Charles Darwin y Jean-Baptiste Lamarck no se conocieron. Probablemente, el biólogo (a él se le debe esta palabra) francés haya conocido a Erasmus, el abuelo de Charles, pero seguramente nunca escuchó hablar de este joven, que por entonces estaba luchando por sobrellevar la carrera de medicina y no tenía entre sus planes recorrer el mundo en busca de especímenes extraños.
Lamarck fue el primero en comprender que las especies no son inmutables. Sus teorías de la evolución le trajeron una serie de problemas con los creacionistas, que objetaban esta distorsión del plan divino. Para ellos nadie podía ni debía cambiar si el Creador así lo había decidido.
Lamarck sostenía que los cambios en las especies se daban por influencia del medio, mientras que Darwin (cincuenta años más tarde) recurre a fortuitas variaciones genéticas que el medio después selecciona de acuerdo a los requerimientos y adaptación al medio.
“La función hace al órgano” era la síntesis simplista de las teorías lamarkianas, mientras que Herbert Spencer, el defensor más acérrimo de Darwin –ante la pasividad de éste– se convirtió en su exegeta y como tal, simplifica (y distorsiona) el pensamiento de Charles en el apotegma “la supervivencia del más apto”, cuando en realidad la concepción original sería la “selección azarosa de los que más posibilidades tienen para adaptarse a un medio cambiante”, una consigna demasiado compleja como slogan de campaña.
Con Spencer se funda el darwinismo social, muy funcional para las teorías eugenésicas de principios del siglo XX.
En realidad, tanto las teorías lamarkianas, como las darwinianas y spencerianas, estaban dando golpes en la oscuridad. Entonces un sacerdote checo estaba sembrando guisantes en su convento y así descubrió las leyes de la genética. Gregor Johann Mendel sabía de las teorías de ambos, pero no estaba seguro sobre su hallazgo y las leyes de la evolución.
Cuando se comprendieron los mecanismos hereditarios y las variaciones azarosas de las cadenas de ADN, Darwin pareció llevarse las palmas. El ADN cambiaba azarosamente y el medio elegía cuál de estas mutaciones era mejor para adaptarse a las nuevas circunstancias.
El Chevalier Lamarck y su teoría “de los hábitos adquiridos” y “el desarrollo de los órganos” pasó al olvido entre las burlas de científicos y algunos chistes de dudoso gusto. “La barrera de Weisman” había establecido que la información hereditaria se mueve de los genes a las células, y nunca al revés. Sin embargo, en el siglo XX esta barrera resultó ser franqueable. La aparición de la Epigenética así lo sugiere. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los holandeses descubrieron que los niños criados en ese tiempo de escases tenían menos altura que sus ancestros. Pensaron que en la próxima generación la altura de la población se recuperaría, pero no fue así, los hijos de estos “bajitos” seguían siendo tan “bajos” como sus padres y no recuperaban la altura de sus abuelos. ¿Qué pasó?
Pues los genes, la cadena de ADN es constante, pero tiene variaciones (mutaciones) azarosas o por exposición a fuerzas que induzcan tales mutaciones (radiaciones ionizantes, sustancias químicas, etc.).
En cambio, el medio –la alimentación, tóxicos, etc.– actúa sobre las proteínas que permiten o no la expresión de tal o cual gen, sin variar la cadena de ADN.
¿Podrá la tecnología modificar nuestro cuerpo a punto tal que las próximas generaciones parezcan a Mindy, la tecno mujer propuesta por Toll Free Forwarding? Esta mujer encorvada para mirar pantallas, de cráneo alargado en la zona occipital y manos en garra para sostener el celular o la Tablet, parece brotada de un programa apocalíptico de aquellos que especulan sobre “el día después” de una catástrofe atómica. Para el 3000 no hay tiempo suficiente para que se modifiquen las cadenas de ADN, ni la selección azarosa podrá llevar a esta tecno girl, porque las normas de la selección natural se modifican en una sociedad que protege a los individuos con limitaciones o habilidades especiales.
Las variaciones epigenéticas, sin variar el código cromosómico pueden desaparecer si el medio se modifica. La prueba ya la habían hecho en tiempos de Lamarck. A generación tras generación de ratones le cortaron la cola, y sin embargo los hijos, nietos y choznos de esos ratones aún tenían cola…
¿Llegaremos a tener descendientes como Mindy? También vale preguntarnos, ¿habrá celulares y pantallas como las que hoy conocemos?
Nos muestran los cambios externos de Mindy pero nada hablan de las enfermedades que la pueden afectar. Mindy tendrá muchas posibilidades de ser diabética (en 1980 había 150 millones, hoy hay 450 millones), de sufrir las mutaciones de virus y bacterias que serán más agresivas, de sufrir más alergias y problemas respiratorios, y tener hijos con más malformaciones por radiaciones y tóxicos. Por otro lado, por una mejor nutrición infantil serán más altos y probablemente más inteligentes.
Si a las presentes generaciones le inducimos hábitos de evitar horas ante pantallas y una sana “vuelta a la naturaleza”, con equilibrio entre las actividades que desarrolla, no hay razón para que Mindy esté en nuestro futuro.
Esta nota fue publicada originalmente el 7/7/19 en La Prensa: https://www.laprensa.com.ar/478352-Lamarck-Darwin-y-el-hombre-del-3000-.note.aspx