Las glorias de Don Bartolo

El general Bartolomé Mitre gozó de una envidiable salud que le permitió vivir muchos años hasta convertirse en el patriarca de la República, el hombre consular, la opinión autorizada gracias a su amplia visión de la realidad nacional que él había asistido a conformar. Hombre de familia, padre condescendiente, sus múltiples tareas, campañas y actividades le impidieron brindarle a sus hijos todo el cuidado que hubiese deseado. Sin embargo predicó con el ejemplo. El hogar quedó en manos de su esposa Delfina de Vedia, que supo sobrellevar ausencias, sinsabores y privaciones con altura, sin quejas ni reproches. Delfina era el puerto al que siempre volvía don Bartolo. Después de las guerras, la política, las revoluciones, allí estaba Delfina solícita, atenta. Cuentan que al inicio de la Revolución de 1874 cuando Mitre abandona el país después de la proclama publicada en La Nación donde convoca a cambiar la pluma por el sable, el hogar del ex presidente fue requisado por las autoridades como si se tratase de un forajido. Los documentos secuestrados, los libros arrojados al piso, los muebles rotos pintaban la violencia de la requisa. Todo era desorden en la casa de Mitre. Pero allí estaba Delfina, ex Primera Dama, esposa de un general, hija de un general, hermana de un general, que supo sobrellevar la afrenta con altura, sin una queja, digna, callada, estoica.

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Delfina Vedia.
Delfina Vedia.

 

A ella le debe la vida el general, no solo por ser su apoyo incondicional, sino gracias a sus funciones de esposa solícita que cuidaba al aliño de su marido. Este empeño lo salvó a Mitre de morir por una bala que le hubiese volado la cabeza.

Eran los tiempos en que Buenos Aires enfrentaba a la Confederación. La ciudad resistía al sitio impuesto por el general Lagos que secundaba las intenciones unificadoras de Urquiza. El general Paz, con su larga experiencia de enfrentar encierros como el de Montevideo, sostenía esta nueva Troya del Plata. La suerte quiso que muchos de aquellos que lo siguieron durante la gesta montevideana, nuevamente estuviesen a su lado en esta patriada, entre ellos Bartolomé Mitre, por entonces coronel, que fue elegido por sus méritos Jefe del Estado Mayor. Paz no era hombre de permitir errores en sus soldados, todo debía salir según sus cálculos. Tampoco era de andar ahorrando recriminaciones para aquellos que no estuviesen a su altura. Sus Memorias son una sucesión de juicios valorativos sobre sus subordinados o enemigos. Después de todo, esa es la tarea de un estratega, discernir entre lo correcto y lo erróneo para actuar consecuentemente.

El 2 de marzo de 1853, cuando apenas clareaba el nuevo día, el general Paz, mientras inspeccionaba las líneas de defensa desde los altos de Defensa y Brown, en la casa del inglés Brittain, detectó una nueva trinchera que avanzaba sobre los tenues límites de las fortificaciones. En una noche, los sitiadores habían avanzado un buen trecho sobre las líneas porteñas.

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Bartolomé Mitre.
Bartolomé Mitre.

 

Nuestra idea de esta Buenos Aires desproporcionada nos hace creer que las batallas se libraban en parajes extraños a nuestro tránsito diario. No era así. Recordemos que las tropas de Lagos acampaban cerca de la Iglesia del Pilar, vecinas al actual cementerio de la Recoleta. Curiosamente no enterraban a sus muertos en ese campo santo sino en uno improvisado, donde Juncal se junta con la avenida 9 de Julio, a escasos metros de la Basílica del Socorro. La avenida Callao (en ese entonces calle de Las Tunas) era el límite norte de la ciudad. Lo que entonces llamaban “La loma del diablo” era Callao y Las Heras, en pleno Barrio Norte. Hacia el oeste la ciudad seguía los caminos de la actual Entre Ríos. Los barrios de Flores y Belgrano eran pueblos lejanos, descanso de carretas y quintas de familias pudientes. San Isidro eran las vacaciones de verano que permitían escapar del calor de la ciudad. Por eso, nos cuesta creer en arroyos bajo el pavimento y lagunas como fue en su momento la Plaza Lavalle o un depósito de huesos como lo era la hoy elegante plaza Vicente López, conocida entonces como “El hueco de las cabecitas”.

