Las montañas del arte

Hoy, cuando el artista retorna a la naturaleza para sentirla, o para escuchar y retener su sonido y así entenderla, resulta más necesario que nunca reconstruir los pasos en el largo camino del arte que a lo largo de los últimos siglos ha afrontado el desafío que supone estar ante ella. Según nos enseñó el insigne historiador del arte Erwin Panofsky, la teoría de la perspectiva lineal alimentó la relación del artista y la naturaleza. Pero esas pinturas eran una clara respuesta a un planteamiento que había sido inicialmente literario, del que se hizo eco el poeta italiano Francesco Petrarca en alguna de sus cartas familiares, tal vez los textos en los que mejor se percibe la necesidad que se tiene de vivir la eternidad del instante.

Así lo expresa en la carta donde relata el viaje al monte Ventoux, en Provenza: un majestuoso monte que había contemplado en sus años de niñez en Aviñón y Carpentras. Con esta ascensión llevada a cabo por su laureado poeta, los artistas italianos se acercaron a la naturaleza para entenderla sin necesidad de recurrir a las viejas alegorías bíblicas.

Fueron años de búsquedas intensas que justifican lo dicho por el historiador suizo Jacob Burck­hardt de que “la percepción del paisaje como expresión de la belleza” es el despertar de una manera de hacer arte imitando la naturaleza. En poco tiempo, esta naturaleza corpórea que se eleva a lo incorpóreo se convierte entre los artistas del ducado de Borgoña en una especie de ventana interior con la que dan entrada a un fondo donde recrean lo que ven en la naturaleza, integrando el paisaje en la explicación del argumento del cuadro, sea crucifixión, visitación, resurrección o cualquier otro motivo de carácter evangélico.

El Renacimiento alemán, con Albrecht Altdorfer, fue el más atrevido a la hora de retomar el tema del bosque de la búsqueda caballeresca, con un toque de nostalgia sobre los relatos de la Tabla Redonda. El bosque vuelve a ser por antonomasia el antimundo, el lugar de la iniciación y por ese motivo tiene la capacidad de sumirnos en un sueño de liberación. A fin de cuentas seguir los pasos de san Jorge en su lucha contra el dragón es reconstruir el espacio de la aculturación cristiana donde el santo se convierte en árbitro de la naturaleza.

Así Altdorfer, heredero de una larga tradición que solo en el siglo XV cuenta con Martorell, Uccello o Carpaccio, convierte el goce estético en una aproximación teológica. El sentimiento de estar perdido el caballero en un proceloso bosque es la viva imagen de que el hombre se encuentra a sí mismo en el claro del bosque, como dijo María Zambrano sin dejar de atender de manera formidable la dimensión impenetrable que vemos en las modernas pinturas de Kiefer.

Valiente actitud que vemos ya en la pintura de Altdorfer donde su caballero-santo retiene del viejo heroísmo una esencia: sueña al borde de ese prado donde se agitan los flexibles y temblorosos árboles donde cree encontrar, para decirlo al modo de Martin Heidegger en su célebre capítulo de Caminos del bosque, “al existente que sale a relucir en la desocultación de su ser”. Saber que se está en esa encrucijada hace que la pintura de Altdorfer nos enseñe la importancia de atender la llamada procedente de la naturaleza.

Unos años después, en 1606, el artista flamenco Roelandt Savery, al sustituir en su Paisaje montañoso con un dibujante el peso simbólico por el efecto paisajístico, echa abajo el edificio doctrinal que viene de la edad media para cargar de sentido una imagen infinitamente más poderosa como metáfora absoluta de la modernidad: la de un hombre con capa y sombrero de plumas de espaldas sentado en la esquina inferior izquierda, en medio de unas rocas calcáreas, serpenteadas por los meandros de un río cualquiera.

El paisaje aquí creado abole la idea de símbolo. Y además sustituye las alegorías por exactas descripciones de la naturaleza. A Savery, sin duda el “gran pintor de paisajes” de estos años, se le encargó por orden del emperador Rodolfo II la misión de recorrer los Alpes y Bohemia para entender la naturaleza. A la unidad opone la diversidad, a la necesidad simbólica la exactitud, a la discreción la exuberancia de las rocas. En suma, todos los rasgos de lo ­moderno.

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Joachim Patinir.

