quinientos guardias suizos que pretendieron defender al rey durante el ataque a las Tullerías, el 10 de agosto de 1792. En ese mismo lugar fue enterrado el monarca decapitado y los otros 1343 guillotinados en lo que hoy es la Plaza de la Concordia.
En el otro extremo de París, en la Place du Trône, entre el 14 de junio y el 27 de julio de 1794 fueron ejecutadas 1356 personas pertenecientes a lo más granado de la aristocracia francesa (Los Rochefoucauld, Montalembert, Montmorency, Noailles, Grimaldi, La Tremoille), y otros de menor alcurnia como André Chénier -el poeta inmortalizado en la ópera de Giordano-, el general Eugène de Beauharnais -el primer marido de Josefina- y Leonard -el coiffeur de María Antonieta-. También acá, fueron ejecutadas las monjas que prefirieron el martirio antes que abandonar sus hábitos. Puccini las retrató en su ópera Las Carmelitas. La mayor parte de estas víctimas del Terror están enterradas en el Cementerio de Picpus, pequeño enterratorio reservado exclusivamente para los descendientes de los guillotinados. Allí también se encuentra el general Lafayette, bajo una bandera americana que ondea sobre su tumba y que jamás fue arreada, ni siquiera bajo el dominio nazi, probablemente por ser este un lugar poco conocido y de tan difícil acceso que los jerarcas alemanes ni se enteraron de su existencia durante la ocupación de París.
En la cripta de la Capilla des Carmes, están sepultados los ciento diecisiete eclesiásticos que fueron muertos a golpes el 2 de septiembre de 1792. Bajo el mismo Arco del Triunfo yacen otros quinientos ciudadanos, víctimas del rencor de aquellos que proclamaban la igualdad, la libertad y “la fraternidad”.
París crecía en forma caótica y sus muertos invadían todos los rincones disponibles. Se imponía corregir esta situación. Fue justamente Napoleón quien impulsó ordenar este desquicio. Encargó esta tarea al señor Frochot, prefecto de París.
Después de estudiar detenidamente el tema, Frochot decidió comprar la colina de San Luis, en lo que por ese entonces eran las afueras de la ciudad. Existía allí un convento jesuita, famoso por ser el hogar del confesor de Luis XIV. Tarea nada fácil la de este padre François d’Aix de la Chaise: confesar y perdonar los numerosos pecados del Rey Sol debe haberle llevado mucho tiempo, aunque este sacerdote, tan disoluto como el monarca, pronto encontraba una fórmula poco estricta para expiar las culpas del espíritu y sobre todo las de la carne. Al menos sus esfuerzos fueron reconocidos al bautizar el cementerio más conocido de París con su nombre: Père-Lachaise.
En 1804 el Barón Desfontaines vendió la colina de San Luis a la Comuna de París a razón de un franco por metro cuadrado. Cuando los mismos Desfontaines compraron una parcela para construir la bóveda familiar hacia 1860, el metro cuadrado valía ¡24.500 francos!
A pesar de la excelente idea, la gente se resistía a ser enterrada en un lugar tan apartado. El mismo Napoleón, para estimular el desarrollo del cementerio, comentó su intención de ser enterrado allí, junto a sus fieles generales. Este comentario le dio a Frochot una idea que convencería a cualquiera de las bondades de ser enterrado en Père-Lachaise. Hacia allí condujo los restos de célebres franceses que habían sido desperdigados durante la fiebre antimonárquica.
Los primeros en ser trasladados hacia la nueva necrópolis fueron Eloísa y Abelardo, los frustrados amantes medievales. A pesar de los inconvenientes que los separaron, continuaron amándose, aunque sólo en un plano platónico, dada la incapacidad infligida a Abelardo, en castigo por su lascivia. El venerable Abelardo fue castrado por orden de Fulberto, tío de Eloísa, al enterarse éste de que su sobrina había quedado embarazada de su tutor, excedido Abelardo en su ahínco didáctico sobre las leyes de la vida y la biología. Eloísa tomó los hábitos, pero mantuvo una relación epistolar con su amado, base de la celebridad que rodeó este vínculo desgraciado. Pope, Rousseau, Lamartine y Vigny reflejan en sus obras, las cartas de este amor que por imposibilidad de concretarse, se había convertido en casto y puro.
Una vez muertos, ambos fueron enterrados juntos en el Paracleto, monasterio que fundara Abelardo. Hacia 1630 una abadesa encontró indecente esta cohabitación postmortem de dos religiosos. Entonces sus esqueletos fueron desenterrados y puestos en tumbas separadas. Una pasión desunida por la religión. Los amantes sufrieron sucesivos desencuentros y posteriores reencuentros, siguiendo los ánimos rectores del momento. Después de la Revolución, los restos de los amantes fueron adquiridos por un médico de Chalán sur Sene. En 1800 Alexander Lenoir recuperó lo que quedaba de ellos[1]. Este hombre se había impuesto la monumental tarea de preservar los restos de célebres franceses dispersos por la revolución en su Museo de Antigüedades Nacionales.