La ciudad era entonces potreros, quintas, fábricas de ladrillos y en este caso, campo de batalla donde confederados y porteños (no solo argentinos sino también extranjeros agrupados en batallones de italianos y españoles) hacían derroche de coraje.

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El General Bartolomé Mitre en su biblioteca.
El General Bartolomé Mitre en su biblioteca.

 

Volviendo a nuestro relato, el general Paz señaló esa línea y con el gesto adusto y una frase casi gruñida, indicó a Mitre su tarea. Este no tardó en ponerse en marcha y a las ocho de la mañana dirigía sus soldados hacia el campo de batalla. Avanzaba Mitre al frente del regimiento, seguido por su hermano Emilio y el comandante Arenas a cargo de la artillería, hacia el llamado potrero de Langdon (lugar donde hoy se encuentra la cárcel de Caseros). Mitre, de a caballo, impartía las órdenes para que Arenas comenzase el hostigamiento con la artillería, cuando bruscamente un golpe terrible lo arroja al piso. Su cara y su chaleco se bañaron de sangre. Mitre yace herido. Sus jóvenes asistente Ezcurra y Bond, -por curioso designio del destino, ambos sobrinos del Restaurador-, lo asisten a ponerse de pie. Apenas recuperado del impacto, Mitre nos dejó esta frase para la posteridad “Quiero morir de pie, como un romano”. Ezcurra, no supo que decir ante esta exclamación, quizás porque no sabían que los romanos elegían una forma tan incomoda para morir. Sólo se limitó a revisar la herida, y a comentar un tímido “No es nada”, a lo que Mitre observó: “Sin embargo, es como si tuviera el proyectil adentro”.

El destino labra curiosos caminos. Veinte años antes, el tío de sus asistentes lo había salvado de morir ahogado al cruzar el Salado por donde no debía. Un año antes, en plena campaña de Caseros, Mitre, por minutos, se había salvado de ser asesinado por las tropas sublevadas del coronel Aquino. Durante la batalla, un subalterno impidió que un soldado enemigo lo hiriese con su bayoneta y esta bala destinada a volarle la cabeza, impactó milagrosamente en la escarapela metálica que su esposa Delfina había cosido tan diligentemente al quepis. La suerte estaba del lado del general poeta, que llegaría a ser el primer presidente de una Argentina unificada.

Mitre, para levantar el ánimo de los combatientes, que lo creían muerto, intentó montar a caballo, pero las fuerzas le flaquearon y decidió retirarse del campo, caminando. Aún así saludaba y alentaba a la tropa. En su camino hacia las líneas porteñas encontró a su hermano, a quien trasmitió el mando. Al comandante Arenas le impartió las órdenes de cómo debía disponer de sus cañones. Para entonces su voz era un susurro.

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Mitre.
Mitre.

 

En el cuartel de Concepción se le practicaron las primeras curaciones. Inmediatamente se hizo presente su amigo desde los tiempos de Montevideo, el Dr. Portela, uno de los pocos médicos educados en Francia y de destacada carrera política. Había sido el doctor de uno de los escasos siete legisladores que habían votado en contra de la suma del poder público de Rosas. La disidencia le costó el exilio.

El diagnóstico de Portela fue preciso: “Hay fractura del frontal y es gravísima. La masa cerebral está comprimida por el hueso roto… Es preciso operar ya mismo…”

Había que actuar sin demoras. Inmediatamente Mitre fue transportado a una casa del actual barrio de Constitución. Para tener una idea de la impresión que el comprometido estado de Mitre causaba en la ciudad sitiada, baste mencionar que uno de los camilleros era Pastor Obligado –futuro gobernador de la provincia de Buenos Aires-. Paz, al enterarse del pronóstico reservado dijo: “Prefiero perder un ejército que perderlo a Mitre”.

Hacia esa casa se dirigió el Dr. Portela, acompañado por el Dr. Juan José Montes de Oca – decano de la Facultad de Medicina-, el Dr. Pedro Ortíz Vélez (sobrino de Dalmacio Vélez Sarsfield e hijo del que fuera secretario de Facundo Quiroga también asesinado en Barranca Yaco) y el Dr. Hilario Almeyda, hábil cirujano en jefe del ejército argentino durante la guerra del Paraguay, y responsable de extraer los fragmentos óseos que tenían a mal traer a Mitre. Fue Almeyda y no Portela, como se dice erróneamente, quien salvó la vida del futuro presidente de la República.

