Se cumplen 90 años de que Le Corbusier llegó a la Argentina por primera y última vez. En ese momento el campo cultural porteño, a pesar de estar atravesado por algunas tendencias conservadoras, estaba empezando a tomar forma y a modernizarse. En 1924 habían sido creada la Asociación de Amigos del Arte y la Asociación de Amigos de la Ciudad, de las que luego se desprendió la Sociedad de Conferencias, un órgano específicamente pensado para traer a figuras relevantes a estas latitudes. Esta sociedad, presidida por Elena Sansinena de Elizalde y por Victoria Ocampo, cobró gran relevancia en los siguientes años y fue por medio de ella que se gestionó la visita del famoso urbanista en octubre de 1929 para conceder 10 conferencias.
Aunque hoy pueda parecer extraño, la llegada de Le Corbusier al país no produjo demasiado revuelo. Una rápida mirada a los medios de la época da cuenta de un interés mucho mayor en el escritor norteamericano Waldo Frank, quién por esos días de octubre del ’29 también estaba visitando el país y realizando su propio ciclo de conferencias. A partir de este desinterés, se ha especulado muchísimo, peor parece ser que la realidad indicaba que, por más moderna e innovadora que se pretendiera la sociedad porteña, el trabajo y las ideas innovadoras de Le Corbusier eran conocidas por tan sólo unos pocos. Para peor, de quienes realmente estaban familiarizados con su trabajo, eran muchos menos los que realmente lo apreciaban y consideraban que su obra tuviera algún valor. Así es que, de todas las conferencias que realizó entre el 3 y el 19 de octubre, casi no hay información ni fotos que nos recuerden su paso por el país. Esta omisión se extiende, sorpresivamente, a órganos especializados, como la revista de la Sociedad Central de Arquitectos, a cuyos representantes “Corbu” no dudó en calificar como “idiotas”,
Las impresiones de Le Corbusier de la ciudad, más allá de estas experiencias pedagógicas, fueron desiguales. Por un lado le horrorizaba la forma en la que todo estaba organizado en un “damero maníaco” que se había extendido sin control. Esa estructura que había tenido sentido en la época de la colonia, para él, había dejado de ser funcional. En las “calles sin esperanza” de Buenos Aires no se podía respirar. Aunque enmascarando un poco esta actitud frente a sus patrocinadores argentinos, luego aseguraría que para él la capital porteña era la “ciudad más inhumana que he conocido”. Fue muy crítico acerca de los gastos en la construcción de las “Casas Baratas”, hechas mal y habitadas por personas mucho más ricas que el target, y no se guardó sus críticas a los edificios fe tipo historicista que llenaban la ciudad, tales como la, en ese momento, nueva Facultad de Derecho (hoy Ingeniería) de la Avenida las Heras, enteramente gótica.
Por otro lado, siendo Le Corbusier quien era, no se contentó con criticar y decidió poner manos a la obra. Frente a una Europa que el percibía como rancia y estática, en Buenos Aires él vio con gran expectativa una posibilidad de renovación. En esta línea de fervor por el diseño, publicó en 1930 Précisions, un libro en el que recopiló y ordenó sus conferencias en el país, y en el que comenzó a esbozar su plan de renovación para la ciudad. Aunque este trabajo no se tradujo al español hasta 1978 ni tuvo mayores repercusiones en la Argentina, más allá de una pequeña reseña publicada en la revista Sur, Le Corbusier no abandonó su interés en la capital. Continuó pensando en formas de mejorarla, finalmente llegando a elaborar el llamado Plan Director de Buenos Aires, hecho en Paris en conjunto con los arquitectos argentinos Juan Kurchan y Jorge Ferrari Hardoy.
Este trabajo se ejecutó por 10 meses entre 1937 y 1938 y, curiosamente, se hizo sin que nadie lo demandara, pero con la esperanza de poder vendérselo a la Municipalidad. La obra era sumamente compleja, pero la idea central era la de reordenar y concentrar todo el trazado urbano para corregir la distención y acortar las distancias. Esto implicaba, entre otras cosas, demoler medio centro porteño, reemplazar la construcción con monoblocks grandes y luminosos, y reintroducir espacios verdes y otros elementos “rurales” en la ciudad. En las áreas residenciales, el espacio para la edificación no podía superar el 12% del barrio, y las casas debían ser típicamente “lecorbusianas”, es decir, construidas sobre pilotes para asegurar una circulación ilimitada a los peatones. En este plan es notable la importancia que se le daba a la comunicación, favoreciendo la extensión y la conexión de diferentes líneas de ferrocarril y abriendo espacios tanto para los peatones como para el tránsito vehicular, a través de la inclusión de diferentes niveles. Además, en esta idea jerarquizadora, se destaca la división de la ciudad en diferentes zonas de acuerdo a la actividad, no tanto en el eje Norte-Sur, sino extendiéndose por todo el trazado, incluso hacia el río. En el medio del agua, algunos metros más alejado de la costa, en los planos se incluía uno de sus elementos más icónicos: una curiosa isla artificial de cinco torres denominada “la cité des affaires”.
El proyecto es fascinante, pero nunca llegó a ser más que un ejercicio de imaginación. Aunque en algún momento pareció que había esperanzas, nunca se concretó y Le Corbusier se negó a volver al país, a menos que fuera para construir cosas nuevas. Tristemente, esta gran desilusión no fue sino la última de muchísimas pequeñas decepciones previas que implicaron que Le Corbusier no llegara a materializar ninguna de las obras que proyectó para América Latina en este período. Esto fue traumático para él, ya que una de las razones por las que había venido en primer lugar era, según se deja entrever en sus papeles personales, conseguir encargos bien pagos en un lugar en el que él veía un gran potencial de renovación, diferente a la Europa que, de alguna manera, lo estaba expulsando. De esta trama surgen varias historias inconclusas, como el famoso “rascacielito” de Palermo que Victoria Ocampo quería que Le Corbusier le diseñara.
Más allá de la falta de obra concreta, la influencia del suizo se coló en los espíritus de arquitectos como Alberto Prebisch, Antonio Vilar y Amancio Williams, quienes lograron introducir algunas de las primeras ideas de la Modernidad en el país. El mismo Williams adquirió mayor relevancia algunos años después, cuando en 1949, el mismo Le Corbusier lo recomendó como director del proyecto que elaboró para la casa del Dr. Pedro Curuchet en La Plata. Aunque por su factura no fue exclusivamente “lecorbusiana”, la Casa Curuchet hoy se erige como el único testimonio material de la influencia de Le Corbusier en la región.