Durante el año 1806, el señor Frochot con miras a la promoción de su cementerio había adquirió el cuerpo de Luisa de Lorraine – la reina de Enrique III, el último de los Valois. Como Luisa no parecía ser suficiente atracción para la ascendente burguesía parisina, decidió intercambiar a la reina[2] por los huesos de Eloísa y Abelardo. Construyó una romántica escena, ambos cuerpos yacentes, uno al lado del otro, tímidamente tomados de la mano -para evitar malos entendidos- y un baldaquino gótico construido con las piedras del destruido Paracleto. Así pueden verse en el cementerio a los atribulados amantes medievales
Por esos días Frochot se enteró de que monsieur Lenoir también era el feliz propietario de los restos de Molière y La Fontaine (o los que creían que eran de ellos). ¿Cómo habían ido a parar a sus manos?
Jean Baptiste Poquelín, más conocido bajo el pseudónimo de Molière, murió en escena durante su más célebre interpretación de El Enfermo imaginario. Al parecer el enfermo no era tan imaginario ya que los pulmones de Molière se llenaron de sangre y falleció sobre el escenario por la tuberculosis que minaba su salud desde hacia tiempo. De más esta decir que el público aplaudió su vibrante actuación, aunque no faltó quien comentara que le pareció algo exagerada.
La iglesia prohibía terminantemente la sepultura de actores en campo santo, al igual que herejes, brujos, suicidas, usureros e infieles. Aunque en sus últimos momentos, Molière pidió por un sacerdote, éste no llegó a tiempo. La comedia ya había terminado. Su viuda reclamó ante el vicario de San Eustaquio, pero éste la remitió al obispo de París. El obispo, impasible, le recordó las normas vigentes. Entonces la viuda se dirigió al Rey Luis XIV. El monarca, más condescendiente que los religiosos, recomendó al prelado evitar todo escándalo. Lo único que le faltaba al Rey era tener más problemas por un actor muerto. Entonces el vicario de San Eustaquio aceptó inhumar a Molière a condición de enterrarlo al atardecer sin servicio, ni ceremonia. Así, el 21 de Febrero de 1673 -cinco días después de muerto- Molière fue sepultado en el cementerio de San José de la parroquia de San Eustaquio. A pesar de las condiciones impuestas, una multitud se juntó para despedir al dramaturgo. Aunque el rey había otorgado el permiso para el entierro, el obispo de Paris no estaba dispuesto a permitir que un comediante rompiese sus reglas. Se comenta que poco después ordenó desenterrar a Molière de su cristiano reposo para depositarlo junto a los suicidas, nonatos y gentes que no abrazaron la verdadera fe. Probablemente su cuerpo fue movido de un lugar a otro dentro del cementerio, siguiendo los humores de los burócratas y de los prelados de turno, sin que a ciencia cierta, nadie pudiese afirmar dónde estaba lo que alguna vez había sido Molière.
Cuando los tiempos revolucionarios rehabilitaron la figura del escritor, se pidió exhumar los cadáveres para su pública veneración. Ahora, ¿cuáles de todos esos huesos eran de Molière? La muerte es un proceso igualitario: todos los esqueletos se parecen. Se desenterró un cadáver de la fosa común donde iban a parar los no bautizados y listo.
Ya que estaban, se llevaron del cementerio de San José otro cadáver, de ahora llamado Jean de La Fontaine, aunque este escritor había sido enterrado en el cementerio de los Inocentes. Sin embargo, el traslado no fue inmediato, por años permanecieron en la cripta de la iglesia y después por dieciocho años más en la Ecole des Beaux Arts, bajo la vigilancia de Lenoir. Finalmente Frochot, en sus intercambios de huesos célebres, logró trasladar a Pere Lachaise los restos de los titulados Molière y La Fontaine[3].
En vida, La Fontaine había expresado su deseo de ser enterrado junto a su admirado Molière, cosa que se hizo con doscientos años de diferencia y con dos cadáveres que nadie puede identificar a ciencia cierta. Esta confusión seguramente hubiera inspirado en La Fontaine una fábula moralizante sobre las vanidades e idioteces de sus congéneres.
Ahora solo resta tomar esta historia con filosófico sentido del humor, ya que nadie está muy interesado en saber a quiénes realmente pertenecieron estos huesos. Basta creer que son Molière y La Fontaine los que esperan en Père-Lachaise la llegada del Juicio Final (aunque tampoco podemos asegurar cuándo y cómo será la nueva venida del Señor, ni qué será de las almas de Molière y La Fontaine cuando encuentren en sus tumbas históricas los cuerpos que no les pertenecen).
[1] George Sand, la trasvestida escritora, también atesoró un hueso de la desgraciada heroína.
[2] La reina, como tal, dio con sus huesos en Saint Denis.
[3] Curiosamente en el Museo de Carnavales existe una vértebra, supuestamente de La Fontaine, con la que se ha hecho un anillo.
Extracto del libro TRAYECTOS PÓSTUMOS