Las reformas llevadas adelante por Mikhail Gorbachov, su renuncia a competir por el poder con EEUU, los movimientos que apoyaban una economía de mercado y las costosas transiciones democráticas en Europa central y oriental fueron decantando en lo que terminó siendo la reunificación alemana.
Las transformaciones que comenzaron en Hungría y continuaron en Checoeslovaquia tuvieron un eco inevitable en Alemania Oriental, donde en octubre de 1989, mientras proliferaban las manifestaciones antigubernamentales, miles de ciudadanos se dirigían hacia la frontera recientemente abierta entre Hungría y Austria, de camino hacia Alemania Occidental. En noviembre, ya dos millones de alemanes del este habían entrado en Berlin occidental sin que los guardias del muro los detuvieran. Es más, los mismos guardias terminaron uniéndose a los ciudadanos que cruzaban la frontera para derribar juntos el muro.
Los obstáculos para la reunificación eran enormes: el exorbitante costo que suponía para Alemania Occidental (RFA) absorber una Alemania Oriental económicamente muy débil, la oposición soviética a la participación de la Alemania reunificada como tal en la OTAN (condición exigida por las potencias occidentales), y el temor de Europa a un gigante alemán reconstituido eran cuestiones importantes a resolver.
Sin embargo, el canciller de la RFA, Helmut Kohl, convencido de que había llegado el momento de hacerlo, estaba decidido a aprovecharlo y sería el canciller de la reunificación. En 1990, los comunistas perdieron las primeras elecciones libres en RDA, Lothar de Maizière llegó al poder y resultó el último jefe de gobierno de Alemania Oriental. El partido de coalición que llegó al poder apoyaba el programa de Helmut Kohl, así que Kohl obtuvo, podría decirse, su primera victoria y eso impulsó aún más su proyecto de unificación.
En julio, 16 millones de alemanes orientales canjearon su débil moneda por el fuerte marco alemán. Para facilitar la llegada de la ex RDA a la competitiva economía de mercado, la RFA invirtió miles de millones de marcos en una red de contención económica y de seguridad social. Kohl utilizó un carburante especial para aceitar esa convergencia en el plano económico: el “impuesto de solidaridad”. Instaurado por Kohl en 1991, el impuesto aplicaba inicialmente un tipo único del 7,5% sobre todas las rentas personales. Su cometido, en los primeros estadios de la unificación, fue obtener el capital necesario para la integración de los distintos estamentos administrativos. El impuesto duró un año, pero Kohl lo reestableció en 1995 con el propósito de acelerar el desarrollo del Este; ya en 1998, rebajó el impuesto al 5,5% de las declaraciones de empresas y personas físicas. El impuesto fue calificado de anticonstitucional, pero… marche preso, parece. Se fue reduciendo paulatinamente, hoy el 90% de alemanes ya no es alcanzado por el mismo, y Angela Merkel aboga por su disolución definitiva.
Otro de los obstáculos fue sorteado con la ayuda de Mikhail Gorbachov, ya que ese mismo mes aceptó finalmente que la Alemania unificada ingresara en la OTAN, con lo cual se evitó un conflicto con las potencias occidentales.
En diciembre, Helmut Kohl ganó holgadamente las primeras elecciones de la nueva Alemania. Más de cuarenta años de distanciamiento ideológico, político, económico y cultural aún dividían al país, pero la pesadilla logística de la integración era mucho mejor que mantenerse separados.
Y los alemanes dieron paso por paso y resolvieron cada problema que se fue presentando hasta lograr una integración funcional. Después de prolongados resentimientos y disputas, “ossies” (alemanes del este, los “llorones”) y “wessies” (alemanes del oeste, los “sabihondos”) lograron ensamblarse. Con persistentes diferencias y cuestiones que aún hoy hacen ruido, pero encajaron.
La sociedad de la RDA era menos productiva y la unión elevó la desigualdad. Según algunas estimaciones actuales, hasta un 80% de ossies ha perdido en algún período más o menos prolongado su puesto de trabajo desde 1989.
En la actualidad, la mitad de los wessis considera que la reunificación ha sido un éxito. Los alemanes del este ya están al 85% del nivel económico de los de sus vecinos del oeste, con costos de vida inferiores en la mayor parte de sus ciudades. Incluso el 53% de los ossies se considera satisfecho con su situación económica. Más aún: los alemanes del este superan en renta per cápita a la totalidad de los socios de la Unión Europea que pertenecían al antiguo bloque soviético.
Los alemanes del este y del oeste no sólo votan diferente, también piensan y sienten de forma distinta. El 47% de los ossis se sienten más identificados con su región que con su país, aunque a decir verdad esa tendencia crece también entre los occidentales. Los alemanes del este han perdido con el tiempo el sentimiento de júbilo por la libertad obtenida en 1990, y sólo el 31% califica a la democracia como la mejor forma de gobierno, frente al 72% de los wessis; y el 30 % de los alemanes del este se consideran aún hoy ciudadanos de segunda clase.
El nivel de riqueza es mayor en el oeste. De los 500 alemanes más ricos, sólo 21 son del este y, de ellos, 14 residen en Berlín. De las 20 ciudades más prósperas, sólo una (Jena) es oriental. A su vez, el riesgo de que un ossie entre en un escenario de pobreza es un 25% más alto que el de sus vecinos wessis. Aunque el este también tiene sus datos sociales relevantes: las mujeres del este superan en un 5% a las del oeste en cuanto al acceso al mercado laboral; y salvo en Baviera, los standards de educación del este son superiores a los del oeste.
La promesa de un “paisaje floreciente” de Kohl o la histórica sentencia de Willy Brandt (que en 1969, cuando era alcalde de Berlin occidental, fue el primero en entablar algún diálogo con la RDA) de “lo que nace junto, crecerá unido” no parece haber arraigado del todo después del primer cambio generacional, si bien son indudables los progresos.
Además, los alemanes suelen ser perseverantes…