Lázaro Blanco, el hombre detrás del culto al chasqui milagrero

En San José de Feliciano (Entre Ríos, Argentina) suelen pasar tres o cuatro meses sin llover. Pero cuando los caprichos climáticos deciden revertir la situación, se desatan diluvios de dimensiones épicas que inundan los campos y pareciera que el agua nunca cesará de caer.

Ciriaco Benítez era un agricultor y ganadero que a fines del siglo XIX sufrió una de esas infernales sequías. Sus animales estaban muriendo de sed y lo sembrado perecía bajo la tierra cuarteada. Una noche de calor, decidió sacar el catre fuera de su vivienda. Junto a su mujer, intentó conciliar el sueño bajo el cielo estrellado, pero ni la inmutable calma del monte podía ayudarlos a descansar. El calor y la preocupación eran demasiado agobiantes. Cuando por fin consiguió dormirse, un hombre de baja estatura y vestido de blanco, se acercó a la punta de sus pies. Ciriaco no pudo ver su rostro. El hombre le dijo: “No te preocupés, amigo. Va a llover, yo te voy a hacer llover y se van a salvar tus animales y tu cosecha. Pero te pido una sola cosa a cambio, llevame al camposanto”.

La aparición también le indicó cómo llegar hasta un algarrobo ubicado a unos 15 kilómetros de distancia, y le dijo que bajo aquel árbol iba a encontrar una cruz de madera con su nombre. De golpe, Ciriaco se despertó y vio que el cielo estaba completamente cubierto. Los relámpagos cruzaban el firmamento con furia, anunciando la llegada de la tan ansiada lluvia.

Como era de esperarse, llovió durante varios días seguidos, y los campos se salvaron. Ciriaco quedó muy impresionado. Cuando la lluvia paró, sin comentar nada a su mujer, fue a buscar el lugar que el hombre del sueño le había descrito en detalle. Recorrió unos cuantos kilómetros hasta dar con el algarrobo y, debajo de él, la cruz con un nombre inscrito: Lázaro Blanco.

Una historia felicianera

“Desde que nací escuché historias sobre Lázaro. Desde que empecé a tener entendimiento yo lo escuchaba como un cuento. Nosotros nacimos y nos criamos en Sauce, Corrientes. Mi madre era de Feliciano y mi padre de la zona de Chajarí. Cuando llegaba la tarde noche, se prendía el farol y mis hermanos mayores hacían la tarea y ahí se terminaba todo; a las 8 de la noche, sobre todo en invierno. No había luz, ni radio, ni televisión. Entonces, mi mamá, para entretenernos empezaba a contarnos los clásicos cuentos felicianeros, y entre ellos siempre estaba el de Lázaro. Con el tiempo me fui dando cuenta de que ese cuento era una realidad y que era la historia de su abuelo. Íbamos seguido a Feliciano, cada vez que visitábamos el cementerio ella paraba un rato en ese mausoleo lleno de placas y demás cosas, así empecé a entender”, cuenta Juana Elvira Arias, bisnieta de Lázaro Blanco, el chasqui milagrero al que miles de personas le rinden culto.

Fue durante su adolescencia que Juana vislumbró la dimensión que tenía la historia de su bisabuelo. Para ella era un antepasado, para el resto, un santo popular y una leyenda. “Creo que tomé más sentido de lo que significaba Lázaro cuando me fui a estudiar a Feliciano y me quedé a vivir ahí durante más de dos años. Mi familia se fue a Santa Elena por cuestiones de trabajo. Entonces yo me quedé a vivir en lo de mi abuelo, que era el único hijo de Lázaro, aunque muchos discutan eso. Lázaro falleció muy joven, a los 22, y los demás chicos que nacieron después eran hijos de la nueva pareja de mi bisabuela. La cosa es que estuve dos años en la casa de mi abuelo y nos hicimos muy compinches. Lástima que apenas me recibí, al año siguiente, él falleció”.

El canto de Don Linares

“En la casa de mi abuelo lo conocí a Don Linares Cardozo, recuerdo que fue un sábado. Fue a pedirle una foto de Lázaro para ilustrar un long play que había grabado. Y mi abuelo le dice ‘no tengo fotos; en esa época no se sacaban fotos. Además mi padre era muy pobre, los fotógrafos no andaban por acá’. Y yo escuché toda esa conversación y me dieron ganas de investigar un poco más, ahí me di cuenta de la importancia de Lázaro. Todo lo que yo escuchaba, lo anotaba. Y mi mamá tenía un cuaderno con anotaciones sobre su familia, como una especie de árbol genealógico. Y todo eso lo fui incorporando por pura curiosidad, además le preguntaba cosas a mi abuelo”.

