La Argentina no podía ser ajena a la moda frenológica. Tanto salvaje, vago y malentretenido en los tiempos de efervescencia lombrosiana invitaban a saber qué tenían en la cabeza. Este es la historia de uno de ellos, quizás el más famoso, inmortalizado por la pluma de Eduardo Gutiérrez, conocido como Juan Moreira.
Este gaucho era hijo de Mateo Blanco, un gallego mazorquero, y doña María Ventura Núñez. No se sabe cuándo nació, pero sí que murió en 1874, en el pueblo de Lobos. El doctor Adolfo Alsina le había regalado el facón con empuñadura de plata que, dicen, se cobró dieciséis vidas… muchas de ellas en luchas partidarias, defendiendo los intereses de los “crudos”, combativos miembros del Partido Autonomista Nacional (Pan).
La última víctima que se le conoció fue un caudillo local llamado Leguizamón, que había denunciado el fraude durante las elecciones para diputados de febrero de 1874. Estas irregularidades, sumadas a las registradas durante las elecciones presidenciales que perdió el general Mitre, conducirían a la posterior revolución de ese año. Moreira era ya un estorbo para la política oficial, como lo había sido su padre, ya que se rumoreaba que el gallego Blanco había sido asesinado por orden de Rosas. Ahora la historia se repetía.
Cansado de vagar, cada tanto caía en un prostíbulo de Lobos. La soledad y los amores mercenarios lo traicionaron. Allí lo buscaron y allí lo encontraron. Murió peleando. Cuando iba a escapar, el sargento Chirino lo mató por la espalda. Hubo que dejar su cadáver expuesto por varios días porque nadie podía creer que hubiese muerto el famoso Moreira.
Su tumba fue lugar de peregrinación hasta que, siguiendo las costumbres de la época, el intendente de Lobos, Eulogio del Mármol, regaló a un entusiasta frenólogo y distinguido médico, el doctor Tomás Perón -abuelo del futuro general y presidente-, el cráneo del gaucho, exhumado en el año 1879. Este lo estudió detenidamente, sin encontrar en él la causa de sus crímenes. Entonces, se lo cedió al doctor Octavio Chávez, quien llegó a la conclusión de que el tal Juan Gregorio Blanco Ventura, conocido como “Juan Moreira”, no padecía de los estigmas degenerativos tan mentados por Gall y Lombrosso. Al parecer, era solamente un “hombre normal”, llevado a la delincuencia por las injusticias de la sociedad y las vanidades de la política. Quizás, por esta simple razón, Juan Moreira se convirtió en el mito más difundido de los argentinos.
El doctor Perón pensó que, por más malandra que haya sido el matón, no merecía terminar como juguete de su nieto y decidió donarlo al Museo de Luján, donde no podemos saber si descansa en paz pero, seguramente, sin algunos de sus dientes.