Joachim Patinir. ‘Paisaje con san Jerónimo’, 1516-1517. Madrid, Museo del Prado

Cierto es que el interés del artista por la naturaleza exige aunque sea en una nota marginal el tributo a quien la crítica moderna reconoce como el precursor inesperado de esta maravillosa aventura estética: Patinir, quien en su Paisaje con san Jerónimo (1516) hace de este deseo por captar la naturaleza aún anclado en el sentido neoplatónico de la elevación hasta la invisibilidad de Dios, el punto de partida de un paisaje que permite la contemplación gozosa de la parte divina de lo humano.

Y de Patinir a Durero y de Durero a Brueghel el Viejo con sus paisajes nevados por el motín de la naturaleza, la pequeña edad del hielo, se abre una genial genealogía de precursores del ideal del paisaje y que actúan como nexos entre las teorías filosóficas y el arte. Porque a fin de cuentas la naturaleza en cuanto paisaje es fruto y producto del espíritu teórico. Al final, a lo largo el siglo XVIII, el gusto estético contrapone lo bello y lo sublime, con el que los viajeros del Grand Tour se enfrentaron a la poética de las ruinas que interesó a Lessing, esos restos de naturaleza que asomaban entre las obras del pasado, musgo, vegetación salvaje, plantas que se entremezclan con las piedras.

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Caspar David Friedrich.

Caspar David Friedrich. ‘El caminante sobre el mar de nubes’, 1818. Hamburgo, Kunsthalle

Sublimación es lo que siente Caspar David Friedrich al pintar su archiconocido cuadro El caminante sobre un mar de nubes (1818) como parte de lo que Umberto Eco llamó en su interesante y extremadamente útil Historia de la belleza “poética de las montañas”, es decir, “la fascinación por las rocas inaccesibles, los glaciares sin fin, los abismos sin fondo, las extensiones sin límite”. Con todo, hay que insistir en algo poco resaltado. Lo que contempla a lo lejos este hombre con levita que se asoma al precipicio apoyado en un bastón es un fragmento de su historia reciente que ha estado a punto de hacer zozobrar la naturaleza: no es solamente una observación del ameno valle que intuye a sus pies con sus neblinas (como leemos en el Werther de Goethe), es la convicción de estar frente a la impenetrable tiniebla del alma, de la que hablaba en esos años Carl Gustav Carus, médico, pintor y discípulo de Schelling en sus muy leídas Cartas y anotaciones sobre la pintura de paisaje (1815-1824), que prologó Goethe. Lo que entrevé, y el espectador no ve pues el personaje está de espaldas, es el valor de la Creación, lo absolutamente grandioso de la naturaleza que es la fuente originaria de todo lo nuevo que hay y ha de venir. Friedrich apuesta por una imagen verdadera de lo infinito.

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Thomas Moran.

Thomas Moran. ‘The golden hour’, 1875. Blanton Museum of Art

La pintura contemporánea nos ha familiarizado poco a poco con esos aspectos telúricos de la naturaleza. Baste seguir el esquema narrativo de The golden hour de Thomas Moran (1875), que en parte responde al viejo deseo de Thomas Burnet de fijar el valor sacro de la montaña: Telluris theoria sacra es el título del libro que se había publicado en 1681 y se recupera entre lo que se ve en las montañas, como hace Moran; una mezcla de estupor, admiración y asombroso poder catártico de la obra de arte que se interesa por la naturaleza en estado puro. Curarse de un estado anímico bajo fue a lo largo del siglo XIX (antes del psicoanálisis de Freud) una tarea que los artistas lleva- ron a cabo para atraer a la gente hacia lo simbólico para alejarle del peso de la pastoral religiosa, en especial la católica, y en ese ­esfuerzo el artista se topa una y mil ­veces con la naturaleza. Y nos deja sus imágenes.

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William Bradford, ‘Iceberg’, 1882. Colección privada

A este respecto conviene sin duda situar Iceberg de William Bradford (1882) en su época, con los efectos aún vivos de la memoria de los pioneros que dejaron un atroz espacio doméstico para enfrentarse a la titánica aventura de dominar espacios imposibles. Los icebergs crean, afirma Barry López en su bellísimo ensayo Sueños árticos, que recibió en 1986 el premio American Book, “una extraña sensación espacial porque el horizonte se aleja de ellos y el cielo se eleva a sus espaldas sin ninguna línea de comprensión.