Antes de que Mitre cayera inconsciente durante la operación (que por supuesto se hizo sin anestesia) alcanzó a decirle a sus médicos, todos ellos conocidos de muchos años: “Ustedes me tratan peor que el enemigo”.

La exitosa cirugía dejó una cicatriz estrellada en la frente de Mitre y la falta de hueso permitía la transmisión de los latidos de las meninges, especialmente cuando el general debatía con vehemencia. La cicatriz obligó al general a reemplazar el quepis o la galera por el chambergo, caracterizándolo a tal punto que era raro verlo a Mitre sin su sombrero.

Una serie de anécdotas se tejieron alrededor de esta curiosa herida. El emperador Pedro II de Brasil, atento al protocolo, no se atrevía a pedirle que le mostrara la herida, por lo que buscaba cualquier pretexto para poder examinarlo de cerca, hasta que un día, vencido por la curiosidad le preguntó, señalando la cicatriz con forma de estrella, si alguna vez le molestaba, a lo que Mitre, riendo, contestó: “Ni un simple dolor de cabeza, por eso receto siempre un balazo en la frente a los que padecen cefalea”.

Su chambergo, como señalamos, se convirtió en símbolo. Lo usaba tanto con el uniforme como con el frac o el traje de calle. Los dibujos de la célebre entrevista con el General López durante la Guerra del Paraguay lo muestran a éste con un quepis rojo cuajado en laureles y plumas, mientras Mitre luce una sobria levita militar sin galones y su infaltable chambergo.

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Mitre.
Mitre.

 

Así se lo vio durante su presidencia, en la revuelta del 74, y en todos los acontecimientos políticos de los que fue principal actor. Existen películas del general con más de ochenta años, caminando solo por las calles, recibiendo el saludo de la gente y luciendo el infaltable chambergo que tapaba su cicatriz.

A la muerte del general se emitieron una serie de medallas conmemorativas, una de ellas era la sola imagen de su chambergo, suficiente carta de presentación de don Bartolo, en recuerdo de esa bala que por poco le arrebata la vida en los potreros de Langdon.

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Mitre herido en el potrero de Langdon, asistido por su ayudante, el teniente Felipe Ezcurra y Bond, sobrinos de Juan Manuel de Rosas.

Mitre herido en el potrero de Langdon, asistido por su ayudante, el teniente Felipe Ezcurra y Bond, sobrinos de Juan Manuel de Rosas.

 

Mitre era un personaje popular, su mesura, su verba por momentos apasionada, por momentos parsimoniosa, lo habían convertido en el orador ineludible de todas las celebraciones patrias. Cuanto monumento se inauguró durante su larga vida contó con la presencia, cuando no con la palabra, del general.

Habló en el entierro de Brown, con el que había estado enfrentado. Habló durante las inauguraciones de las estatuas de Belgrano, San Martín y Garibaldi donde asistió en calidad de representante de la familia del prócer italiano al que había conocido durante la defensa de Montevideo. Muchos de sus amigos, colegas y correligionarios como Eduardo Costas y Rufino Elizalde fueron despedidos con las cálidas palabras del general.

Su lucidez le permitió salvar escollos dramáticos como la vez que fue invitado a hablar durante la inauguración del monumento de Lavalle y al destaparlo apareció una mancha roja sobre el pedestal. Cuarenta años habían pasado desde su fallecimiento y aún latía el odio hacia “el sable sin cabeza” que tantas muertes injustas había sembrado durante su última campaña. Don Bartolo dejó los papeles de lado y comenzó su discurso con un inolvidable “Muchas lágrimas argentinas ya han lavado esta mancha de sangre…”

Todos los días recibía muestras de afecto, aún en los momentos más duros de su carrera política, como cuando firmó la rendición en Junín, después de la fallida revolución de 1874. Aún derrotado, fue vivado por sus tropas. Durante su detención en los cuarteles del Retiro, cada vez que se asomaba a la ventana, la gente lo aclamaba, incluidos sus mismos carceleros. Marchaba por las calles sin escolta ni vigilancia, nadie iba a lastimar a don Bartolo.