De la charla que su abuelo mantuvo con Linares Cardozo, Juana tomó nota de la edad de su bisabuelo, de las tortas fritas que su mujer -Isabel- le había preparado para que lleve al viaje. Al tiempo de recibirse de maestra, Juana se trasladó a Paraná, donde actualmente reside. Pasaron varias décadas, hasta que en 2009 la historia de su bisabuelo volvió a tomar impulso en ella: “No recuerdo cómo ni dónde, leí una publicación sobre Lázaro. Yo tenía tan sabida de memoria su historia que eso me produjo indignación, porque no se ajustaba a la realidad. Entonces, mi esposo, que le gustaba escribir, me dijo ‘¿y por qué no escribís algo vos?’. Yo nunca había escrito un libro, y no sabía por dónde arrancar, pero decidí hacerlo. Empecé por investigar más, no me quedé con lo que tenía en el cuadernito de anotaciones. Yo necesitaba un acta de bautismo”.

La búsqueda

Así empezó una larga búsqueda que arrancó en Sauce, Corrientes. Para Juana, ese es el lugar donde nació Lázaro. “La Libreta de Enrolamiento de mi abuelo fue hecha en Sauce, entonces estaba convencida que Lázaro era de ahí. Fui al Registro Civil, y les expliqué que buscaba alguna constancia de nacimiento de Lázaro Blanco. Y la empleada saca de un mueble un libro de actas que era tan viejo que de mirarlo se rompía. Y confiaron en mí para que lo revisara. Pero me dijeron que lo más seguro es que lo que yo buscaba esté en la Iglesia, porque en esa época la Iglesia tenía el monopolio del registro a través de los bautismos. En la iglesia del pueblo me pasó lo mismo, la secretaria me dio el libro de actas, y ahí vi que figuraba una gran cantidad de gente de apellido Blanco, pero la de él no estaba. Lo que pasó es que cuando él nació había una guerra entre Entre Ríos y Corrientes, y las tropas enemigas pasaban por los pueblos quemándolo todo, en especial las iglesias”.

Los orígenes de Lázaro le eran esquivos, de Sauce fue a Esquina, luego envió una nota al Registro Civil de Corrientes capital, luego se comunicó con Concordia, y hasta buscó en el archivo de la Biblioteca Provincial de Entre Ríos. Pero no encontró nada. Hasta que se le ocurrió investigar en el Arzobispado de Paraná, donde hay archivos de todas las parroquias de Entre Ríos. Pero la secretaria le comunicó que del año de nacimiento de Lázaro faltaban dos libros, el 1 y el 2. Buscó en el tercero y no encontró nada.

“Como no di con su acta de bautismo, decidí buscar quién era la madre de Lázaro, y pude confirmar que su mamá era correntina. En Parada Pucheta hay un montón de gente de apellido Blanco. Antes, cuando una persona fallecía, en su acta de defunción figuraba el nombre de la mamá. Cuando yo me interesé por buscar información sobre la mujer de Lázaro, mi bisabuela, ahí llegué a la conclusión de que por ese camino tenía que buscar. Decidí ir entonces al cementerio para anotar los datos de una hermana de Lázaro, Aniceta, que murió a los 114 años y está enterrada en Feliciano. Mi mamá me la mencionaba. En su placa dice que falleció el 9 de julio de 1949. Encontré su acta de defunción y decía ‘Aniceta Blanco de Ramírez, falleció a los 114 años, hija de Mercedes Blanco’. Ahora sé quién fue la mamá de Lázaro”.

El culto

La fecha de la muerte de Lázaro es otra cuestión que Juana discute: “Los felicianeros la conmemoran el 7 de septiembre y tienen placas que dicen esa fecha. Yo digo que no, que fue el 27, tal como lo decía mi abuelo. Pero bueno, a estas alturas está instalado y ya no tiene sentido discutirlo”.

Cada 7 de septiembre, en Feliciano se hace una peregrinación hasta el santuario de Lázaro Blanco -ubicado donde lo fulminó el rayo-, que es coronada por un festival muy grande. “En el santuario de él había placas de oro y plata, que fueron desapareciendo del lugar. En su momento, mi abuelo intentó acordar con la municipalidad que se coloque una alcancía segura y que el dinero que se recaude se destine para el Asilo de Ancianos o el Hospital de Feliciano. Pero su propuesta no tuvo éxito. La gente siguió dejando dinero y ofrendas de valor que eran robadas. Tiempo después se armó la Comisión del Distrito Manantiales y ese fue el comienzo del lucro”, opinó Juana.

