5 de septiembre de 1936, Cerro Muriano, España. Veinte milicianos republicanos con veinte rifles viejos se resguardan en una trinchera y se enfrentan al fuego incesante de una ametralladora controlada por los franquistas. En uno de los avances un hombre recibe un disparo y, en el instante exacto en el que su cuerpo muerto cae a tierra, Robert Capa toma una fotografía del hecho. Esta, la historia que contó el autor de Muerte de un miliciano, probablemente la imagen más famosa de la Guerra Civil Española, como la vida del mismísimo fotógrafo, está plagada de inexactitudes y exageraciones.
Lejos de desestimar al fotógrafo o de disminuir lo que se considera como uno de los corpus más valiosos del género de fotografía bélica, resulta bastante enriquecedor acercarse a su vida como quien contempla una ilusión. Parte de la gracia, parece decirnos Capa con sus imágenes, es no saber exactamente qué es lo que estamos contemplando.
En esta historia no hay certezas, y el mismo Robert Capa fue una creación, algo que apareció cuando Endre Friedmann, él hombre que llegaría a convertirse en él, tenía 22 años. Antes del mito sólo había un joven húngaro que – por su ideología de izquierda primero y por su condición de judío después – había debido escapar de su patria y de Alemania, el país que lo acogió durante su exilio. Llegó a París en 1933 con lo puesto y poco más, apenas contando con algo de experiencia como fotógrafo para la agencia berlinesa Dephot. Recorriendo los bares de Montparnasse, conoció a otros artistas – muchos exiliados de Europa del Este y de Alemania, como él – y Friedmann encontró el eco deseado entre personajes como Cartier Henri-Bresson y Dawid “Chim” Szymin (luego David Seymour) para salir a documentar las actividades políticas que se desarrollaban en las calles de la capital francesa.
El dinero y la popularidad, sin embargo, no llegaron hasta que Gerda Pohorylle hizo su aparición en la vida del fotógrafo. Esta joven exiliada alemana, que como judía también había escapado de los nazis en 1934, además de saber navegar los círculos artísticos y editoriales, era muy consciente de la importancia de la imagen a la hora de vender. De modo que, mientras entre Friedmann y ella se iba construyendo una relación romántica, la joven se encargó de lograr que él tuviera un aspecto decente y lo presentó con buenos resultados a más de un editor. La persuasión de Pohorylle, sin embargo, tenía sus límites.
Frente a varias negativas, el dúo decidió accionar para evitar los prejuicios del ambiente y – en una movida que muchos han llegado a considerar como un doble borramiento de su pasado judío y su juventud – inventaron un personaje llamado “Robert Capa”. Así, usando el pseudónimo de este supuesto fotógrafo estadounidense que – oh, casualidad – siempre estaba en otro país en algún proyecto misterioso, lograron vender las fotos de Friedmann por sumas mayores a las que habían conseguido antes. El engaño, parece, no duro demasiado tiempo, pero como las fotos eran tan buenas y la marca – por ponerlo de alguna forma – ya estaba establecida, el fotógrafo decidió “renacer” con ese nombre, mientras que ella adoptó el exótico “Taro” como apellido.
En 1936, formados como un equipo y ahora con estas nuevas identidades, partieron a España a encontrar su destino. Como tantos otros jóvenes politizados de su generación, sintieron que la Guerra Civil en este país permitía, por primera vez, enfrentarse militarmente al fascismo. La diferencia en su caso fue que, mientras muchos de los voluntarios portaban armas, Capa y Taro fueron al campo de batalla munidos de cámaras fotográficas para documentar la guerra y sus efectos, especialmente sobre la población civil. El resultado, desde ya, es magistral y cualquiera que mire sus fotos, tan en unísono que hasta las firmaban en conjunto, será testigo de los horrores, de las raras alegrías entre la destrucción y de la inauguración de un tipo de imagen que hoy se ha vuelto tan familiar. El punto de conflicto esté quizás en que, como bien documentó el biógrafo de Capa, Richard Whelan, al estar peleando su propia batalla desde un plano ideológico, los fotorreporteros accedieron a crear (y hasta falsificar) imágenes y relatos que permitieran exponer la brutalidad fascista. Más allá del debate ético que todo esto pueda generar, y sin caer en el extremo negacionista, en este punto es que se enmarcan las pujas por descubrir la verdad detrás de muchas de las fotos que tomaron y que fueron publicadas por las revistas de la época, incluida la famosísima Muerte de un miliciano.
La guerra en España, sin embargo, terminó siendo para Capa mucho más significativa a nivel personal de lo que él había esperado. En 1937, durante un breve intervalo en el que él fue a París, Taro murió atropellada por tanque mientras cubría los eventos en el pueblo de Brunete. Capa, por su parte, aunque quedó marcado por este evento, salió del conflicto transformado en uno de los fotógrafos más famosos del mundo.
En los años siguientes cubrió otros campos de batalla, destacándose sus imágenes de la Segunda Guerra Mundial, especialmente, las del desembarco en Normandía. Siguiendo esa máxima suya de que “si las fotos no son lo suficientemente buenas, es porque no estás lo suficientemente cerca”, Capa llegó en el mismo transporte que las primeras oleadas de soldados y, con la cámara en la mano y el agua hasta el cuello, capturó el infierno del enfrentamiento. Según él, en una historia que tiene el tufillo de la exageración capiana, tomó más de 100 fotos del evento, pero sólo 11 de ellas sobrevivieron tras un accidente en el laboratorio de revelado en Londres.
En todo caso, la guerra siguió y Capa la documentó para la posteridad. A través del visor vio como París era liberada, contempló de primera mano el descenso de miles de paracaidistas en el valle del Rin y fue testigo de la acción en el norte de África y en Sicilia. A un hombre como este, sin dudas, la paz no podía llenarlo. Por eso, acabado el conflicto, pasó un período en Estados Unidos, adquirió la nacionalidad americana, aparentemente trató de encontrar algo para hacer en Hollywood y, decepcionado, terminó decidiendo volver al fotorreportaje.
A finales de la década del cuarenta cumplió un sueño y fundó, junto con Cartier-Bresson y Seymour, la agencia Magnum, una cooperativa de fotógrafos independientes única en el mundo. En una movida inaudita, en 1947 realizó su primer trabajo asociado a ella y viajó con el escritor John Steinbeck a la URSS a documentar la vida detrás de la Cortina de Hierro, reteniendo los derechos de sus fotos para decidir a quién venderlas. De ahí en más continuó viajando – pasando por Medio Oriente para cubrir en 1948 la creación del Estado de Israel y el conflicto que se desató inmediatamente después; y por Europa, dónde fotografió algunas producciones cinematográficas – eventualmente recalando en Indochina (hoy Vietnam) en 1954. Fiel a sí mismo, en esta oportunidad Capa hizo lo mismo que siempre había hecho y por la mañana del 25 de mayo se internó al campo de batalla con las tropas francesas, pero pisó una mina y quedó mortalmente herido.
Aunque trágica, la historia de Capa llegaba a su fin con el cierre perfecto que demandaba el relato. Es hasta tentador pensar que, si él hubiera sido testigo de su propia muerte, hoy nos quedaría una foto del hecho y una descripción espectacular de las circunstancias. En todo caso, nada de esto haría falta ya que su reputación era lo suficientemente grandiosa para garantizarle la gloria póstuma.