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Mitre.
Mitre.

 

 

Fue un hombre hecho a las derrotas, La Verde, Curupaity, Cepeda, las campañas contra el indio, fueron sólo algunos de los escollos que sufrió en vida, pero su desgracia más cruel fue el suicidio de su hijo Jorge Mariano, el joven rebelde de la familia que había abandonado los estudios del Nacional Buenos Aires. Para poner fin a esta actitud desafiante, lo envió con su amigo Wenceslao Paunero a la delegación diplomática en Río de Janeiro, pensado que allí el joven podría reencauzar su vida. Sin embargo, un malentendido durante una cita galante terminó con el joven apresado por la policía carioca. Conminado a volver a Buenos Aires por el escándalo suscitado, el joven prefirió el suicidio a la vergüenza.

“No porque me tiemble el pulso dejo de tener el alma entera… Soy de mi muerte el último culpable, muero sin saber porqué.”

El general visitó Río de Janeiro y pasó mucho tiempo frente a la tumba de su hijo, solo, meditando.

Sin embargo, Delfina, la de la entereza sin límites, el infatigable sostén de la familia, desfalleció ante esta muerte inesperada. Se volvió una mujer taciturna, callada. A su muerte una palma depositada sobre su tumba reproducía los versos de su hijo:

“En cada desgracia hay un hijo, hoy te recuerda desolado y huérfano”

El 26 de junio de 1901 el país celebró los ochenta años del general. Ese día, en su discurso proclamaba, con esa voz “de musicalidad masculina”, al decir de Castellanos: “Hace 50 años éramos una agrupación informe cuya cohesión sólo se mantenía por el instinto o la violencia. Hoy somos una nación compacta, que puede exhibir sus títulos ante el mundo”. Y él era artífice indiscutido de esa nación.

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Mitre rodeado de gente en ocasión de la celebración de sus 80 años.
Mitre rodeado de gente en ocasión de la celebración de sus 80 años.

 

 

Pero el viejo luchador estaba perdiendo la batalla en la que finalmente todos somos vencidos…

Si bien Mitre gozó de una larga y saludable existencia, no fue inmune a las enfermedades. Estando en el frente paraguayo, entre diciembre de 1866 y febrero de 1867, el general estuvo enfermo. No se tiene suficiente información sobre la sintomatología más que para especular sobre alguna gastroenteritis bacteriana o parasitaria que entonces hacia estragos entre la tropa. En 1871, durante la fiebre amarilla, en lugar de buscar un reparo a la peste poniendo distancia con la ciudad como hizo Sarmiento y el vicepresidente Alsina, Mitre, se puso al servicio de la comunidad como un ciudadano cualquiera. A punto tal se expuso, que sufrió una forma atenuada de la enfermedad, aunque en algún momento se temió por su vida.

A los 64 años (en 1886) se presentaron los síntomas de una afección que lo acompañaría hasta la tumba, derrames de las articulaciones, especialmente la del codo, que fueron diagnosticadas por el Dr. Benzecri como abscesos fríos. Estos debieron ser drenados quirúrgicamente. El doctor sospechaba un proceso tuberculoso pero nunca se lo pudo confirmar. En un viaje a Francia en 1890, el general visitó al Dr. Dieulafoy quien le recomendó visitar los baños de Aix Les Bains. La verdad sea dicha, nadie pudo descifrar con certeza la etiología de esta afección.

Cuando el general ya contaba más de ochenta años, un día entró el doctor Antonio Piñero al escritorio donde trabajaba y no pudo dejar de exclamar “Esto no está bien, señor. Usted no debería trabajar a esta hora. Hace poco que ha almorzado y necesita hacer tranquilamente la digestión”. El general dejó de lado sus tareas, se sacó los anteojos y le contestó. “Vea mi amigo si yo ya no trabajo. Esto que estoy haciendo son unos apuntes, trabajos de última hora, mi amigo, porque me siento mal y comprendo que mi fin se va acercando. Yo no me hago ilusiones esto es lo que debe ser y lo que yo también deseo”. Mitre entonces le confesó a su médico que sus grandes placeres, el estudio y la meditación, le estaban vedados, los dolores que sufría en su brazo izquierdo eran atroces. Días después cayó postrado. Ya no probaba bocado y apenas bebía, pero su fuerte complexión prolongó la agonía cincuenta y cuatro días “Esta post-data va siendo demasiada larga” se le escuchó decir.