Actualmente, en ese lugar hay grandes galpones para guardar las ofrendas y hasta un escenario donde actúan grupos chamameceros. Además hay puestos donde se venden diversos artículos.

Lamentablemente, el rancho donde vivió el santo popular ya no existe. Estaba emplazado donde luego se construyó el rancho donde vivía el abuelo materno de Juana. Pero eso se perdió, ya que un familiar vendió la propiedad y esta fue demolida. El terreno está situado sobre calle Adelo Fernández, a pocas cuadras del Club Juventud.

Su último día en la tierra

El 27 de septiembre de 1886, el jefe de la policía de Feliciano le encomendó a Lázaro ir hasta la ciudad de La Paz y traer el dinero para los sueldos de los policías a su cargo.

Lázaro vestía bombacha de campo, camisa blanca, pañuelo celeste, sombrero ancho, faja y alpargatas. “Eso le contó Isabel, mi bisabuela, a mi mamá. Investigando un poco más, me enteré que el color blanco era el que distinguía al chasqui, el correo. También le contó que nunca se imaginó que esa sería la última vez que lo viera. Eran varios los chasquis que había en Feliciano, pero él se ofreció para la misión porque era muy conocedor del camino. Mi bisabuela siempre tenía la masa para tortas fritas lista, porque cada dos por tres tenía que salir de imprevisto. Le dio cuatro, él comió dos con mate cocido y a las otras las guardó en su morral. Se subió a su caballo tordillo, de color blanco y se fue hasta lo de Goyo Pérez a cambiar de caballo, porque creían que los caballos blancos atraían los rayos, y Goyo le prestó un caballo gateado. Fue entonces que salió y a los 15 kilómetros se largó la tormenta con toda la furia. Se refugió debajo de un algarrobo alto y ahí cayó el rayo que lo mató”.

El cuerpo estuvo bajo las ramas del algarrobo durante tres días, hasta que lo encontró la policía. Y ahí mismo lo enterraron. Su cuerpo descansó durante 10 años en el mismísimo lugar donde la muerte lo encontró, pero su alma no, hasta que intervino Don Ciriaco Benítez.

“Ciriaco le contó a su esposa lo que había ocurrido y luego fue a contarle a mi abuelo, que tenía unos 15 o 16 años y se estaba por casar. Le explicó lo que soñó, entonces los dos se pusieron en campaña, lo desenterraron y encontraron sus huesos envueltos en el poncho que llevaba ese día. Lo colocaron en una cajita de madera y lo llevaron al rancho de mi abuelo, donde lo velaron durante tres días en el umbral de la puerta, tapado con una sábana blanca. De ahí lo llevaron al cementerio que estaba ubicado en la parroquia. Tiempo después, cuando se hizo el cementerio municipal, lo trasladaron nuevamente”.

Mientras tanto, los milagros atribuidos a Lázaro se fueron multiplicando incesablemente. “Hay muchas cosas que han sucedido, y uno dice no ‘puede ser’, pero por ahí se te dan vuelta los ojitos, hay de todo. Me han contado muchas historias que quizás algún día las compile en otro libro. Yo no creo que la persona haga milagros, Dios las elige, algo parecido a lo que pasa con los curas sanadores. Es cuestión de tener fe”, expresó Juana.

Con respecto a esto último, contó una experiencia personal: “Mi madre y mi abuelo no le pedían favores, porque creían que por ser familiares no les concedería el milagro, pero mi viejo, que no tenía la misma sangre, sí que le pedía. Yo nunca le pedí nada, hasta hace cinco años, que estaba con un problema. No podíamos encontrar una documentación de un familiar que se tenía que jubilar y si no presentaba ese papel a tiempo, iba a perder todo los años de aportes. Era un tema muy delicado. Habíamos golpeado todas las puertas con mi hijo, íbamos al abogado, y el papel no aparecía. Hasta que me hizo un clic y decidí pedirle ese favor a Lázaro. Al día siguiente voy de nuevo a la AFIP a pedir esa documentación, dos días atrás había ido y me dijeron que ese papel no estaba. La cosa es que fui y el empleado revisa en la computadora y me dice ‘ah, sí. Acá está’. Y me lo dio. Ese fue el milagro, con mayúsculas, que le pedí. A mí me tambaleó. Nunca más le pedí nada. Pero le rezo mucho y siempre lo tengo en cuenta”.

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