Mucho se ha discutido si fue López Jordán el instigador de la muerte de Don Justo José de Urquiza. Ricardo se había alejado de su jefe, a quién lo unían vínculos familiares (su padre era hermanastro de Francisco Ramírez, y una de sus hermanas fue amante de Urquiza y madre de uno de sus múltiples vástagos). Para López Jordán, Urquiza se había vendido al oro porteño. La guerra contra su compadre Solano López lo había hecho enormemente rico. Los caballos de los ejércitos argentinos y brasileros en el Paraguay llevaban su marca. Para fin de la guerra era dueño de casi un millón de hectáreas, 600.000 cabezas de ganado y medio millón de ovejas.
Quizás el factor desencadenante de su muerte fue la recepción que le ofreció al presidente Domingo Faustino Sarmiento, “ese provinciano en Buenos Aires y porteño en el interior”, cuya participación en la muerte del ex gobernador Benavidez y aplaudir el suplicio del Chacho, lo convertían en un personaje intragable para los federales.
El 11 de abril de 1870, una partida donde participaron antiguos seguidores de Urquiza, ultimó al ex mandatario en su estancia de San José. Tres días más tarde López Jordán asumía la gobernación de Entre Ríos.
José Hernández fue nombrado secretario del general López Jordán y como tal le escribía los discursos al nuevo gobernador y jefe del ejército rebelde. “Urquiza era el tirano, pero era más que nada, el jefe traidor del gran partido federal y su muerte mil veces merecida…” diría el autor del Martín Fierro.
Sin embargo, al asumir López Jordán se limitó a “deplorar que la revolución no hubiese hallado otro camino que la víctima ilustre que se inmoló”.
Enterado del magnicidio, Sarmiento envió a tropas nacionales a cargo de Emilio Mitre, porque consideraba la asunción de López Jordán como un acto de insubordinación. Por su lado, el nuevo gobernador interpretó la llegada de estas tropas como un acto de guerra.
Entre los 10.000 jordanistas había 500 paraguayos, 800 correntinos, 300 brasileros y 1.800 uruguayos, además de santiagueños y riojanos. Bien montados, la movilidad de las tropas jordanistas puso en jaque al ejército de línea, conducido por oficiales veteranos de la guerra del Paraguay. Pronto los jordanistas abandonaron las ciudades para pelear en la campaña. Las batallas y entreveros, se sucedieron. El Sauce, El Tala, Rincón del Quebracho, Don Cristóbal, la sangrienta victoria de Santa Rosa, la defensa de Paraná (por el coronel Francisco Borges), Ñaembe (donde Roca hizo uso de sus brillantes dotes de estratega), Gena, Punta del Monte, fueron algunos hitos de esta contienda.
Mientras tanto, según las suertes, López Jordán cruzaba el río Uruguay para acompañar a los rebeldes. Hoy era Nogoyá, después Victoria y una vez más debía volver al Brasil. Sarmiento puso precio a su cabeza: $ 100.000.
El conflicto se extendió en marchas y contramarchas, mientras el general Levalle recuperaba Nogoyá y Victoria, las tropas jordanistas ocupaban La Paz.
El gobierno nacional duplicó la apuesta y dotó a sus tropas de las mejores armas disponibles, ametralladoras Gatling, fusiles Remington, cañones Krupp. Los entrerrianos solo contaban con las lanzas hechas con tacuaras y tijeras de esquila.
Las derrotas se hicieron más frecuentes, El Talita, Don Gonzalo… Los nacionales no tomaban prisioneros y los jefes jordanistas eran fusilados sobre el tambor.
En Navidad del ’73 López Jordán y los suyos se refugiaron en la República de Uruguay, aunque el entrerriano no escarmentó, y en noviembre del ’76, con solo 600 hombres pasó a Corrientes, donde una vez más fue derrotado en Alcaracito. Los prisioneros rebeldes fueron fusilados sin más. El 16 de diciembre López Jordán fue apresado mientras intentaba huir al Brasil. Lo habían traicionado.
El jefe rebelde quedó recluído, hasta que logró escapar disfrazado de mujer con las ropas que cambió con su esposa.
Desde el destierro continuó su lucha contra el centralismo porteño. Por una amnistía logró volver a Buenos Aires, justo a tiempo para ver pasar el cortejo fúnebre de su enemigo, Domingo Faustino Sarmiento.
Poco después, una bala ponía fin a sus días en una calle de Buenos Aires, era la venganza de uno de los hijos de los hombres que había hecho fusilar mientras el grito de guerra se dejaba oír en las cuchillas mesopotámicas.