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El Dr. Piñero llamó en consulta al Dr. Luis Güemes para compartir la asistencia. Los dos facultativos coincidieron, poco se podía hacer. El general conservó su lucidez hasta que la debilidad y la fiebre lo dominaron, entonces pronunciaba palabras incomprensibles. Se lo escuchaba nombrar a Rawson y a Sarmiento, con los que parecía mantener extensos diálogos. Una tarde, poniéndose de pie se dirigió a su enfermero: “Vamos, estoy listo”. Quería marchar por sus propios medios al cementerio.

Su estado se deterioraba a ojos vistas. Los signos de la insuficiencia renal eran evidentes, poco se podía hacer. Considerando la situación, La Nación comenzó a escribir partes diarios sobre el estado de salud del expresidente. Llegó el nuevo año y el general apenas pudo levantarse para saludar a los suyos. El calor lo agobiaba. El día quince todo hacia anunciar un pronto desenlace. La gente se agolpaba frente a su casa. La Municipalidad ordenó enarenar las calles vecinas para amortiguar los ruidos que perturbasen el sueño del general.

A pesar de su condición de masón, Mitre no era ni enemigo ni aliado de la Iglesia, de hecho, durante se presidencia recibió al delegado apostólico Monseñor Marini “con señales de benevolencia”. Sin embargo, durante su gobierno, se dictó la ley de secularización de cementerios para evitar conflictos sobre a quien no y a quien sí enterrar en Campo Santo.

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Mitre en su lecho de muerte.
Mitre en su lecho de muerte.

 

 

Al momento de su muerte se barajaron distintas versiones sobre si el general había arreglado sus asuntos con la Iglesia. Versiones como las de J. Echeverri dicen que Mitre murió masón, “sin cruz y sin esperanza”. Otra versión confirma que Monseñor Romero fue a la casa del general, a pedido de la familia, el 4 de diciembre de 1905 y permaneció a solas con Mitre durante dos horas, confesándose debidamente. Al día siguiente, el obispo celebró misa en la habitación del general que comulgó en la oportunidad. Al parecer, Mitre firmó una declaración abrazando la fe de sus mayores, carta que fue entregada a Monseñor Espinoza. Esta muerte cristiana del patricio “llenó de regocijo a todos los católicos y causó gran desilusión entre los enemigos de la Santa Religión” como expuso en la ocasión la revista eclesiástica del Arzobispado.

El 18 de enero por la noche, el general abrió sus ojos tristes y sin hablar, hizo un gesto de despedida. Toda su familia lo rodeaba –hermana, hijos, nietos– esperando el momento final que llegó la madrugada del 19. Eran las cuatro y cuarenta y tres.

Cuatro cadetes de la Escuela Naval y del Colegio Militar hicieron guardia ante su féretro. El 20 de enero, a media mañana, su ataúd fue cerrado y envuelto en una bandera argentina. Su sarcófago fue escoltado por los viejos guerreros del Paraguay. El presidente Quintana, que habría de morir ese mismo año, no pudo asistir al entierro. Habló en su lugar el vicepresidente Figueroa Alcorta y el presidente de la Suprema Corte de Justicia, el Dr. Bermejo. Entre los oradores descollaron Zorilla de San Martín y Belisario Roldán. “Mitre ha sido una ponderación persistente y perdurable, un equilibrio maravilloso, ha sido una armonía pensativa”, afirmaron y sin duda fue así.

Mitre fue un hombre de valor y constancia, que a pesar de sus muchos errores y falencias condujo los destinos de un país que era apenas villorrios desperdigados por una extensa y variada geografía, sin cohesión ni nexo, separados por odios, guerras y mezquindades, en una nación pujante y progresista que creció gracias a la convicción en un proyecto de país que gente como él, Sarmiento, Avellaneda y Roca supieron llevar adelante a pesar de una empecinada oposición, desvelos y desventuras.

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Cementerio de la Recoleta.
Cementerio de la Recoleta.

 

 

 

Extracto del libro La Patria Enferma de Omar López Mato (Ed. Sudamericana).

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