Es la misma perspectiva que asustaba a las familias de pioneros en las praderas des­nudas de árboles de Norteamérica”. Mientras Edwin Church se interesa por la ausencia de presencia humana, Bradford parece dispuesto a que imaginemos entre los dos témpanos de hielo alguna de esas naves que se atrevían a cruzar el ártico en primavera. De ese modo no solo nos lleva a una reflexión sobre la telúrica belleza de una región de la Tierra, sino también a la idea del riesgo como elemento cardinal de la existencia humana; no realiza un ejercicio únicamente estético al reconocer los límites del ser humano: vive una experiencia cognitiva y en ese espacio privilegiado donde habitan los icebergs el ser humano experimenta el sentimiento del poder de la naturaleza sobre la voluntad política.

En este sentido, escribe Barry López, “investigar las complejidades de un paisaje distante provoca reflexiones sobre el propio paisaje interior y sobre los paisajes familiares que llevamos en la memoria. La naturaleza nos obliga a intentar comprender qué somos nosotros mismos”. Dicho de otro modo: observando con atención el espacio del Iceberg de Bradford se reconoce lo inmediatamente afín a él, lo más afín, a lo cual sonríe, y lo más exterior, ante lo cual se enfurruña, pues el poder de esa naturaleza conduce al artista a hablar de la sin­gular irreductibilidad del ser humano. Como dice Umberto Eco al estudiar lo sublime dinámico en Kant, “lo que nos conmueve en este caso no es la impresión de una vastedad infinita, sino de una infinita potencia”. El mejor ejemplo en pintura de expresión de lo sublime dinámico es una tempestad.

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John William Waterhouse, en Inglaterra (aunque se pasó gran parte de su vida en Italia), como Claude Monet en Francia, fue quizás uno de los artistas que mejor presintieron que la naturaleza tiene varios rostros. Fiel a lo que se denominaba simbolismo, en 1916 no solo se interesó en pintar una tempestad; también quiso conocer la sensación de Miranda al verla. Una tempestad con testigo. Y para ese momento tuvo un recuerdo vivo hacia el plenairismo que le acercó al impresionismo. Por eso cuando, desde unas rocas, su personaje se acerca a ese fenómeno de la naturaleza que es el estallido de una tempestad en el mar (ahora se hace desde la orilla de una playa) es consciente como toda lectora de Samuel Taylor Coleridge (hay que leer aún La rima del viejo navegante de 1798) que los naufragios forma parten de la historia humana. A fin de cuentas, nos orienta Hans Blumenberg, que interpretó como nadie esta escena en su ensayo La inquietud que atraviesa el río : “El precio que hay que pagar por la seguridad, desde la apremiante duda, es exponerse al máximo peligro”.

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Ferdinand Hodler. ‘Le Grand Muveran’, 1912. Winterthour, Kunstmuseum

Pero hay más: al éxtasis de las cosas y a las impresiones de una naturaleza que cada vez se torna más exótica para ser absorbida por el artista (lo hace Gauguin por ejemplo) o abiertamente mística (lo hace Van Gogh en Noche estrellada) el pintor suizo Ferdinand Hodler en Le Grand Muveran (1912) presenta el alma del mundo en forma de montaña transfigurada por la paleta del pintor. Y de inmediato, como un efecto de esa apropiación de la naturaleza más allá de la idea de ser un paisaje que construye una cultura, se evapora en un simbolismo que sirve de cura. El estatuto de la naturaleza pasa aquí por el arte como placer de los sentidos, no por la interpretación iconológica del sentido. Está claro que Hodler nos propone que el artista deje de registrar el valor de la naturaleza como éxtasis estético para convertirse en el instrumento de un conocimiento que tiende a ser olvidado en los meandros de la erudición: él lo ve así, nos lo enseña, nosotros sin embargo no le vemos, pero deseamos aprender a ver como él lo ve.

Final de un recorrido que empieza en Patinir llamándonos desde el fondo de la naturaleza y con Hodler se hace revelación del orden y las fuerzas cósmicas. Solo nos resta regresar a la naturaleza como hace Thoreau en su Walden, para sentir la muda serenidad.

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